Los waraos y los pemones abandonan sus tierras ancestrales para escapar del hambre y las enfermedades
Las dificultades de salud y de alimentación impulsan el desplazamiento de los pueblos indígenas venezolanos hacia Brasil. En un gimnasio techado en el barrio Pintolandia, en Boa Vista, viven al menos 400 waraos. Las mismas dolencias que los hicieron dejar el territorio amenazan su existencia en la capital de Roraima
Como las aguas de un caño deltano, de corriente constante, densa y por momentos imperceptible, indígenas del pueblo warao —mujeres y niñas con vestidos de flores, niños y hombres de camisas y pantalones marchitos, casi todos sin zapatos— comenzaron a llegar en 2014 desde Delta Amacuro a la frontera venezolana con Brasil: Santa Elena de Uairén.
La gente del agua —como se traduce warao en castellano— recorría la calle Bolívar, se detenía cerca de las tiendas que visitaban los brasileños, pedía dinero. Algunos volvían a los caños, en el municipio Antonio Díaz de Delta Amacuro, al oriente costero de Venezuela —723 kilómetros de vuelta—. Otros seguían hacia Pacaraima, Brasil, implorando auxilio.
Aunque su desplazamiento es de vieja data (30 años desde el bloqueo del caño Macareo por parte de la Corporación Venezolana de Guayana), desde hace unos años la expansión ganadera, los abusos policiales en la zona urbana del Delta, la falta de combustible y el tráfico de migrantes ha forzado la huida de este pueblo ancestral.
Hoy, los warao —una etnia indígena de los caños del Delta del Orinoco y la segunda más numerosa de Venezuela después de los wayú — no solo están transculturizados, también son obligados a abandonar su territorio.
El Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) ha documentado que, miembros de este pueblo, salen de su territorio expulsados por enfermedades como la tuberculosis, el VIH, la desnutrición, falta de asistencia médica y por la proliferación de la minería y contaminación en sus territorios, sobre todo en las aguas del río Orinoco.
Casi una década después de aquellos primeros desplazamientos de los warao hacia el norte de Brasil, los ocupantes de Pintolandia, el sitio emblema de la población warao en Boa Vista, enfrentan nuevos retos.
De cierto modo, la vida en la ciudad es parecida a la vida en el Delta, las aguas suben y bajan y hay que navegarlas, así sea a canalete. Los aidamos, líderes tradicionales, dicen estar a gusto con la posibilidad de dirigir su destino, una satisfacción que parecen compartir el resto de los habitantes, pero las condiciones en las que viven, sus limitaciones con el portugués y los atascos del Sistema Único de Salud (SUS) brasileño recalan en dolencias que ya vivían en su territorio de origen: desnutrición, diarreas, tuberculosis y sarpullidos.
La propia comunidad se vio en la necesidad de organizarse ante el retiro de la Operación Acogida en marzo de 2022, que se comprometió a seguir ocupándose de la comida, servicios de agua y electricidad.
Adrián Valbuena y Enoc Silva, dos de los aidamos de los seis grupos organizados, precisaron que en Pintolandia viven 400 personas. Esto es cerca del 10% de la población desplazada warao, refugiada o migrante en Brasil, que son unas 5.000 personas regadas desde Pacaraima hasta Belén de Pará. Según la asociación civil Kapé-Kapé, al menos 6.500 waraos viven refugiados en Brasil.
La urgencia por cuidar y conservar la vida, amenazada por las carencias y amenazas sanitarias, son una preocupación recurrente entre los pueblos indígenas venezolanos y uno de los principales factores que los expulsan de los territorios que para ellos son fuentes de identidad, alimentos, materiales de subsistencia y sueños bonitos.
Los aidamos, autoridades tradicionales, Enoc Silva y Adrián Valbuena, fotografiados en Pintolandia – agosto de 2023 | Foto Benjamín Soto Mast
En Pintolandia, 400 personas residen en una cancha de usos múltiples techada en el barrio que le da nombre, al oeste de Boa Vista. 70% de quienes allí viven son niños y niñas, según las cuentas que llevan los aidamos. En algún momento, llegaron a ser unas 800 personas, tal vez 900 entre indígenas y no indígenas, luego se separaron. Sólo los warao se quedaron en el sitio.
