San Romualdo, el monje que sobrellevó con paciencia la tragedia familiar
Cada 19 de junio la Iglesia celebra a San Romualdo Abad, monje del siglo X, fundador de la Congregación Camaldulense de la Orden de San Benito, conocida como la Orden de la Camáldula. Romualdo fue una de las figuras más importantes de la renovación del monacato eremita (eremitismo).
«Amado Cristo Jesús, ¡tú eres el consuelo más grande que existe para tus amigos!», exclamaba el abad Romualdo, poniendo sobre relieve esa dimensión inevitable de la existencia humana que es el sufrimiento y que, aunque se intente acallar o edulcorar, siempre toca el alma en algún momento de la vida. Es precisamente en el dolor cuando Cristo Jesús se presenta para dar alivio y consuelo. Por eso, Romualdo sabía muy bien que Él, Jesús, es el amigo perfecto.
La conciencia moral, preámbulo de la fe
San Romualdo nació en Ravena (Italia) en la segunda mitad del siglo X, en el seno de una familia aristocrática. Recibió educación pagana, carente de impronta cristiana alguna, por lo que creció lleno de aspiraciones mundanas y prejuicios contra el cristianismo. No obstante, se dice que en medio de la vida que llevaba, de vez en cuando, sentía inquietudes por una vida distinta, cuando no, simplemente, le apremiaba la conciencia por alguna cosa que había hecho, sin saber bien el porqué.
El signo de la tragedia (y el pecado)
Después de ver cómo su padre mató a un hombre en un duelo, la vida de Romualdo dio un vuelco: decidió buscar un camino distinto, lejos del horror del que había sido testigo. Aquella tragedia había manchado de sangre las manos de quien más había amado y su interior anhelaba una justicia superior a la ley del talión.
Ese fue el impulso decisivo para considerar una vida cerca de Dios, a quien empezó a conocer. En la medida en que ese conocimiento aumentaba, Romualdo se sentía más atraído por la vida religiosa y, después de un tiempo meditando, pidió ser aceptado en un monasterio benedictino. Poco a poco, en ese monasterio, fue confirmando el llamado que Dios le había hecho desde siempre y que por mucho tiempo no quiso escuchar.
Romualdo vivió feliz y en paz consigo en el monasterio mientras se iba transformando en una suerte de inspiración o ejemplo para sus hermanos monjes, dada su sencillez y entusiasmo. Lamentablemente, no todos entre ellos lo apreciaban, incluso algunos -presos de la envidia o de un celo excesivo- se enemistaron con él y lo hostilizaron por años. Uno de esos monjes, hombre de ánimo rudo y áspero, llevaba por nombre Marino, quien era una auténtica cruz para Romualdo.
Amistad en el Señor
Sin embargo, Dios ayudó a que la actitud de Marino cambiara. Le concedió a ambos monjes la oportunidad de trabajar juntos y vencer prejuicios e indisposiciones. Al final forjaron una amistad.
Romualdo y Marino suscitaron muchas conversiones, entre ellas la del jefe civil y militar de Venecia, el Dux (gobernador), quien también se haría monje. Aquel hombre fue ni más ni menos que San Pedro Urseolo (928-987).
Otra de las grandes conversiones que Dios obró a través de Romualdo fue la de su propio padre. Quien antaño había permitido que Romualdo creciera sin Dios, ahora le pedía a Él misericordia, en virtud a las oraciones y la perseverancia de su hijo. Fue tal el giro que dio el padre del abad Romualdo que, sin hacer mayor caso a su edad, abrazó la fe e ingresó a la vida monástica, viviendo en silencio y oración hasta el final de sus días.
Resistiendo a la tentación
Una de las luchas más difíciles que libró San Romualdo a lo largo de su vida fue contra la lujuria. Incluso alejado del mundo, las tentaciones contra la pureza volvían, y a veces de manera muy fuerte.
El Enemigo le presentaba imágenes impúdicas y espantosas. Sabía muy bien que su pasado podía ser usado para doblegar su fe. Así que, como el abad no consintió, se propuso entonces desalentarlo, haciéndole creer que la vida de oración, silencio y penitencia que llevaba era en realidad algo inútil. Felizmente, con la oración perseverante y tenaz, apoyada en la gracia, Romualdo salió airoso y abrazó sin miedo esa cruz que le tocó cargar.
Una sencilla oración o jaculatoria con la que el monje salía al frente de los ataques diabólicos era esta: «Jesús misericordioso, ten compasión de mí». El demonio viendo que Romualdo no cedía y que repitiéndola amaba más a Jesús, no tenía otra opción más que retirarse rumiando su derrota.
Reforma de la vida monástica
En 1012, San Romualdo fundó la Orden de la Camáldula, cuyos miembros se hacen llamar “camaldulenses”. El propósito era la reforma de la vida benedictina a través de la recuperación del ascetismo.
Según la tradición, el santo tuvo una visión de una escalera en la que sus hermanos y discípulos subían al cielo vestidos de blanco. Su idea inicial había sido que sus monjes vistieran de negro, pero aquella visión lo inspiró a cambiar de decisión y ordenar a que vistan de blanco.
En la postrimerías de su vida el santo desarrolló una profunda unidad mística con Cristo. En ciertas oportunidades, incluso, Dios le permitió ver el futuro, como fue el caso de su propia muerte, la que anunció con anticipación. Con el espíritu puesto en manos de Dios, partió a la Casa del Padre el 19 de junio de 1027.
Hoy, los “camaldulenses” están agrupados en dos congregaciones, la de Camaldoli, integrada en la Confederación Benedictina; y la “reformada” de Monte Corona, fundada por el Beato Pablo Giustiniani, que restauró la vida camaldulense en su forma eremítica y austera. Estos últimos poseen monasterios en Italia, Polonia, España, Estados Unidos, Colombia y Venezuela.-
Aciprensa