Catequesis del Papa Francisco sobre la humildad
"La humildad nos salva del maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices"
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco sobre la virtud de la humildad en la Audiencia General de este miércoles 22 de mayo:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Concluimos este ciclo de catequesis deteniéndonos en una virtud que no forma parte de la lista séptuple de las virtudes cardinales o de las teologales, pero que está en la raíz de la vida cristiana: esta virtud es la humildad.
Ella es la gran antagonista del más mortal de los vicios, es decir, la soberbia. Mientras el orgullo y la soberbia hinchan el corazón humano, haciéndonos parecer más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: somos criaturas maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos. La Biblia nos recuerda desde el principio que somos polvo y al polvo volveremos (cf. Gn 3,19), “humilde” de hecho viene de humus, tierra. Sin embargo, a menudo surgen en el corazón humano delirios de omnipotencia, ¡tan peligrosos! Y esto nos hace mucho mal.
Para liberarnos de la soberbia, bastaría muy poco, bastaría contemplar un cielo estrellado para redescubrir la justa medida, como dice el Salmo: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?” o “¿Qué cosa es el hijo de Dios para que te acuerdes de él? (8,4-5). Y la ciencia moderna nos permite ampliar mucho mucho más el horizonte y sentir aún más el misterio que nos rodea y habita.
Bienaventuradas las personas que guardan en su corazón esta percepción de su propia pequeñez: estas personas se preservan de un vicio feo, la arrogancia. En sus Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,3). Es la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: de hecho, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón surgen de ese sentimiento interior de pequeñez. La humildad es la puerta de entrada a todas las virtudes.
En las primeras páginas de los Evangelios, la humildad y la pobreza de espíritu parecen ser la fuente de todo. El anuncio del ángel no tiene lugar a las puertas de Jerusalén, sino en una remota aldea de Galilea, tan insignificante que la gente decía: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,46). Pero es desde allí desde donde renace el mundo. La heroína elegida no es una pequeña reina criada entre algodones, sino una muchacha desconocida: María. Ella misma es la primera en asombrarse cuando el ángel le trae el anuncio de Dios.
Y en su cántico de alabanza, el Magnificat, destaca precisamente este asombro: “Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque Él miró con bondad la pequeñez de su servidora” (Lc 1, 46-48). Dios -por así decirlo- se siente atraído por la pequeñez de María, que es sobre todo una pequeñez interior. Es también atraído de nuestra pequeñez, cuando nosotros aceptamos esta pequeñez. A partir de aquí, María tendrá cuidado de no pisar el escenario. Su primera decisión tras el anuncio del ángel es dirigirse a las montañas de Judá, para visitar a su prima. Las personas humildes, del propio escondimiento, no quieren salir nunca.
Jesús responde siempre: “Bienaventurados los humildes”. Ni siquiera la verdad más sagrada de su vida se convierte en motivo de jactancia. Podemos imaginar que ella también conoció momentos difíciles, días en los que su fe avanzaba en la oscuridad. Pero esto nunca hizo vacilar su humildad, que en María fue una virtud granítica, y eso quiero subrayarlo: la humildad es una virtud granítica. La pequeñez que nos da la humildad, también pensamos en María, es su fuerza invencible: es ella quien permanece a los pies de la cruz, mientras se hace añicos la ilusión de un Mesías triunfante.
Hermanos y hermanas, la humildad lo es todo. Es lo que nos salva del Maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices. Es la fuente de la paz en el mundo y en la Iglesia. Donde no hay humildad hay guerra, hay discordia, hay división. Dios nos ha dado un ejemplo de ella en Jesús y María, para nuestra salvación y felicidad. La humildad es la vía y el camino a la salvación. Gracias. –