Entre 2017 y marzo de 2022, Pintolandia funcionó como un abrigo —sitio de albergue— de la Operación Acogida, la acción de respuesta a la emergencia humanitaria asociada a la migración venezolana, delegada en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Los refugiados y emigrantes más recientes aceptaron irse en marzo de 2022 a Waraotuma a Tuaranoko, una expresión que significa lugar de albergue para los warao, un sitio especialmente pensado para recibir a la población indígena.
Los más antiguos, en cambio, decidieron permanecer en Pintolandia, con la intención de estar más cerca de las escuelas, lejos de la población no indígena abrigada, según expresan, y vivir de acuerdo a sus usos y costumbres.
Para nosotros era más autónomo, más libre y ahora podemos practicar lo que es nuestra cultura: recibimos a los parientes de nosotros, de las diferentes comunidades del municipio Antonio Díaz, de Delta Amacuro, a la hora que nos da la gana, vienen entran, pasan aquí dos, tres meses y si quieren se van, expresa Adrián Valbuena.
En Pintolandia permanecen recuerdos lejanos de los tiempos del abrigo: carteles que prohíben fumar, solicitan silencio a partir de las 10:00 de la noche, piden mantener los baños limpios, ahorrar el agua. Están también los tanques con los emblemas de Unicef, un lavamanos instalado en la entrada del galpón para facilitar el lavado de manos, uno o dos toldos y algunas de las casitas dispuestas por Acnur para los refugiados. Vestigios de una etapa anterior.
Ahora, detrás de esos muros, Pintolandia es una gran ocupación en la que se asienta la pobreza en forma de hacinamiento, fallas e improvisación en las instalaciones de aguas blancas, servidas y electricidad; carencias en los baños, duchas y pocetas compartidas; acumulación y reguero de desechos sólidos y líquidos. Mucha gente y precarios servicios.
Dentro del galpón, al menos 50 familias viven en habitaciones separadas por tabiques, con una iluminación escasa y aire denso. A las afueras del galpón, viven unas 30 familias en barracas hechas con lonas plásticas o plásticos negros, pedazos de cartón, madera, láminas de asbesto o metal o en casitas, tipo refugio de las que utiliza Acnur. Al caer la noche, el sonido de la ciudad, allá afuera, es un murmullo ronco.
Detrás del galpón, entre las viviendas dentro del patio amurallado, las mujeres cocinan en fogones. Queman lo que consiguen: leña o despojos de muebles, tal vez plástico, papel o tela. Al final de la tarde, apenas iluminada por el fuego y la luz pobre de los bombillos desnudos, conversan. El humo entra al espacio techado, poblado de casas hechas de tabiques. Por eso el aire es denso.
En su plan de vida, los representantes de los pueblos indígenas venezolanos warao, e‘ñepás y kariñá en Brasil, proporcionan una amplia definición de todo lo que para ellos es la salud: comer bien, estar bien, dormir bien, sentirse bien, tener agua limpia para tomar, tener personas en quien apoyarse, el buen trato de las autoridades, usar plantas para combatir las dolencias, medicina natural, tener acceso a la asistencia en salud, el aseo personal, tener aire puro, tener contacto con la naturaleza, vivir en un lugar saludable.
Muy poco de eso hay en Pintolandia
A propósito de las situaciones que constituyen un riesgo para la salud y la calidad de vida de los indígenas venezolanos desplazados, especialistas en materia indígena que pidieron no ser identificados reflexionaron respecto a la imposición de normas pensadas para migrantes no indígenas en los abrigos que albergan a los indígenas en Roraima, y lo consideran una forma de violencia contra los usos y costumbres de las poblaciones originarias.
Coinciden en que los principales impases son contra mujeres, jóvenes y personas trans que viven en el abrigo Jonokoida de Pacaraima, por parte del personal de seguridad contratado. En este abrigo permanecen al menos 413 personas de ese pueblo.
