Tener razón
Afirmar que el valor, bueno o malo, de las acciones dependerá del contexto, tal y como yo lo asuma. Solo cabe triunfar, si impongo mis razones; o declararme víctima, si son rechazadas. ¿Cómo habrá paz? Solo se piensa en la dominación, si es necesario hasta el exterminio o la ruina del otro
Rafael Tomás Caldera/La Gran Aldea:
En un singular libro de “sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo”, el Juan de Mairena, Antonio Machado presenta al escéptico, a quien se objeta su afirmación de que no hay verdades porque encierra contradicción (al menos, una autocontradicción performativa). Con mucha agudeza, Machado sugiere entonces que “la gracia del escéptico consiste en que los argumentos no le convencen”.
Acaso sea una desgracia, porque esa condición de no ser convencido por argumentos en que se encuentra es más bien una enfermedad existencial. San Agustín, que pasó por ello, así la describe: desperation verum inveniendi. La desesperanza de alcanzar alguna verdad1. Perder la esperanza es una caída. Nadie emprende el camino si sabe -o piensa- que no ha de llegar a la meta. Pero estamos en camino, la verdad es el norte de nuestra vida y la esperanza nos sostiene en el esfuerzo. En el caso de San Agustín, su curación vino por haber encontrado, más adelante en su trayectoria, algo indubitable. Con anterioridad de siglos, pudo decir: si enimfallor, sum: si me equivoco, soy2.
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Nos hallamos hoy en una generalizada situación de relativismo escéptico y, sin embargo, la gente argumenta. No solo razona, quiere tener razón.
Dirá quizá, con la cara tan lavada, como la renunciada rectora de Harvard, que todo “depende del contexto” (al modo tal vez de una ética de la situación). Esto es, que pedir a gritos en el campus universitario la muerte de los judíos sería aceptable según el contexto. Lo cual, ofrecido como respuesta válida a una pregunta al respecto, en su interpelación en el Congreso, no deja de ser un sorprendente ejercicio de argumentación.
¿Es una respuesta válida?, ¿el contexto justificaría un pogromo, como se proponía?
Acaso ocurre en este caso, y en tantos otros semejantes, aquello que apuntaba Newman: “cuando los hombres no ven comienzan a razonar”. Y añade algo en lo cual coincide con Ortega y Gasset: “cuando los hombres no ven se ponen a hablar ruidosamente”3.
Gritan los estudiantes, fundidos en una masa impersonal. Y sus gritos impiden todo verdadero diálogo, sustituido por una confrontación de fuerzas. Levantan la voz los graves contertulios, que debaten acerca de algún problema en uno de tantos programas de televisión que se pueden ver en Internet, y no hay entonces manera de saber lo que dicen puesto que hablan todos a la vez.
“Nos hallamos hoy en una generalizada situación de relativismo escéptico y, sin embargo, la gente argumenta. No solo razona, quiere tener razón”
Las “razones” esgrimidas resultan una máscara de sus preferencias, preferencias que no son capaces de justificar porque han adherido a ellas sin pasarlas por la criba de la verdad. “Cuando el corazón se extravía -insiste Newman- también se extravía la razón”.
De alguna manera, lo presentado corresponde a lo que sienten -indignación, apego a algo determinado, desprecio-, que parece justificar sus afirmaciones. El problema se sitúa entonces en el terreno de ese asentimiento radical y esa adhesión a proposiciones que no son verdaderas, sino a lo sumo tan solo en parte.
Así, la persona cree ver y, a diferencia del escéptico puro, que calla, se erige en una suerte de truth possessor, poseedor de la verdad, al punto de reclamar para sí toda legalidad. ¿No es lo que ocurre en esas grandes universidades donde se ha cancelado de hecho la libertad de cátedra?
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Al situar la cuestión en el asentimiento tocamos el lado afectivo del problema. En esa sustitución del sentido común por la ideología, la afectividad de la persona está en la raíz.
Partamos entonces, con Aristóteles, de la base de que “todos los hombres desean por naturaleza saber”4. En ello mismo, desear saber es desear la verdad puesto que, propiamente hablando, no hay conocimiento erróneo. Podemos decir así que la razón está hecha para la verdad y, por consiguiente, que la verdad es el bien del entendimiento.
Si se pregunta, como en aquella anécdota que narra Chesterton de un niño que ve escrita la frase “¿qué es la verdad?”, se puede responder, como fue el caso: “Oh, esa pregunta es fácil. Sé lo que es la verdad. Es decir las cosas correctamente (rightly)”5.
De un salto, aquel niño había visto lo que dirían los filósofos. Anselmo, justamente, caracteriza la verdad como una rectitud perceptible solo por la mente6. Y Aristóteles afirma que hay verdad cuando se dice que lo que es, es y lo que no es, no es7.
Bien del entendimiento, deseado por naturaleza, la verdad es objeto de nuestro amor originario. Con gran penetración, San Agustín nos trae a los términos más hondos de nuestro problema. Dice8: “de tal modo se ama la verdad, que todos los que aman otra cosa, quieren que lo que ellos aman sea la verdad; y como no querrían engañarse, no quieren se les convenza de que están engañados”.
