El papa en Epifanía: «Ideologías eclesiásticas, ¡no!»
Clamor de Francisco, que alerta de la división en la Iglesia y pide poner a Dios en el centro
En su homilía en la misa de la Solemnidad de la Epifanía del Señor, que presidió esta mañana en la basílica de San Pedro, Francisco invitó a fijarse en los ojos, los pies y el corazón de aquellos Magos llegados de Oriente para observar cómo los tenían fijos en el cielo, firmes sobre la tierra y postrado en adoración
«El Dios que viene a visitarnos no lo encontramos permaneciendo quietos en alguna bella teoría religiosa, sino poniéndonos en camino, buscando los signos de su presencia en las realidades de cada día y, sobre todo, encontrando y tocando la carne de los hermanos»
«Si vivimos encerrados en el estrecho perímetro de las cosas terrenales, si marchamos con la cabeza baja, rehenes de nuestros fracasos y remordimientos, si estamos hambrientos de bienes y consuelo mundano en lugar de ser buscadores de luz y amor, nuestra vida se apaga»
«Como los Magos, levantemos los ojos al cielo, pongámonos en camino en busca del Señor e inclinemos el corazón en adoración. Y pidamos la gracia de no perder nunca el ánimo, la valentía de ser buscadores de Dios, hombres de esperanza, soñadores intrépidos que escrutan el cielo y caminan por los senderos del mundo para llevar a todos la luz de Cristo, que ilumina a cada uno de los hombres».
Ese fue el broche con el que terminó el papa Francisco su homilía en la misa de la Solemnidad de la Epifanía del Señor, que presidió esta mañana en la basílica de San Pedro, y en la que invitó a fijarse en los ojos, los pies y el corazón de aquellos Magos llegados de Oriente para observar cómo los tenían fijos en el cielo, firmes sobre la tierra y postrado en adoración.
Fue el camino elegido por Jorge Mario Bergoglio para invitar a toda la Iglesia a no caer en la tentación del ensimismamiento, para seguir la senda de aquellos sabios que «no viven mirando la punta de sus pies, replegados sobre sí mismos, prisioneros de un horizonte terreno, arrastrándose en la resignación o en la queja».
«Si vivimos encerrados en el estrecho perímetro de las cosas terrenales, si marchamos con la cabeza baja, rehenes de nuestros fracasos y remordimientos, si estamos hambrientos de bienes y consuelo mundano en lugar de ser buscadores de luz y amor, nuestra vida se apaga», sentenció Francisco.
Una mirada a lo alto, prosiguió el Pontífice, para que la fe «no se reduzca a un conjunto de prácticas religiosas o a un hábito exterior»; y necesaria también esa visión «en la Iglesia, donde, en lugar de dividirnos según nuestras ideas, estamos llamados a poner a Dios en el centro. Él, y no nuestras ideas o nuestros planes». «Ideologías eclesiásticas, ¡no!; vocación eclesial, ¡sí!», destacó el Papa.
«Recomencemos desde Dios, busquemos en Él la valentía para no detenernos ante las dificultades, la fuerza para superar los obstáculos, la alegría para vivir en la comunión y en la concordia», incidió el Papa, quien también advirtió de que «el don de la fe no nos es dado para quedarnos mirando el cielo (Hch 1,11), sino para avanzar por los senderos del mundo como testigos del Evangelio».
En este sentido, aseguró que «el Dios que viene a visitarnos no lo encontramos permaneciendo quietos en alguna bella teoría religiosa, sino poniéndonos en camino, buscando los signos de su presencia en las realidades de cada día y, sobre todo, encontrando y tocando la carne de los hermanos».
«Esto es importante -quiso subraya el Papa-: encontrar a Dios en carne y hueso, en los rostros con los que nos cruzamos cada día, especialmente los de los más pobres».
Homilía del Papa
Los Magos emprenden un viaje en busca del Rey que ha nacido. Ellos son imagen de los pueblos en camino en busca de Dios, de los extranjeros que ahora son conducidos al monte del Señor (cf. Is 56,6-7), de los lejanos que ahora pueden oír el anuncio de la salvación (cf. Is 33,13), de todos los que están extraviados y sienten la llamada de una voz amiga. Porque ahora, en la carne del Niño de Belén, la gloria del Señor se ha revelado a todas las gentes (cf. Is 40,5) y «todo hombre verá la salvación de Dios» (Lc 3,6).
Observemos a estos sabios que vienen de Oriente y detengámonos en tres aspectos: ellos tienen los ojos fijos en el cielo, los pies sobre la tierra, el corazón postrado en adoración.
Ante todo, los Magos tienen los ojos fijos en el cielo. Están imbuidos por la nostalgia del infinito y su mirada es atraída por los astros celestes. No viven mirando la punta de sus pies, replegados sobre sí mismos, prisioneros de un horizonte terreno, arrastrándose en la resignación o en la queja. Ellos levantan la cabeza para esperar una luz que ilumine el sentido de su vida, una salvación que viene de lo alto. Y así ven surgir una estrella, la más luminosa de todas, que los atrae y los pone en camino. Esta es la clave que revela el verdadero significado de nuestra existencia: si vivimos encerrados en el estrecho perímetro de las cosas terrenales, si marchamos con la cabeza baja rehenes de nuestros fracasos y remordimientos, si estamos hambrientos de bienes y consuelo mundano en lugar de ser buscadores de luz y amor, nuestra vida se apaga. Los Magos, que también son extranjeros y todavía no han encontrado a Jesús, nos enseñan a mirar hacia lo alto, a tener la vista fija en el cielo, a levantar los ojos hacia los montes de donde nos vendrá la ayuda, porque nuestra ayuda viene del Señor (cf. Sal 121,1-2).
