Fe, Iglesia, mundo
Nelson Martínez Rust:
En la última conversación que Jesús resucitado tuvo con sus discípulos les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y estad seguros que yo estaré con vosotros día tras día, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20 y lugares paralelos Mc 16,14-18 y Hch 1,7-8). Antes de concluir su tránsito terrenal, Cristo pronuncia un mandato “Id” y “Haced” discípulos. De esta manera se le encomienda a la Iglesia, representada en los doce, el continuar la obra de Cristo por medio de la predicación del Evangelio y el Bautizar; lo que conlleva la predicación competente de la Palabra y la acción celebrativa de los Sacramentos. Jesucristo promete también su asistencia “hasta el fin del mundo”. Los otros textos bíblicos complementan a Mateo: Mc “El que crea y sea bautizado, se salvara’; el que no crea, se condenara’”. De esta manera la salvación queda subordinada a la aceptación de la persona de Cristo y a su encuentro con Él en los sacramentos. La Iglesia, por mandato de Cristo asume, pues, la responsabilidad de predicar el Evangelio al mundo entero. Es interesante observar el punto de partida de este mandato de evangelización: la ciudad de Jerusalén. Para el evangelista Lucas, el punto de llega de todo el itinerario de predicación de Jesús es Jerusalén, al mismo tiempo, la ciudad santa será el lugar de donde parte la predicación que alcanzará el mundo entero. Otro elemento a tener en cuenta es el siguiente: El Evangelio – Cristo – es la Verdad y, ya que el hombre no puede vivir sino en la Verdad y para la Verdad, esa Verdad tiene que ser conocida y, por consiguiente, predicada al mundo entero: “Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro salvador; que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Tim 2,4). El Evangelio no es un código de normas o un manual de enseñanzas, es una persona: Jesucristo, Hijo de Dios y Dios verdadero. Para la Iglesia, por consiguiente, el anuncio de Cristo es parte fundamental de su esencia, su razón de ser; es una razón de ser vital y central, no postergable o sustituible o cambiable por otra realidad.
Ahora bien, la realidad de la Evangelización atraviese en nuestros días serias dificultades de orden metodológico que desembocan en problemas doctrinales. Las causas de la misma podrían ser identificadas por “el silencio eclesial en una época en que el lenguaje y el pensamiento ya no se nutren sino de la experiencia del mundo – ciencia y tecnología – que el hombre mismo ha fabricado”. Expliquémonos. En el mundo de la ciencia y de la tecnología no es Dios lo que se encuentra de manera inmediata, sino que es el hombre el que se encuentra a sí mismo. Se enseña que la estructura fundamental del ser creado es su “capacidad” o su “facticidad”, siendo su certeza lo “calculable”. Es por eso que el problema de la redención y la salvación – elementos centrales de la fe cristiana y la evangelización – ya no tiene cabida, o, mejor dicho, no se la plantea en función de Dios, sino en función de la capacidad del hombre, que desea llegar a ser el constructor de sí mismo, de su mundo y de su historia, prescindiendo de Dios. Los criterios morales ya no se extraen de una reflexión sobre el Creador o la Creación. La Creación y Dios ya no tienen nada que decirle al hombre, ya que Dios es el gran desconocido, ¡si es que existe!, y la creación un producto del hacer humano. La realidad le habla al hombre en el lenguaje de las matemáticas, la física, la biología y la técnica. ¡Solo eso existe! En esta realidad la moral se identifica con la sociabilidad, con la apertura del hombre sobre sí mismo o con su medio.
Vista así la moral, esta se transforma en un problema de cálculo sobre las mejores condiciones o caminos a seguir para configurar el futuro en dónde vivir mejor – ya que el hombre es artífice de su futuro –. ¿Las consecuencias? 1º. Todo lo señalado ha hecho que la sociedad cambie profundamente: Un ejemplo, la familia, que es célula básica trasmisora de la cultura cristiana. Es una realidad que está en disolución. 2º. Se exacerba el “YO”. Los demás seres humanos no cuentan y en esa misma medida el hecho de buscar la felicidad se vuelve un absoluto en el que se sacrifican las demás personas. Su valor radica en el hecho de servirme. 3º. Cuando los vínculos más profundos – metafísicos – se han desvanecido, se crea un vacío existencial, muy difícil de llenar en la conciencia que anuncia la disolución de la sociedad y de la misma personalidad: el ser humano no logra conseguir respuestas a sus interrogantes y nace la angustia, el desespero, la “sin razón del vivir” y, entonces, es preferible la muerte: no hay perspectiva de vida. 3º. Esta nueva concepción del mundo y esta nueva interpretación de la historia son difundidos de manera a crítica y sin escrúpulos por los “mass media”, al mismo tiempo que se nutren de esta nueva concepción naciente. De esta manera los “mass media” van creando una nueva conciencia en la mentalidad de las personas con más fuerza de lo que lo hace la experiencia personal de la realidad. Se crea un círculo vicioso devorador de todo valor, a excepción del hombre creador de esta situación que terminara siendo él mismo sacrificado en función de la sociedad por él creada.