Atribuyen a la imposición de normas de control fronterizo, por parte del Ejército Brasilero, en el contexto de la migración y la pandemia, las manifestaciones de violencia surgidas en una frontera en donde hasta hace poco los pueblos indígenas transfronterizos, como el pemón venezolano, iban de un lado al otro de los límites sin inconvenientes.
Todo eso afecta la salud, la tranquilidad, el buen vivir.
Un nuevo enemigo indeseado: La tuberculosis
De lo que más casos tenemos aquí es de tuberculosis. En el puesto de salud nos están monitoreando y nos traen tratamiento. Tenemos más o menos unos 15 casos. Hay algunos que son adolescentes, personas mayores, hombres y mujeres. Algunos tienen su tratamiento desde el año pasado, otros ahora. Una señora mayor murió hace cuatro meses ya, cuenta Enoc.
En su casa, fuera del galpón, José Jiménez, técnico en Gestión Ambiental y enfermero, confirma que la tuberculosis siempre acontece, pero dice que son nueve casos en total, ocho adentro, entre las familias que viven entre tabiques y uno afuera, en las casitas autoconstruidas. Corrobora que el personal del puesto de salud los visita, lleva el control y les entrega las medicinas. Él, por su parte, orienta a los familiares con respecto al cuidado de los enfermos: comer y dormir bien. Pero ni Enoc ni José mencionan el aislamiento de los enfermos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que 1,6 millones de personas murieron de tuberculosis en 2021 (entre ellas 187.000 personas con VIH). Es la decimotercera causa de muerte y la enfermedad infecciosa más mortífera, menos que la covid-19, más que el VIH y el Sida. Una de las conclusiones del Informe Mundial de Tuberculosis publicado por la OMS en 2023 es que las restricciones impuestas por la pandemia de la covid-19 ocasionaron medio millón de muertes por tuberculosis.
La forma de transmisión de la tuberculosis de una persona a otra es a través del aire; por ese motivo, es esencial el aislamiento de las personas con la enfermedad, señala la OMS. Uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible es terminar la epidemia de tuberculosis antes de 2030.
Como tantos venezolanos, los warao llegaron a Brasil en procura de alimentos y asistencia médica. La gente decía ‘en Brasil hay comida’, recuerda José Jiménez, quien ya tiene siete años de haber migrado. Los niños lloraban de hambre, de tanto no comer, tres terminaron enfermándose, relata.
Mientras Pintolandia funcionó al amparo de la Acnur, la comunidad preparaba el desayuno y el personal entregaba los almuerzos y las cenas. Si bien había quejas sobre la calidad de las comidas que entregaba el personal humanitario, ahora, cuenta Adrián, acá lo que se come es arroz, que es más barato.
Extraño la comunidad, nos conocíamos, compartíamos la comida, como la guaraguara. No hemos cultivado porque no tenemos terreno, no tenemos la semilla. Para pasarlas para acá puede haber problemas. Allá era verdura más que todo y pescado. Aquí comemos pescado los fines de semana y pellizcado. Sólo cuando habla de la alimentación tradicional y de la posibilidad de cultivarla, Adrián echa de menos su territorio. La guaraguara es un pescado de agua dulce muy apreciado entre los habitantes del Delta.
Enoc cuenta que entre mayo y junio de 2023 fallecieron dos bebés, de menos de un año. Según él, enfermaron por el cambio climático. En medio de un período lluvioso, sufrieron gripes, diarreas y fiebres. Los llevaron al Hospital de Criançãs (niños) Santo Antonio y eso estaba colapsado ya. Murieron. También dice que, al momento, tenían meses sin recibir la Clínica Móvil de Médicos Sin Fronteras (MSF), tal vez porque el proyecto había culminado y no habían recibido nuevos recursos. Al igual que el personal de Cáritas Brasilera y la Agencia Adventista para el Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA), el equipo de MSF continúa apoyándolos. ADRA y Cáritas tienen programas similares de suministro de alimentos mediante una tarjeta de compras, de agua, saneamiento e higiene.
