P. Alberto Reyes Pías:
Uno de los enfoques más hermosos de la fe cristiana es la validez del sufrimiento y de la renuncia cuando estos generan vida. El Evangelio no es un tratado de masoquismo donde se exalta el dolor. El sufrimiento que pueda ser evitado debe ser evitado. Sin embargo, muchas veces, la bondad, la solidaridad, la expresión de lo mejor de nosotros mismos, sólo es posible a través de renuncias dolorosas.
Generar vida como padre o madre, como hijo, como amigo, como cristiano… significará, muchas veces, la opción de asumir la muerte de nuestros deseos, planes, proyectos, tiempos…
Por eso hablaba san Ignacio de Loyola de la «sana indiferencia», que no significa la ausencia de planes, proyectos o metas personales, sino la capacidad de no aferrarse a ellas. Se trata de acoger la sabiduría aparentemente absurda de someter todo a lo que nos haga más serviciales, más disponibles, más humanos en definitiva.
Es este el sentido de la metáfora de Jesús: «Si el grano de trigo no muere… no da fruto». Si no aprendemos a morir a la tiranía de nuestro «yo» para construir la vida en clave de «nosotros», entonces puede que logremos muchos éxitos y que nos construyamos un imperio personal, pero a riesgo de terminar reinando desde la soledad y el hastío. No en balde había dicho ya el Maestro: «De qué le vale a un hombre ganar el mundo si se pierde a sí mismo».
Por eso es necesario aprender a no aferrarse, teniendo en cuenta que solemos aferrarnos a aquello que sentimos que nos da seguridad, que nos ayuda a manejar la desagradable incertidumbre. Es normal el impulso a preferir las seguridades tangibles a la vaga promesa de un Dios que dice que «amarse a sí mismo», en el sentido egoísta de la frase, es perderse, y que la única vida que realmente nos hace plenos es aquella que se vive desde el amor, desde la entrega y desde el sacrificio que viene como consecuencia de esa entrega.
Cuenta una historia que un rey recibió como obsequio dos pichones de halcón y los entregó al maestro de cetrería para que los entrenara. Pasados unos meses, el instructor comunicó al rey que uno de los halcones estaba perfectamente educado, pero que el otro no sabía qué le sucedía, no se había movido de la rama desde el día de su llegada al palacio, hasta tal punto que había que llevarle el alimento hasta allí.
El rey mandó llamar a curanderos y sanadores de todo tipo, pero nadie puedo hacer volar al ave. Encargó entonces la misión a miembros de la corte, pero nada sucedió.
Publicó por fin un anuncio entre sus súbditos prometiendo premiar al que encontrara una solución y, a la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines.
«Tráiganme al autor de este milagro», dijo. Enseguida le presentaron a un campesino.
«¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago acaso?»
Entre feliz e intimidado, el hombrecito explicó: «No fue difícil, su Alteza, sólo corté la rama. El pájaro se dio cuenta que tenía alas y se lanzó a volar».
Cuando perdemos el miedo a servir, las ramas que nos dan seguridad no desaparecen, pero ya no nos atan.-