Opinión

Ver el paisaje

Alicia Álamo Bartolomé:

De mi primer viaje a Europa en la primavera de 1954, tengo muchos recuerdos, pero para las intenciones de este artículo acudiré a dos. Tenía 28 años y el ímpetu de la juventud. Sólo así y con bastante inconsciencia, pude embarcarme en la aventura de ir de Hendaya a Roma, atravesando Francia y Suiza, manejando sola un vehículo francés -Citroën, creo recordar-, pues mis compañeras de viaje, mi madre y mi hermana Berenice, no sabían conducir automóviles y, en añadidura, con un solo idioma, el español, pues francés no sabía y el inglés sólo lo hablaba a lo Tarzán.

Después de la excursión por Francia entramos a Suiza. En Lausana, frente al lago Leman, nos proponíamos a cruzar Los Alpes por el paso del Simplón y llegar a Italia. Me recomendaron que no lo hiciera, que era peligroso, que fuera por el túnel. ¿Túnel? Habíamos venido a ver Los Alpes en el esplendor de sus paisajes, no a pasarlos por debajo. Yo no tenía, ni tengo, alma de lombriz sino de águila. Supongo que muchas de las aprensiones eran porque se trataba de una mujer al volante. En aquella época en Europa, había muy pocos vehículos circulando y mucho menos conducidos por mujeres. El joven conserje del hotel me sacó de dudas: era verano, hacía buen tiempo y, en todo caso, la estación meteorológica del lugar no me dejaría pasar si las condiciones climáticas eran adversas, como una tormenta de nieve, por ejemplo. Me lancé, pues, con mis compañeras, hacia el puerto montañero del Simplón. La carretera, bastante precaria, me parece recordar que no estaba asfaltada y había nieve a los lados. Las temibles curvas que me habían anunciado no eran mayor cosa frente a las de Sebastopol en la vieja carretera Caracas-Los Teques. De todas maneras, me sentí como César cuando cruzó el Rubicón, sobre todo por el recibimiento asombrado de los carabinieri en la frontera italiana, uno exclamó: “Una donna, molto coraggio!”

Mi otra experiencia de rebelión ante la imposibilidad de ver el paisaje, fue una tarde de domingo en la autopista Roma-Ostia. Íbamos en dos automóviles. Delante de mí y para mostrar el camino, Camillo Tosti, su esposa Italia Cupello -hermana de mi cuñada Myriam- y sus suegros Salvador y Josefa Menda de Cupello. Camillo, como buen italiano, conducía al estilo piloto de Fórmula 1. Yo sólo miraba la placa de su auto para no perderme. A mi lado y a igual velocidad, pasaban motos Vespa con familias enteras, no veía sino piernas. De repente me dije: “Pero yo vine a este país como turista, para gozar del arte y del paisaje, no a suicidarme en una autopista. Ciao, Camillo, nos veremos en Ostia. Ya sabré llegar”. Reduje la velocidad y empecé a gozar de la campiña italiana.

Y es que los seres humanos somos absurdos. En medio de la hermosa naturaleza que el Creador nos regaló, vivimos y pasamos sin verla. Nuestros afanes nos absorben. Corremos de un lado para otro por trabajo, compras, citas y compromisos que bien podríamos moderar y encontrar así un tiempo para ver el paisaje. No lo dejes para después, cuando cesen los afanes, cuando haya más tiempo. La gente dice “nunca es tarde”, te digo lo contrario: “siempre es tarde”. La vida es corta y no sabes si vivirás mañana. El presente es lo que cuenta. Si no te detienes hoy a escuchar el bello canto de una paraulata o ver los impresionantes arreboles del crepúsculo, no los encontrarás mañana, porque todo cambia. Detente, mira, escucha, huele, toca, gusta. Esto, en el mundo corpóreo, de lo sensible, de lo tangible. Pero hay otros mundos…

Quizás estamos más atentos al mundo material que al espiritual. El hombre se aferra a lo que toca, lo que palpa, por un lado y, por otro, a lo que racionalmente entiende. Dotado por Dios de la inteligencia y la razón, se ha aferrado a éstas, a la ciencia, como único medio de conocer su mundo, el porqué de su existencia y la verdad. Niega la fe, que es una inteligencia superior “sustancia de las cosas que se esperan, argumento de lo que no se ve” (Hebreos, 11, 1). La fe va más allá de la razón porque descubre lo invisible, da a entender con el corazón. A los que no tienen fe les falta la dimensión luminosa del ser. Son los que no se asoman por el ventanal del alma a ver el vasto paisaje del espíritu.

Los mortales no podemos ver a Dios sin morir, como no podemos ver el sol sin cegarnos. Sin embargo, tanto Dios como el sol están ahí. Dios nos resulta un abismo de oscuridad, justamente, por ser todo luz, no podemos verlo sino a través de la fe, que es como el plato de la luna frente al sol en el eclipse; cuando lo miramos directamente, sólo podemos ver la luminosidad que se escapa del negro círculo lunar. Así, a través de la luz negra de la fe, contemplamos a Dios.

Nos dejamos de asomar al panorama del espíritu por caducas convicciones, diría más bien aberraciones, de ateos y agnósticos que han envenenado a la humanidad al mutilarla de la dimensión luminosa de la fe. Respetemos todas las religiones en su búsqueda válida de la verdad y la trascendencia. Creo sinceramente que la verdadera es la mía, con Jesucristo a la cabeza de la Iglesia que él mismo fundó y ha mantenido con su vicario Pedro en la línea ininterrumpida de sumos pontífices hasta hoy; muestra de la solidez de su verdad. Pero saldría a defender con ardor la libertad religiosa en mi país y en el mundo. Lo contrario sería ir contra el maravilloso don de la libertad que el mismo Dios nos concedió.

Termino con un pensamiento del gran poeta y filósofo bengalí, Premio Nobel de Literatura 1913, Rabindranath Tagore, que quizás es una síntesis de lo que he querido expresar en este artículo: “No te detengas a escuchar los ruidos del momento que perderás la música de lo eterno”.-

El Impulso

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