San Luis Gonzaga, hijo ejemplar y patrono de la juventud
Cada 21 de junio la Iglesia Católica celebra a San Luis (Aloysius) Gonzaga (1568-1591), patrono de la juventud cristiana y protector de los estudiantes; hombre de corazón enorme, quién aunque sufrió incomprensiones y pesares, no perdió jamás su talante alegre ni su espíritu de lucha. Murió muy joven, pero tuvo una vida intensa y feliz.
De una vida de privilegios…
San Luis Gonzaga nació en 1568 en Castiglione delle Stiviere, Mantua (Italia), hijo primogénito de la pareja heredera del principado de Castiglione. Su madre, preocupada por introducirlo en la fe, lo consagró a la Virgen y lo hizo bautizar. Mientras que a su padre, duque y exitoso militar de carrera, sólo le interesaba el éxito y la gloria futura para el hijo primogénito, su heredero.
Luis frecuentó cuarteles desde niño, y si bien aprendió la importancia del valor y el honor, también adquirió ademanes considerados vulgares y rudos, impropios de la estirpe militar. Con ánimo de rectificar aquellos defectos, sus padres lo rodearon de magníficos preceptores y personalidades ejemplares. Es así como a los trece años conoce al obispo San Carlos Borromeo, quien queda impresionado con su inteligencia y buen corazón; Borromeo será después quien le daría la Primera Comunión y se convertiría en inspiración para la vida espiritual.
Mucho del entorno que rodeaba a Luis -la alta sociedad lombarda- también se caracterizaba por cosas reprobables: fraude, vicio, crimen y lujuria. Luis, que quería vivir como un buen cristiano en medio de la corte, se sometió a penitencias y prácticas de piedad constantes. El jovencito estaba convencido de que Cristo no tenía por qué ser un obstáculo para descuidar sus compromisos sociales. Si había algo que deseaba profundamente era honrar a sus progenitores, tal y como señala el cuarto mandamiento de la Ley de Dios. En ese momento, sus sueños estaban centrados en la carrera militar.
… a una vida mucho mejor
Llegado el momento, por asuntos concernientes a su padre, Luis tuvo que viajar a España. Estando de visita en la iglesia de los jesuitas en Madrid oyó una voz que le hablaba al corazón: “Luis, ingresa en la Compañía de Jesús”.
Lo que le pedía Dios no podía ser casualidad, ni un arrebatamiento juvenil. Luis, entonces, quiso que sus padres fueran los primeros en enterarse de que deseaba ser religioso. Las subsecuentes reacciones fueron distintas. Su madre tomó con alegría la noticia, pero su padre montó en cólera y se negó a aceptar semejante proyecto. Luis tomó la decisión de obedecer y honrar la voluntad paterna, así que se mantuvo en la corte.
Ser de los que acompañan a Jesús
A Luis no lo persuadieron ni los viajes ni los cargos importantes. Él quería dedicar el resto de su vida al servicio de Cristo. Así que, al final, su padre tuvo que ceder.
En una misiva enviada al general de los jesuitas el Marques de Castiglione, don Ferrante Gonzaga, escribió: “Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas”.
Tras estos acontecimientos, Luis ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús. Se convirtió en un novicio fiel y cuidadoso, observante de las reglas y desprendido de toda vanidad. Habiendo renunciado a ser él mismo marqués algún día -era el mayor de los hermanos y le correspondía- se puso a prueba ejercitándose en los oficios más humildes.
Duro sería el golpe que recibió al enterarse de que su padre había muerto. Sin embargo, Luis no miró atrás, y se concentró en dar consuelo a su madre y aconsejar a su hermano, a quien había cedido todos sus derechos.
Quien ama a Dios, honra padre y madre
Por ese entonces, la población de Roma se vio afectada por una epidemia -la peste una vez más- y los jesuitas abrieron un hospital en el que ellos mismos se encargaban de cuidar a los enfermos. Luis fue destacado allí como enfermero. Empezó, a la par, a pedir limosna, víveres y abrigo para los pacientes del nosocomio. Lamentablemente, sirviendo a los más débiles, a quien amó con esmero, contrajo la enfermedad que los asolaba.
El joven santo pudo recuperarse de aquel mal, aunque quedó afectado por una fiebre intermitente que en los meses siguientes lo redujo a un estado de total fragilidad. Acompañado de su confesor, San Roberto Belarmino, Luis fue preparándose para su inminente destino: la muerte.
Con la mirada puesta en el crucifijo y repitiendo el nombre de Jesús, San Luis Gonzaga partió a la Casa del Padre la medianoche del Corpus Christi, el 21 de junio de 1591, a los 23 años de edad. Amó por sobre todo a Dios, y por haberlo hecho en altísima medida, alcanzó la santidad. Y es que a Dios se le ama amando a quienes Él nos regaló como padres, como a quienes Él nos puso como prójimos. No hay forma más elevada de honrar a quienes nos dieron la vida que amando a Dios primero y, al mismo tiempo, sirviendo a quienes necesitan de nosotros.
Ninguna corona, tesoro, victoria militar, título o cosa de este mundo es capaz de igualar la gloria de encontrar abiertas las puertas del cielo.
San Luis Gonzaga fue canonizado por el Papa Benedicto XIII en el año 1726, siendo declarado ‘patrono de la juventud’. El Papa Pío XI ratificó dicho patronazgo el 13 de junio de 1926.
Epílogo: fruto maduro de la Iglesia
‘La vida es breve’, se suele decir; y así lo fue, literalmente, para San Luis Gonzaga.
Sus biógrafos coinciden en señalar que el santo admitía con gratitud que “el Señor le había dado un gran fervor para ayudar a los pobres”, y que eso -bien lo sabía el santo- podía guardar relación con un pronto llamado: “Cuando uno tiene que vivir pocos años, Dios lo incita más a emprender tales acciones” (San Luis Gonzaga), refiriéndose al ejercicio de la caridad.-
Aciprensa