¿Hay una vida eterna?
Rafael María de Balbín:
Una pequeña parte de nuestra vida se desarrolla aquí en la tierra. Desde que somos engendrados hasta que morimos. Después comienza la etapa más larga. “La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 207).
Cuando llegamos a la aduana, nos van a revisar el equipaje. El llamado juicio particular. “Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al infierno” (Idem, n. 208).
Deseamos con esperanza un destino feliz. “Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación, son reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a Dios «cara a cara» (1 Co 13, 12), viven en comunión de amor con la Santísima Trinidad e interceden por nosotros” (Idem, n. 209).
«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén).
Pero si el equipaje no está en perfecto estado no se puede proseguir el viaje. “El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza” (Idem, n. 210).
Aunque desde aquí podemos ayudar a los que se encuentran todavía retenidos. “En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia” (Idem, n. 211).
La otra terrible posibilidad es el infierno. “Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras «Alejaos de mí, malditos al fuego eterno» (Mt 25, 41)” (Idem, n. 212).
Algunos se preguntan. “¿Cómo se concilia la existencia del infierno con la infinita bondad de Dios?” (Idem, n. 213).
Es el gran misterio de la libertad humana. “Dios quiere que «todos lleguen a la conversión» (2 P 3, 9), pero, habiendo creado al hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de Dios” (Idem).
Cuando termine la historia de la humanidad habrá un pleno conocimiento de la realidad a través del juicio de Dios. “El juicio final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá respecto «de los justos y de los pecadores» (Hch 24, 15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular” (Idem, n. 214).
“¿Cuándo tendrá lugar este juicio? El juicio final sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el día y la hora” (Idem, n. 215).
La vida eterna alcanzará no sólo al hombre sino también al cosmos, al universo material. “Después del juicio final, el universo entero, liberado de la esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando «los nuevos cielos y la tierra nueva» (2 P 3, 13). Así se alcanzará la plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización definitiva del designio salvífico de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 28), en la vida eterna” (Idem, n. 216).
El creyente termina su profesión de fe diciendo «AMÉN». “La palabra hebrea Amén, con la que se termina también el último libro de la Sagrada Escritura, algunas oraciones del Nuevo Testamento y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, significa nuestro «sí» confiado y total a cuanto confesamos creer, confiándonos totalmente en Aquel que es el «Amén» (Ap 3, 14) definitivo: Cristo el Señor” (Idem, n. 217).-