¡Hermanos y hermanas, los ojos fijos en el cielo! Necesitamos tener la mirada levantada hacia lo alto, también para aprender a ver la realidad desde arriba. Lo necesitamos en el camino de la vida, para hacernos acompañar de la amistad del Señor, de su amor que nos sostiene, de la luz de su Palabra que nos guía como estrella en la noche. Lo necesitamos en el camino de la fe, para que no se reduzca a un conjunto de prácticas religiosas o a un hábito exterior, sino que se convierta en un fuego que nos quema por dentro y nos hace buscadores apasionados del rostro del Señor y testigos de su Evangelio.
Lo necesitamos en la Iglesia, donde, en lugar de dividirnos según nuestras ideas, estamos llamados a poner a Dios en el centro. Él, y no nuestras ideas o nuestros planes. Recomencemos desde Dios, busquemos en Él la valentía para no detenernos ante las dificultades, la fuerza para superar los obstáculos, la alegría para vivir en la comunión y en la concordia.
Los Magos también tienen los pies sobre la tierra. Ellos se ponen en camino a Jerusalén y preguntan: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2). El astro que brilla en el cielo los envía a recorrer los caminos de la tierra; levantando la cabeza hacia lo alto son empujados a descender hacia lo bajo; buscando a Dios son invitados a encontrarlo en el hombre, en un Niño que yace en un pesebre, porque Dios que es lo infinitamente grande se ha revelado en este pequeño, infinitamente pequeño.
Hermanos y hermanas, ¡los pies sobre la tierra, y en camino! El don de la fe no nos es dado para quedarnos mirando el cielo (Hch 1,11), sino para avanzar por los senderos del mundo como testigos del Evangelio; la luz que ilumina nuestra vida, el Señor Jesús, no nos es dada sólo para ser consolados en nuestras noches, más bien para abrir destellos de luz en las densas tinieblas que envuelven tantas situaciones sociales; el Dios que viene a visitarnos no lo encontramos permaneciendo quietos en alguna bella teoría religiosa, sino poniéndonos en camino, buscando los signos de su presencia en las realidades de cada día y, sobre todo, encontrando y tocando la carne de los hermanos. Los Magos buscan a Dios y encuentran un Niño en carne y hueso. Esto es importante: encontrar a Dios en carne y hueso, en los rostros con los que nos cruzamos cada día, especialmente los de los más pobres. Los Magos, en efecto, nos enseñan que el encuentro con Dios nos abre a una esperanza más grande, que nos hace cambiar estilo de vida y nos hace transformar el mundo; como afirmó Benedicto XVI: «Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, y los hombres se arruinan a sí mismos y al mundo. […] Por esto, hacen falta hombres que alimenten una gran esperanza y posean por ello una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella, y que supieron arrodillarse ante un Niño y ofrecerle sus dones preciosos» (Benedicto XVI, Homilía, 6 enero 2008).
Por último, los Magos tienen el corazón postrado en adoración. Miran a la estrella en el cielo, pero no se refugian en una devoción separada de la tierra; emprenden el viaje, pero no vagan como turistas sin rumbo. Ellos llegan a Belén y, cuando vieron al Niño, «se postraron y lo adoraron» (Mt 2,11). Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra. «Con sus ofrendas místicas predican los Magos al que adoran: con el oro, como rey; con el incienso, como Dios, y con la mirra, como hombre mortal» (S. Gregorio Magno, Homilía X en el día de la Epifanía, 6). Un rey que vino a servirnos, un Dios que se hizo hombre, que tiene compasión de nosotros, sufre con nosotros y muere por nosotros. Ante este misterio, estamos llamados a inclinar el corazón y doblar las rodillas para adorar: adorar al Dios que viene en la pequeñez, que habita la normalidad de nuestras casas, que muere por amor. El Dios «al que los cielos abiertos mostraban con las señales de los astros» se dejaba encontrar «en un estrecho establo, para que, aunque impedido a causa de sus miembros infantiles y envuelto en pañales de niño, lo adorasen los magos y lo temiesen los malos» (S. Agustín, Sermón, 200,1). Redescubramos el gusto de la oración de adoración. Reconozcamos a Jesús como nuestro Dios y Señor y ofrezcámosle los dones que tenemos, pero sobre todo el don que somos, nosotros mismos.
Hermanos y hermanas, como los Magos, levantemos los ojos al cielo, pongámonos en camino en busca del Señor e inclinemos el corazón en adoración. Y pidamos la gracia de no perder nunca el ánimo, la valentía de ser buscadores de Dios, hombres de esperanza, soñadores intrépidos que escrutan el cielo y caminan por los senderos del mundo para llevar a todos la luz de Cristo, que ilumina a cada uno de los hombres.
José Lorenzo/RD