Unidad
Al hombre de hoy le falta unidad personal. Unidad de vida. Hay una bipolaridad casi colectiva. Demócratas déspotas en la vida familiar. Católicos en el templo, pero no en la vida política y pública...
Alicia Álamo Bartolomé:
Unidad es una bonita palabra. En mi filología particular, significa unir y dar. Porque en toda unión hay una fuerza -“la fuerza es la unión”- que impele hacia afuera, hacia el otro. La unidad no es egocéntrica, sino todo lo contrario, es una fuerza centrífuga, como el amor. El ejemplo mayor de unidad lo tenemos en el misterio básico y central de nuestra fe: la Santísima Trinidad. Dios Uno y Trino. Dios estaba completo, nada más necesitaba en la eternidad, pero se desbordó el amor y creó el tiempo y el universo, la Creación. La humanidad, compuesta de animales racionales, es la obra cumbre de esta Creación, tanto, que Dios la hizo a imagen y semejanza suya, con un don inconmensurable: la libertad. Pero el hombre no ha sabido aprovecharla.
En el mundo no hay unidad. Todo lo contrario. Pueblos contra pueblos enfrascados en conflictos milenarios que no se extinguen, sino que se avivan con el paso de los años. Es más, naciones divididas por intransigencias regionales, culturales o políticas. Guerra civil, la más amargas de las guerras porque es entre hermanos. Peleas familiares por herencias y ambiciones económicas. En fin, desuniones en el orbe, los países, las sociedades y las familias. La unidad es una falacia, una utopía.
Y sin embargo, clamamos por ella. Sabemos muy bien que sin unidad no se alcanzarán ciertas metas. Es un conocimiento estéril, porque la desunión continúa. Un ejemplo es nuestra Venezuela y su oposición dividida. Ni siquiera se puede decir así, porque nunca estuvo unida. Hemos tenido oposiciones al gobierno, pero no la Oposición con mayúscula. Sólo las con minúscula, más o menos combatientes del régimen, pero sobre todo complacientes, en busca de intereses y posiciones en un futuro inmediato. Salvo la rara excepción de María Corina Machado, en quien, por su coherencia, perseverancia y coraje, tenemos puesta la esperanza.
Y es que al hombre de hoy le falta unidad personal. Unidad de vida. Hay una bipolaridad casi colectiva. Demócratas déspotas en la vida familiar. Católicos en el templo, pero no en la vida política y pública. Defensores de la vida animal y vegetal, pero no de los niños no nacidos. Es una vergüenza que se combata y se castigue el crimen, pero no el asesinato del aborto. Una civilización que se ensaña contra las criaturas más inocentes, pero se atreve a combatir la pena de muerte para los criminales adultos. Pueblos que están dictando leyes en contra de ellos mismos: legalizan y propician el aborto, mientras su tasa de natalidad disminuye peligrosamente. Es más, que se están dejando invadir por pueblos con culturas y religiones diferentes, que no controlan la natalidad, sino que la propician y los autóctonos se van convirtiendo en minoría. Francia y España son un ejemplo, pronto serán naciones musulmanas.
Se da la ironía en los pueblos que pagan impuestos al Estado, parte de los cuales éste, preocupado por la baja natalidad, emplea para contrarrestarla, dando dinero a los padres por cada niño que traigan al mundo, ¡y esta ayuda la gozan justamente los inmigrantes! En Francia -sirva otra vez como ejemplo- hay padres musulmanes que no trabajan: viven del subsidio concedido para los hijos. Menudo negocio. Ya debe haber en las tierras galas más mezquitas que iglesias. La orgullosa cultura occidental cristiana se deja avasallar por una de fanáticos primitivos.
Es triste. Unidad debería ser sinónimo de humanidad, porque ésta está compuesta de los hijos de Dios, sin distinción de razas, colores, religiones u otras discriminaciones injustas. Unidad en el amor a un Padre común, el respeto a sus leyes que garantizan la convivencia, la justicia y la paz.
Hoy, 25 de enero, es el último día del Octavario por la Unidad de los Cristiano, que celebra la Iglesia todos los años. Termina, justamente, en el día de la conmemoración de la Conversión de San Pablo. Recordemos el episodio. Saulo de Tarso iba camino de Damasco en busca de cristianos para llevarlos presos a Jerusalén. Saulo era un celoso defensor de su religión judía. De pronto, cayó sobre sus pies por una luz enceguecedora y una voz: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? En ese instante nació el Apóstol de los Gentiles, el primer gran teólogo del cristianismo. Un cambio de nombre -de Saulo a Pablo- y un giro total a su vida: de perseguidor feroz de una doctrina, a ferviente apóstol de la misma.
Sólo Dios es capaz de cambiar a los hombres de esa manera. Por eso debemos pedirle un camino de Damasco para tantos hermanos nuestros confundidos en su vida, que hacen daño a los demás propagando y practicando doctrinas de odio y muerte. Es la hora de lanzarse con ahínco a rescatar al mundo para unirlo en el Amor.-