A raíz de esos decesos, dice Enoc, la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) tomó el caso. Nos reunimos y dijeron que iban a enfocarse más. Pesquisaron. Algunos niños salieron bajo peso, los tienen monitoreados. Ahora, la semana atrás les trajeron un envase de leche.
Con respecto a los casos de desnutrición, José dijo que, de acuerdo con MSF, son al menos cinco.
Lo de las clínicas móviles y en general la asistencia médica en sitio les resulta vital porque, según Enoc, en los puestos del Sistema Único de Salud (SUS) no los atienden bajo el argumento de que no pertenecen a ese sector urbano o les exigen la presentación de una constancia de residencia, lo cual retrasa la atención. Yo fui con mi esposa embarazada para pasar consulta y dijeron ‘no’. Me pidieron carta de residencia. Y allá (a donde lo refirieron) me dijeron después ‘para acá tampoco es’, relata.
La situación se complica aún más por el idioma. Enoc explica que, para los warao, resulta difícil el idioma portugués, puesto que apenas 10% habla el español. Por eso, solicitó la presencia de intérpretes (waraos hablantes del portugués) en los centros de asistencia médica.
José Jiménez sueña con emplearse como enfermero.
Pero por lo pronto, los hombres de Pintolandia se dedican al chatarreo, recogen y venden aluminio, hierro y otros materiales reutilizables o reciclables. De ahí la cantidad de esqueletos de sillas, mesas, bicicletas, neveras, cocinas. No hay trabajo. Tal vez se consigue. Ahorita, yo estoy haciendo una diaria. Pero yo no acostumbro así porque estoy estudiando, aquí le dicen Educación para Adultos. Lo que me falta son seis meses, expresa Adrián con la convicción de que, si se forma, conseguirá emplearse. Las mujeres hacen y venden artesanía o piden limosna.
Desde 2020 el Informe Soluciones a largo plazo para migrantes y refugiados indígenas en el contexto del flujo de venezolanos en Brasil de la OIM contabilizó más de 5.000 indígenas, la mayoría de ellos warao. En el informe se mencionan como alternativas el retorno voluntario, el reasentamiento y la integración local.
Tenemos plan de vida, ya se ha hecho proyecto —explica Enoc mientras muestra un libro impreso a color— pero no hay recursos. Queremos un terreno lejano, cerca de un río. Por lo menos que exista una escuela, un puesto de salud. Las cosas básicas para la vida.
Pemón: Tramitar papeles para obtener asistencia
Juvencio Gómez, un líder tradicional del pueblo indígena pemón y su esposa, Iraida, ambos maestros de profesión, viven en la comunidad indígena taurepán Tarao Parú —en suelo brasileño y a pocos metros del límite con Venezuela— desde finales de 2019. Ese fue el año en que la prístina Gran Sabana, el territorio ancestral de los pemón, fue sacudida por la violencia y más de mil de ellos fueron desplazados. Ahora, en agosto de 2023, los padres de ambos se suman a los miles de indígenas venezolanos en condición de desplazados en Brasil.
Los pemón son un pueblo indígena de origen caribe. Actualmente son unas 32 mil personas, según el Consejo de Caciques. La mayoría de ellos vive en la Gran Sabana, en el sureste del estado Bolívar, parte de la Amazonía venezolana.
Los abuelos recorrieron 115 kilómetros desde su comunidad Kumarakapay, en el ombligo del sector oriental del Parque Nacional Canaima sobre la Troncal 10, la vía que comunica a Venezuela con Brasil, para acceder a los beneficios del Sistema Único de Salud y de la Secretaría de Salud Indígena del estado de Roraima, la entidad brasileña fronteriza, para lo cual debieron regularizar su situación migratoria, es decir tener sus papeles en regla.
Así es la migración: los primeros en asentarse poco a poco atraen a los otros, aún más cuando en el lugar de origen persisten las hostilidades: una economía devastada, la falta de un servicio de salud que facilite lo mínimo para la vida, la seguridad de que se puede vivir en paz.
