San Arsenio, quien renunció a una gran herencia para vivir en el desierto
Cada 18 de julio la Iglesia Católica recuerda a San Arsenio, un monje anacoreta que vivió entre los siglos IV y V, célebre por su sabiduría y virtud. Se le considera como uno de los llamados ‘Padres del Desierto’, el movimiento espiritual integrado por monjes, ermitaños y anacoretas que, tras la paz constantiniana, abandonaron las ciudades del Imperio y se retiraron al desierto para llevar una vida de oración y ascetismo.
San Arsenio se hizo conocido por su don para aconsejar a quienes habían perdido el rumbo en la vida espiritual. Muchísimas personas solían ir a su encuentro. Algunas de ellas viajaban durante semanas e incluso meses para llegar a su celda, con tal de encontrar consuelo o luz en sus palabras. En vida recibió el apelativo de ‘el Grande’.
“Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57)
Se cree que Arsenio nació en Roma alrededor del año 350. Posiblemente perteneció a una familia noble y fue educado con esmero y pulcritud. En el año 383, el emperador Teodosio I el Grande lo mandó llamar para que fuera preceptor de sus hijos Arcadio y Honorio, siguiendo el consejo del Papa San Dámaso I, y vivió durante poco más de diez años en el palacio imperial.
A los 40 años, tras una profunda crisis espiritual, Arsenio entendió que Dios le pedía un cambio total de vida: «Apártate del trato con la gente y ve a la soledad». Así, abandonó Constantinopla -donde se encontraba en ese momento-, y se embarcó secretamente en dirección a Alejandría, hasta llegar al desierto de Scetis.
Puesto a prueba
Arsenio se presentó en el monasterio del lugar alrededor del año 400. El abad, enterado de su nobleza y refinamiento, lo sometió a un régimen muy exigente con el propósito de poner a prueba su vocación. La primera noche, el abad tiró sus alimentos al suelo y le dijo: “¡come!”. Arsenio agradeció al abad y se hincó para recoger su comida. Todos quedaron impresionados por su buen temperamento y humildad.
No era extraño en aquellos días que se dieran este tipo de prácticas como formas de poner a prueba la voluntad y el deseo de una persona que decía querer vivir solo para Dios. Arsenio, en ese sentido, demostró claramente que estaba apto para una vida de mortificación y sacrificio, y fue admitido en la vida monástica.
Muerto para las cosas del mundo
San Arsenio se haría conocido por su espíritu penitente y su alma obediente. Era frecuente que pasase la noche en oración, mortificándose a través del ayuno y el trabajo manual. Solía escribir y repetir “sentencias” (frases breves de carácter aleccionador) que eran de gran ayuda para sus hermanos o para quienes lo escuchaban.
En una ocasión le comunicaron que un senador romano le había dejado en herencia una gran fortuna. El santo renunció a ella para dársela a los pobres. Refiriéndose al donante exclamó: «Antes de que él muriera en su cuerpo, yo morí en mis ambiciones y avaricias. No quiero riquezas mundanas que me impidan adquirir las riquezas del cielo».
San Arsenio falleció en Troe (Egipto) el año 445.-
Aciprensa