¿Buenas costumbres?
En una sociedad hedonista, que busca el placer como valor supremo, viene bien recordar la necesidad de la templanza
Rafael María de Balbín:
Se ha dicho con frecuencia, y es una gran verdad, que el hombre es un ser de hábitos, es decir que su actuación, buena o mala, influye sobre su facilidad y su gusto, para obrar en un sentido o en otro.
Las buenas costumbres son lo que llamamos virtudes. “La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien: «El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (San Gregorio de Nisa). Hay virtudes humanas y virtudes teologales” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 377).
Las virtudes humanas, costumbres del buen obrar, están al alcance del buen querer de cualquiera. “Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe. Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados, son purificadas y elevadas por la gracia divina” (Idem, n. 378).
Entre ellas destacan las llamadas virtudes cardinales. “”Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza” (Idem, n. 379).
Una vida virtuosa reclama, en primer lugar, la prudencia. “La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida” (Idem, n. 380).
También la justicia es una virtud personal, no un simple requerimiento abstracto para la sociedad. “La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama «virtud de la religión»” (Idem, n, 381).
Pero vivir virtuosamente no es fácil: hay obstáculos de toda índole. “La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa” (Idem, n. 382).
Y en una sociedad hedonista, que busca el placer como valor supremo, viene bien recordar la necesidad de la templanza. “La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados” (Idem, n. 383).
En un plano superior se mueven otras virtudes. “Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano, vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano” (Idem, n.384.
¿Cuáles son éstas? “Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad” (Idem n. 385).
La fe ilumina el camino de las virtudes. “La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que «la fe actúa por la caridad» (Ga 5, 6)” (Idem, n. 386).
La esperanza nos proporciona el apoyo. “La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena” (Idem, n. 387).
La caridad es el amor supremo. “La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es «el vínculo de la perfección» (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella «no soy nada» y «nada me aprovecha» (1 Co 13, 2-3)” (Idem, n. 388)..
La eficacia de las virtudes viene acrecentada por los dones. ”Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios” (Idem , n. 389).
Y de la multiforme actividad del Espíritu Santo, quedan unas consecuencias en el alma. “Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad» (Ga 5, 22-23 [Vulgata])” (Idem, n. 390).-
(rbalbin19@gmail.com)