Los seres humanos no se limitan a argumentar: quieren que lo dicho por ellos sea aceptado como verdad.
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Pero, “toda demostración se dirige al discurso interior del alma”, nos recuerda Aristóteles en los Analíticos posteriores9.
Este discurso interior se nutre de algunas certezas, que forman parte de lo que se ha llamado en el tiempo ‘sentido común’. Entre esas, primero, la conciencia del ser real y de la propia existencia. Como veíamos, si me equivoco, soy. Con ella, puedo decir de inmediato que soy, que conozco, que quiero10. Y enseguida, como hemos dicho más arriba, que decir la verdad es decir lo que es. Por consiguiente, que no puedo afirmar y negar lo mismo al mismo tiempo.
Estas verdades fundamentales -digamos con Ortega- “han de estar siempre a la mano, porque solo así son fundamentales”11.
Ante el discurso interior no vale argumentar que el ser humano es lo supremo, ni siquiera bajo la pretensión de que su libertad sea absoluta y, por ello, que dependa de uno mismo definir quién es y cómo es. O afirmar que el valor, bueno o malo, de las acciones dependerá del contexto, tal y como yo lo asuma.
En otros términos, que verdad será lo que yo afirme.
El sentido común quedaría cancelado por mi postura voluntarista. Tendríamos que decir con Chesterton que la soberbia (pride) consiste en que un hombre haga de su personalidad la única medida (test), en lugar de tomar como medida la verdad. Es la hybris,esa desmesura que desvía el amor originario del ser humano y lo lleva a existir en falsedad.
En tales situaciones, reducido el amor a la verdad a un llamar ‘verdad’ a lo que prefiero, se destruye la posibilidad del diálogo: solo cabe que el otro acepte nuestras afirmaciones. Si no hay algo común -los principios invariables-, anterior a la comunicación y al intercambio de razones, no hay tampoco medida para aceptar o descartar nada ni, por ello, posibilidad de acuerdo. Solo cabe triunfar, si impongo mis razones; o declararme víctima, si son rechazadas.
Acaso uno de los ejemplos más patentes lo tenemos en el ámbito internacional, con los discursos que envuelven los continuos conflictos, y donde se puede llegar a pensar, por obra de la realpolitik, que todo (everything) lo que se dice y hace es en realidad acerca de otra cosa (is about something else). ¿Cómo habrá paz? Solo se piensa en la dominación, si es necesario hasta el exterminio o la ruina del otro.
Pero también en la vida académica, con la introducción de puntos de vista hermenéuticos que dejan de lado la pregunta crítica acerca de la verdad de lo planteado. Collingwood afirma12, con razón, que ello ha de ser el paso decisivo en la comprensión de un texto -que valga la pena ser leído- puesto que quien escribió aquello lo hizo persuadido de que decía la verdad.
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En medio de esta situación, en la cual se ha procurado envenenar las limpias aguas de la razón, ¿dónde encontrar remedio?
Oigamos la admonición de San Agustín: no quieras ir fuera; entra dentro de ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad13. Entra dentro de ti mismo. No cabe engaño ante el discurso interior de la razón, cuya luz es la verdad misma -la rectitud perceptible por la mente-. Con esa luz, que alimenta nuestro amor originario de la verdad, se pueden poner de lado las máscaras. Reconocer entonces que lo afirmado no era verdadero (o solo en parte), que lo hecho no era correcto.
La interrogación socrática nos sirve de modelo. Porque se trata de ese examen de la vida que propugnaba el maestro, necesario para preservar la rectitud de la conciencia. Para despojar el amor a la verdad, radical en nuestra naturaleza, de esas adherencias injustificadas que nos han conducido a falsas posturas.
Mas, ¿qué ocurre si hay en la persona un endurecimiento tal que no le permite rectificar: que no quiere rectificar?
Ha ocurrido muchas veces. Ocurre muchas veces hoy día.
Aman la verdad cuando resplandece, ódianla cuando los reprende: cuando los deja al descubierto14.
Sócrates será acusado y condenado a muerte. El “poseedor de la verdad” puede llegar al asesinato, ciertamente a la anulación de la carrera académica de aquella persona cuya palabra o cuya conducta lo pone en cuestión.
Sin embargo, Sócrates vivía abierto y en tensión al fundamento trascendente de la existencia. Afirma así que solo Dios es sabio. Sabía, por tanto, que Dios, no el hombre, es la medida de todas las cosas. Su muerte solo daría testimonio de la verdad.-
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(1)ConfesionesVI, 1, 1.
(2)De Civitate Dei XI, 26.
(3)Sermones católicos, Madrid, Rialp, 1959, p. 154.
(4)Metafísica A, 1.
(5)Citado por Dale Ahlquist, en The Complete Thinker, version digital.
(6)De veritate, 11.
(7)Metafísica IX, 10.
(8)Confesiones X, 23, 34.
(9)I, 10.
(10)De Trinitate
(11)Unas lecciones de metafísica, Alianza, 1981, Lección II, p. 34.
(12)“Philosophy as Literature”, n. 18. En:An Essay on Philosophical Method, Oxford, 1933.
(13)De vera religione 39, 72.
(14)cf. Confesiones, X, 23, 34.