San Gabriel de la Dolorosa, patrono de la juventud
Cada 27 de febrero se celebra la fiesta de San Gabriel de la Dolorosa, conocido también como Gabriel de la Virgen de los Dolores, religioso pasionista italiano fallecido en 1862 a los 23 años. San Gabriel, junto a San Luis Gonzaga, ostenta el título de “Patrono de la Juventud”.
Gabriel fue un joven ejemplar que supo renunciar a las vanidades del mundo y poner toda su confianza en la Virgen María, Madre de todos. Además, como lo atestiguan sus últimas palabras, expresadas con su último aliento, Gabriel fue fiel devoto de la Sagrada Familia. El joven santo se despidió de este mundo diciendo: “Jesús, José y María, expire en paz, con vosotros, el alma mía”.
Hijo de Asís, hijo de San Francisco
El nombre de pila de San Gabriel fue Francisco Possenti. Fueron sus padres quienes eligieron ponerle “Francesco” en honor a San Francisco de Asís, ya que su hijo había nacido en la misma ciudad que el célebre santo italiano. Al momento del alumbramiento, los Possenti se encontraban de paso por Asís debido a las actividades del padre de Francesco, solvente comerciante que fungía al mismo tiempo de embajador de los Estados Pontificios.
El pequeño ‘Francesco’ arribó a este mundo el 1 de marzo de 1838. Fue bautizado días después en la misma pila bautismal en la que fueron bautizados San Francisco y Santa Clara. El pequeño Possenti era el undécimo de trece hermanos. Penosamente, quedaría huérfano de madre a los cuatro años, por lo que su crianza quedó en manos de su padre y sus hermanos mayores.
Un chico como cualquier otro
A Francisco Possenti lo caracterizaba su buen talante y un corazón afectuoso. A medida que iba creciendo, crecía también su sensibilidad y la conciencia del sufrimiento de tanta gente a su alrededor. Si algo le apretaba el corazón era ver gente abatida por la pobreza o el abandono.
No obstante, como le sucede a muchos, Francisco se las arregló para enfriar la llama de la compasión que ardía en su interior. Durante la adolescencia se convirtió en un jovencito bastante frívolo y vanidoso, de esos que les encanta vestirse a la moda y gastar dinero en finos atuendos y cosas superfluas.
A la par, gustaba mucho del teatro -al que asistía con frecuencia-, las novelas románticas y el baile, quizás su pasión más grande. Claro, habría que tomar en cuenta que, en muchos sentidos, no había mucho de extraordinario en su forma de vivir. Francisco era, si se quiere, como cualquier otro joven acomodado.
Aun así, el jovencito cumplía fielmente con el precepto dominical y mantenía una devoción sentida a la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Dolores. En casa guardaba con cariño una imagen de la “Piedad” de Miguel Angel, que contemplaba de vez en cuando y que adornaba con flores.
Quién sabe si estas formas de trato con Dios y la Virgen eran las maneras como Francisco había aprendido a acallar las voces del compromiso, o de sentirse ‘un chico bueno’. Había sido, primero, alumno de los Hermanos de las Escuelas Cristianas (Los Hermanos de La Salle) y después pasó al colegio de los jesuitas, con quienes hizo el liceo clásico. Francisco fue un buen estudiante y destacó siempre por su liderazgo y personalidad.
La llamada
A los 17 años se le pasó por la cabeza, por primera vez, la idea de ser sacerdote, pero no lo consideró con seriedad hasta el día que enfermó gravemente. Creyendo que moriría, prometió al Señor hacerse religioso si se salvaba. Dios hizo su parte, y el chico se recuperó, pero olvidó su promesa casi de inmediato.
Al tiempo, Francisco cayó nuevamente enfermo aunque, en esta oportunidad, se encomendó al entonces beato jesuita Andrés Bobola. Al recobrar la salud, consideró nuevamente ser religioso, pero otra vez se dejó llevar por las distracciones de la vida mundana, postergando sus inquietudes espirituales.
Un día, practicando cacería, Francisco se tropieza y se dispara accidentalmente un tiro que le roza la frente. El suceso lo dejó perplejo. Entonces entra de nuevo en un periodo de reflexión y decide darle un giro definitivo a su vida. Está convencido de que lo que pasó fue un aviso del cielo y una oportunidad más -quizás la última- de vivir intensa y plenamente la vida, no a su manera, sino a la de Dios.
Al poco tiempo, el joven retomó su discernimiento formalmente y llega a pensar que Dios lo estaba llamando efectivamente al sacerdocio. Entonces le comunica a su padre cuáles eran sus intenciones: quiere ingresar a una orden religiosa y entregarse a Dios. Su padre muestra su desacuerdo y rechaza de plano tal posibilidad.
Cuando renunciar es ganar
El 22 de agosto de 1856, durante la procesión de la “Santa Icone” (imagen mariana venerada en Spoleto, donde residía la familia Possenti en ese momento), Francisco fija la mirada en los ojos de la Virgen, y escucha en su corazón que la Madre de Dios le dice: «Tú no estás llamado a seguir en el mundo. ¿Qué haces, pues, en él? Entra en la vida religiosa».
Francisco tomó muy en serio lo dicho por la Virgen. Entonces, decide alejarse de su novia, María, e ingresa al noviciado pasionista ¡Quién podría presagiar en ese momento que aquella jovencita estaría años después presente en la ceremonia de beatificación de quien había sido su novio!
Incorporado a la Orden, Francisco recibe el hábito y toma por nombre “Gabriel de la Virgen Dolorosa”. La vida nueva que Dios le estaba regalando en ese momento fue lo que lo impulsó a escribir alguna vez: «La alegría y el gozo que disfruto dentro de estas paredes son indecibles».
En 1857, el Hermano Gabriel hizo su profesión religiosa. Su vida en el convento transcurrió con naturalidad, con las dificultades y alegrías propias de todo hombre o mujer que se consagra a Dios. Por ejemplo, no le resultó fácil controlar su fuerte temperamento o sus antiguos apegos; por lo que se propuso realizar algunas medidas sencillas para ayudarse.
A San Gabriel se le ocurrió reservar un pedacito del jardín para sembrar y cuidar flores expresamente para el altar. Aquel sencillo acto de amor constante, curaba muchas heridas e iba fortaleciendo su buen corazón.
Un tuberculoso en brazos de María
Gabriel fue enviado al convento pasionista de Isola del Gran Sasso. Allí, a sus 23 años, empezó a padecer de malestares continuos: se sentía cansado, sin fuerzas y tuvo su primera hemoptisis (expectoración de sangre proveniente de las vías respiratorias), a causa de la tuberculosis que había contraído. Sus hermanos pasionistas le dieron los cuidados debidos, sin embargo, el santo empeoró, aunque no perdió ni la serenidad ni el temple.
El 27 de febrero de 1862 solicitó su última confesión. Recibida la absolución, con los ojos dirigidos al cielo dijo: “Pronto, Mamá mía. María, Madre de gracia, Madre de misericordia, defiéndeme del enemigo y acógeme en la hora de la muerte”. Aquel día Gabriel partió de este mundo al encuentro de Dios Padre. Tenía solo 23 años.-
Aciprensa