Rodolfo Izaguirre: Te veo venir soledad
«!No permitas que esta gente arruine lo que hemos construido!»
«¡Te veo venir soledad!», cantaba Franco de Vita, y yo la encontré en lo alto de la escalera de mi casa y me sentí arrasado, devastado al ver venir el final de Belén cuando brutalmente la Muerte la estuvo atormentando, dándole latigazos y envidiándole los cincuenta años de serena y hermosa vida conyugal que compartió conmigo; ella, proyectando su energía corporal en los escenarios que la vieron bailar; y yo, perfectamente ilusionado con las imágenes del cine.
Sentíamos, ella y yo, cómo la Muerte la acechaba detrás de la puerta esperando su hora de gloria, caminando rabiosa e impaciente de un lado otro del espacio donde tengo mi lugar de trabajo, arrastrando por el suelo su sucio y despiadado sudario.
Misteriosamente, la puerta del cuarto se abrió sola en la mañana de aquel domingo y la Muerte entró para llevarse a mi mujer. Dos días antes, Belén me miró a los ojos y con voz casi inaudible dijo lo que ya todos saben: «¡He hecho de ti un águila y un relámpago!» y refiriéndose a los autoritarios mandatarios del perverso socialismo del siglo XXI, agregó: «!No permitas que esta gente arruine lo que hemos construido!», pero cuando la Muerte entró al cuarto para llevársela lo que encontró tendida en la cama fueron los restos de un Águila iluminados por el insólito resplandor de algún inventado relámpago.
¡Y fue entonces cuando vi llegar a la soledad!
Me encontraba abajo en la sala de estar de la casa con algunos amigos y parientes cuando los empleados de la funeraria bajaron las escaleras con los restos del Águila y se hizo silencio, pero detrás del silencio apareció la soledad en lo alto de la escalera y con ella el verdadero silencio, ése que enmudece el alma y cierra todas las ventanas e impide que entre la luz del amanecer.
¡En un primer tiempo no supe qué hacer! Resultaba doloroso permanecer en casa asaeteado por la terrible certeza de que mi mujer (convertida en águila), ya no estaría mas físicamente y me obligué a marcharme lejos del país y visitar a mi hija Valentina en California mientras transformaban el cuarto donde murió Belén eliminando alguno que otro detalle que conoció o apreció en vida: eliminar una cómoda, disponer una nueva cama, cambiar el color de las paredes…esto para que no me alterara demasiado su ausencia.
Y a mi regreso traté vanamente de ajustarme a una nueva vida, pero la soledad seguía perturbando mis tristes pasos y convertía en pesada carga subir o bajar las escaleras o dormir en la habitación donde ella vio acercarse a la Muerte.
Me agobiaba y aturdía no poder definir lo que me estaba ocurriendo: si era o no dolor por haber perdido a la mujer que me acompañó durante medio siglo de una vida tejida de amor o simplemente era ausencia de relaciones o una dura sensación de vacío; no sabía si se trataba de un sentimiento o de una fuerte emoción. No podía establecer qué era lo que petrificaba mi sangre impidiendo que navegara libremente dentro de mi.
Además de la ausencia de Belén insistía en buscar otras causas que explicaran el permanente desasosiego que tanto me hacía sufrir y no hallaba satisfacción alguna hasta que encontré la única solución al dolor que me socavaba el alma: ¡cambiarle el nombre! En lugar de llamarla Belén como siempre se llamó, comencé a llamarla Soledad.
Ella ocupa ahora toda la casa y mi mente y mi corazón brillan como relámpagos y desde entonces Soledad me acompaña y no siento ningún peso cuando subo o bajo las escaleras y junto a ella, junto a Soledad, riego y converso con los helechos del jardín.
De esta manera, Belén ha vuelto a ser aquella águila y aquel relámpago que pretendió ver en mí antes de que se abriera misteriosamente la puerta de su cuarto y se arrastrara en él el sucio sudario de la Muerte.-