En Kumarakapay, cuenta Juvencio, hay un ambulatorio y un médico, pero los pacientes tienen que comprar el tratamiento que se les indica. El padre de Juvencio y la madre de Iraida tienen dificultades visuales. La madre de Juvencio sufre del oído. Todos deben cuidarse de su tensión. Costear intervenciones y tratamientos les resulta imposible.
Kumarakapay es una comunidad indígena pemón. Está a ambos lados de la Troncal 10, después del paso sobre el río Yuruaní, uno de los más caudalosos de la Gran Sabana. Al pasar la localidad, se encuentra el cruce hacia Paraitepuy de Roraima, la comunidad desde la cual parte la espectacular excursión a Roraima tepuy, la enorme montaña de cima plana localizada al noreste. Kumarakapay es justo el punto de conexión y servicios para las operadoras y visitantes.
Hasta la segunda década del siglo XXI, Kumarakapay —San Francisco de Yuruaní, como se le conoce en castellano— fue una comunidad próspera. Varias familias ofrecían servicios de hospedaje y comida; la mayoría vivía de la artesanía, una actividad que enhebra a niños, adultos y ancianos y genera buenos ingresos. Durante las temporadas altas, la comunidad era transitada. Durante las bajas, sus habitantes se dedicaban a hacer collares, zarcillos, móviles, a tallar piedra jabón y madera y a dar mantenimiento a las instalaciones.
Pero ese sitio prístino y tranquilo se transformó en escenario de la violencia al amanecer del 22 de febrero de 2019. El enfrentamiento se dio luego de que un grupo de indígenas se negara a permitir el paso de los militares por su territorio, en la antesala del ingreso de la ayuda humanitaria gestionada por la oposición al gobierno de Nicolás Maduro. Mientras que los miembros de la comunidad defendían la entrada de alimentos y medicinas, el Gobierno nacional argumentó que la asistencia era una violación de la soberanía. La sacudida tuvo sus réplicas en Santa Elena de Uairén, la última ciudad venezolana hacia la frontera. En la balacera y durante los meses posteriores, murieron cuatro indígenas de Kumarakapay. La primera fue Zoraida, prima hermana de Juvencio.
Entre los días 23 y 24 de febrero, alrededor de 1.000 indígenas pemón huyeron y se refugiaron en Tarao Parú, una comunidad indígena brasileña.
Nueve meses después, ocurrió la llamada Operación Aurora, la toma del fuerte militar Mariano Montilla de Luepa, también sobre la Troncal 10, y la extracción de un lote de armas.
La operación fracasó. Algunos de los responsables adscritos a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) huyeron y los 13 indígenas que participaron fueron detenidos y trasladados a la sede de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim) y luego a la cárcel Rodeo II, en Guatire, estado Miranda, a 1.148 kilómetros de distancia. Uno de ellos, Salvador Franco, murió en prisión con tuberculosis. Los otros 12 fueron liberados y regresaron a su comunidad. Juvencio Gómez, a quien se le asoció al hecho por su condición de líder a pesar de que él descarta ese vínculo, sigue en el exilio.
Tarao Parú es una comunidad indígena taurepán dentro de la demarcación correspondiente a la Tierra Indígena de San Marcos, en Brasil, justo en la frontera con Venezuela. Colinda con la comunidad de Maurak, comunidad indígena pemón taurepán en el lado venezolano.
Tarao nació en 2004, cuando se asentó en ese espacio una familia, no más de siete personas. La comunidad creció sobre el extremo sur de la gran meseta que es la Gran Sabana, justo donde comienza la selva, rica en cacería y tierras fértiles. Warliana Alves, agente de la Secretaría de Salud Indígena (Sesai), dijo que —hasta febrero de 2023— habitaban allí 934 personas; al menos 600 son indígenas provenientes de suelo venezolano.