Todo lo afirmado repercute en la Evangelización, que ha visto romperse sus soportes clásicos – la familia y la parroquia – y, en consecuencia, ya no puede apoyarse en la experiencia de la fe vivida en una Iglesia viva porque estas realidades ya no existen. De esta manera la Iglesia se encuentra silenciada en su objetivo primario e insustituible de presentar a Jesucristo como el Camino, la Verdad y la Vida sobre el hombre y sobre todo lo creado (Jn 11,25; 14,6). Esta Iglesia en el cual el lenguaje y el pensamiento han sido sustituidos por las experiencias del mundo que el hombre mismo se ha fabricado, no ha encontrado su lugar, no obstante, la realidad del Concilio Vaticano II. En algunos momentos ha creído dar respuesta a su esencia o vocación divina mimetizándose con la sociedad contemporánea, adoptando sus criterios y valores y, para alcanzar esta memitizacio’n, habla con una falsa comprensión del diálogo presentado y querido por el Concilio Vaticano II en el documento “Gaudium et Spes”. De esta forma pretende asimilarse y por lo tanto servir a los nuevos valores nacientes propuestos por la sociedad. Resultado: También en la Iglesia, muchas veces, reina y prevalece el antropocentrismo y no Dios. ¡Error garrafal!
Frente a esta realidad que nos circunda ¿a dónde volver la cara? Ante todo, la Iglesia debe ser fiel a la Verdad Revelada en Cristo y por Cristo y a la Tradición de los mayores; si no fuera así traicionaría a Dios y al Hombre a quien pretende servir y exaltar. Debe mostrar la Verdad sobre Dios y esta Verdad nos enseñara las verdades sobre el hombre.
En la sociedad actual se da una ambigüedad en el término “creer” que se origina en el hecho de que designa dos actitudes espirituales totalmente diferentes. En efecto, en el hablar ordinario “creer” significa “opinar”, “suponer”. Indica un grado del saber de la realidad del cual no se posee todavía unas “certezas”. Esta concepción ha pasado, muchas veces, a definir la fe como un conjunto de suposiciones sobre materias acerca de las cuales no tenemos una certeza. La fe no es eso. Por el contrario, la Iglesia nos enseña que el fin y el contenido de la Evangelización debe ser la síntesis del saber cristiano que se expresa en la palabra del Redentor: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). La Tradición de la Iglesia quiere con esto precisar el contenido y el fin de toda la Evangelización y, a la vez, precisa el objetivo de la fe: La fe apunta y finaliza en la vida, es y proporciona una fuerza para vivir. Cuando hablamos de la fe no estamos hablando de un poder cualquiera, que se podría adquirir o dejar de lado, sino que estamos hablando de algo que es fundamental en el ser humano: de aprehender la vida misma en y con Cristo, de asumir una vida que vale la pena y es capaz de permanecer eternamente, que no pasa.
Pero no está dicho todo. El acto de fe lleva implícita la necesidad del conocimiento y del amor. La certeza de la fe nos impulsa a indagar, a conocer, a investigar sobre aquella persona o cosa en la cual hemos puesto nuestro asentimiento de fe. La fe no es el producto de un acto irracional, todo lo contrario, es un acto que pide y exige la indagación y la profundización. No obstante, el hecho de conocer la Verdad de la persona en quien se ha puesto la fe nos impulsa a amarla precisamente por ser ella la Verdad. De esta manera la fe es vida ya que se establece una relación entre un YO y la persona en quien se cree – Dios -. Es decir, un conocimiento que se convierte en amor, y ese amor, al provenir de un conocimiento profundo, conduce a él, precisamente por ser amado. Por lo tanto, la función – objetivo primordial – de la Iglesia y, por consiguiente, de la Evangelización es conducir al hombre al conocimiento de Dios y de su enviado, Jesucristo; o como enseña la misma Iglesia: recordar al hombre este conocimiento, pues este deseo de lo sobrenatural está firmemente grabado en lo más profundo de todos nosotros. Pero el amor, nacido del conocimiento, se orienta, a la “visión” y al “contacto” del ser amado. En el caso de Jesucristo la experiencia que San Juan nos ofrece es su experiencia de haber palpado a Cristo, ya que se ha hecho “carne” (Jn 1,14): “Os anunciamos lo que hemos visto y oído, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo” (1 Jn 1,1-4). Por consiguiente, la fe no está dirigida única y exclusivamente a situarnos frente a frente con el Tú de Dios y de Cristo, implica también un “contacto” que abre al hombre a “la comunión” con aquellos a los cuales Dios mismo se ha comunicado. La fe no es, pues, solamente un YO y un TU que se encuentran, sino que es también un “NOSOTROS” en la comunidad de fe – la Iglesia -. En este “nosotros” se hace viva la presencia que nos hace volver a encontrar lo que habíamos olvidado: que a Jesucristo lo encontramos y vivimos mediante la Iglesia y los Sacramentos. Por consiguiente, no habrá verdadera fe sin la sustentación de la realidad eclesial.
Por eso, cuando digo: “Yo creo”, eso quiere decir que supero las fronteras de mi aislada subjetividad para integrarme en el sujeto común que es la Iglesia, al mismo tiempo me integro en su saber, que sobrepasa el tiempo y el espacio. El acto de fe es siempre un acto por medio del cual se entra en la “comunión” con un todo – la Iglesia -. La fe es un acto de “comunión”, por medio del cual uno se deja integrar en la gran Comunión de los testigos que es la Iglesia, de tal manera que, en ellos y a través de ellos, tocamos lo intocable, oímos lo no-oíble, vemos lo invisible.
Volvamos a la realidad social de hoy en día descrita con anterioridad. La Iglesia está llamada a ser testigo de Dios en la realidad del mudo, pero la Iglesia es cada uno de los cristianos que han hecho de Cristo su ilusión y vida. Esto se logra siendo fiel al hecho de la Revelación que se manifiesta en las Sagradas Escrituras y a la Tradición viva que se encuentra en el Pueblo de Dios – Iglesia -. No es tratando de contemporizar irracionalmente con los tiempos modernos como se atraerán prosélitos para el Dios de Jesucristo. La Verdad se impone por su misma fuerza intrínseca; no por el maquillaje o por las mutilaciones con el que se la pretende disfrazar. –
Valencia. Junio 2; 2024