Sinfonía en mi mayor
Alicia Álamo Bartolomé:
El hombre es gregario por naturaleza. Todo ser humano necesita la otredad, allí donde están los demás que lo acompañan y ayudan para realizar su misión en esta tierra. Por supuesto, han existido y existen, personas que se aíslan del mundo, los ermitaños. Lo dejan todo para servir a Dios. En el servir está el secreto: Dios lo que quiere son almas y ellas, en el silencio de su oración solitaria, se las procuran.
Anómalo es lo que pasa a esta altura de nuestra civilización. Los avances son notables en la ciencia y la tecnología. Sobre todo, los medios de comunicación se han desarrollado de una manera tal que han convertido el planeta en una aldea. Cualquier cosa que suceda en algún lugar del mundo, en segundos se conoce en la totalidad de éste. Y, sin embargo, estamos incomunicados. Por estos mismos medios de comunicación.
Vemos gente reunida con otros en sus casas particulares o en sitios públicos como plazas, estadios, restaurantes, cafetines, pero no se ponen atención entre sí, porque cada quien está afanado buscando o enviando mensajes, o jugando, con sus celulares inteligentes…, que terminan por embrutecerlos. Se pierde la cercanía de las miradas y gestos humanos que dan calor a la existencia. El WhatsApp absorbe la riqueza de vivir en sociedad.
Y algo dramático. El hombre se encierra en sí mismo. Se vuelve egocentrista, su yo desarrolla una fuerza centrípeta que todo lo atrae hacía sí. Se cree el ombligo del mundo y su afán es buscar la complacencia para su personalidad narcisista. Se cree feliz con todo lo suyo: mi casa, mi automóvil, mi computadora, mi yate, mi bebida, mi viaje …, cuando se tienen bienes económicos, pero, desgraciadamente, cuando no se tienen también. Serán más modestos los mis, pero los hay: mi pocillo de café, mi cucharilla de acero, mis zapatos de marca -así sean robados- mi chaqueta, mi pantalón… Los hombres y mujeres de hoy viven su Sinfonía en Mi Mayor. Y, al final, todos sienten un gran vacío.
Es lástima, hay melodías mucho más grandiosas y deleitables que llenarían ese vacío del alma egoísta. Su nota predominante, su eje, es el tú. Su leitmotiv es esa bella palabra, contigo. Es cuando nos entregamos a una tarea en bien de los demás, cuando dejamos el egocentrismo por la solidaridad, la indiferencia por la misericordia, la mezquindad por la largueza, la venganza por el perdón, la ignominia por la justicia, la guerra por la paz. Cuando vivimos la fraternidad
Hacemos honor a nuestra humanidad cuando tendemos la mano al otro para ayudarlo a levantarse, cuando practicamos la solidaridad. Porque, ¿Qué es el hombre? Un animal racional. El único. Entre todos los animales que hay en la tierra muchos bellos, inteligentes, amistosos, feroces o mansos, ninguno puede razonar, sigue sus instintos y más o menos, sus sentimientos, pero no se plantea ni resuelve problemas. Sólo el hombre es capaz de hacerlo. Su inteligencia racional lo lleva al análisis, la reflexión, la solución o el error, pero de éste saca experiencia y corrige.
En añadidura, o quizás es mejor decir en su plenitud, el hombre tiene un alma inmortal creada para gozar de la felicidad eterna junto a Dios. Y si en la vida temporal no puede disfrutar de la visión beatífica -lo enceguecería el esplendor de la luz divina- sí puede captar los rayos que se escapan de la luz negra de la fe. El ser humano sin pecado posee la gracia divina que le da semejanza con Dios y, si pierde éstas, todavía le queda en el alma la imagen de su Creador. Nunca nos abandona Dios. Siempre podemos volver a él. Sólo la desesperanza o la desesperación nos apartaría para siempre. Es el imperdonable pecado contra el Espíritu Santo que nos señala Cristo.
Cada uno de nosotros nació con una misión. Ésta debemos cumplirla con nuestra actividad, nuestra vocación. En una sociedad bien organizada todos tienen acceso a la educación, a la formación necesaria para ejercer una profesión, un oficio. Eso es el trabajo. Es un deber y un derecho del hombre. Es más, el trabajo es medio santificable y santificador. Éste fue el eje de la doctrina de la santificación universal en la vida corriente que predicó san Josemaría Escrivá de Balaguer. Un hombre del siglo XX (1902-1975), con la mirada en el cielo y los pies en la tierra, cuya fiesta celebramos hoy 26 de junio, a los 49 años de su muerte. Santificar el trabajo, santificarse con éste y santificar a los demás a través de éste. Cualquier trabajo honrado, sea de jefe de Estado o de barredor de calles, satisface a Dios si se hace buscando la perfección por amor a él. No hay jerarquías para clasificar el trabajo, las hay para la intención y modos de ejercerlo del trabajador.
No nos engañemos. Este mundo marcharía mucho mejor si cada quien se dedicara a lo suyo con amor. Las crisis, los conflictos bélicos, las tragedias provocadas por el fanatismo, la incomprensión y la contradicción, el caos, se amainarían si al menos procediéramos con sentido común. Pero combatimos el crimen, pero apoyamos leyes pro-aborto, incluso en naciones con gran descenso de los índices de natalidad. Defendemos la vida animal y vegetal, pero no la humana. Avanzamos la medicina, se vencen enfermedades, el hombre puede vivir más, pero aplaudimos la eutanasia. ¿En qué quedamos? Hemos roto con la coherencia.
Volver a los principios y valores espirituales. Lavarse el alma con cloro. Romper con las contradicciones, con la egolatría, acallar para siempre esa Sinfonía en Mi Mayor. Reemplazarla por la del Sol Mayor…, ¡la del Amor!.-
Imagen: Albert Gyorgy, ‘El vacío del alma’