Alves explica que la Sesai exige a sus usuarios el carnet del Sistema Único de Salud brasileño y el registro en el censo de pobladores que realiza la secretaría. Al cumplir con ambas exigencias, la persona tiene acceso a asistencia médica, vacunas, orientación nutricional, psicológica y fisioterapia. Las dolencias más frecuentes son gripe, fiebre, tos, diarrea, asma y bronquitis. Los ancianos padecen sobre todo de diabetes e hipertensión. Asegura que desde hace cinco años no tienen casos de tuberculosis.
Pero recuerda que, tras el traslado del cuerpo de Salvador Franco a Gran Sabana, Siria Sosa, una de las personas de Kumarakapay, que jamás entró al sitio de reclusión, se contagió de tuberculosis. Después, murió en la ciudad de Boa Vista, donde fue atendida.
Médicos Sin Fronteras visitó la comunidad en los últimos años para reforzar la atención médica, vacunaciones y planificación familiar, debido al aumento de la población por migración y refugio y las secuelas de la pandemia. La comunidad teme que la asistencia cese, pues el equipo que visitaba esta y otras comunidades cercanas, atendiendo un promedio de 40 personas por día, durante dos días, cada mes, cierra el proyecto y se prepara para dirigirse al territorio yanomami, amenazado por la proliferación de la minería.
Incluso para los ancianos, regularizar la situación migratoria es un proceso seguro, factible, pero lento que inicia con la revisión y actualización de la tarjeta de vacunación, revisión de documentos requeridos, toma de fotografías y huellas, obtención del protocolo que sirve de comprobante hasta que la persona reciba su cédula de identidad, trámite del Registro de Persona Física (CPF) y SUS. Son al menos dos días de diligencias.
Antes de la migración masiva (2016) y de los hechos de Kumarakapay (2019), los habitantes de Santa Elena de Uairén y comunidades indígenas pemón acudían al Puesto de Salud en Pacaraima o eran trasladados desde el Hospital Rosario Vera Zurita, desde Santa Elena a Boa Vista, cuando necesitaban un especialista, intervenciones quirúrgicas o cuidados intensivos. La atención era fluida, las exigencias flexibles, aunque el personal de salud solicitaba el cartón SUS, atendía a los pacientes que no lo tenían y no exigían la regularización migratoria.
Lo que ha cambiado con la migración masiva de venezolanos a través de esta frontera terrestre es la cantidad de venezolanos que ahora requieren atención, tanto en Pacaraima como en Boa Vista, y las exigencias de los centros de salud brasileños para brindarles atención. Todos deben regularizar su situación migratoria: gestionar refugio o residencia y su cartón SUS.
Jaciara Costa Da Silva, directora del Puesto de Salud de Pacaraima, dice que después de la pandemia, el equipo a su cargo perdió el control, es decir, la posibilidad de llevar el registro de las atenciones, de saber cuántos pacientes son venezolanos y cuántos extranjeros. Lo que se sabe es que a diario atienden 40 pacientes, 20 en la mañana y 20 en la tarde, todos venezolanos, los brasileños dejan de venir porque no hay chance para ellos.
Ese aumento de la demanda, explica, devino en fallas: El día 18 de agosto de 2023 ese centro llevaba dos días sin dipirona, ibuprofeno ni jarabe para la tos, medicamentos de indicación frecuente. Además, desde febrero de 2023, se inició la reconstrucción del Hospital Delio Oliveira Tupinambá de Pacaraima. Por ahora, el personal del hospital atiende en las antiguas instalaciones del puesto de salud. En la Emergencia hay un cartel que dice Sólo urgencias y emergencias, no renovamos recetas ni revisamos exámenes médicos.
Lisa Henrito, capitana de la comunidad de Maurak, acompañó a su mamá a Boa Vista —en octubre de 2023— para que se operara de catarata en uno de sus ojos. La operación fue en una clínica privada que trabaja para el Sistema Único de Salud de Brasil. Lisa cuenta que los procesos en los centros de salud han cambiado: Antes no era así, uno llegaba y había un caso muy especial, había que hacer muchas cosas puntuales, pero era rápido. Ya eso no es así. Para poder acceder a todo tienes que tener todos los documentos brasileños.-
Morelia Morillo – Correo del Caroní