Iglesia Venezolana

Mons Moronta: «El pueblo es el único y auténtico protagonista de la democracia»

Texto completo de la homilía la Santa Misa del Santo Cristo de la Grita, delante del gobernador Freddy Bernal los militares y una inmensa población de peregrinos que fueron de diferentes partes a pedirle a Dios por la libertad de Venezuela...

«¿Acaso no es el momento para entender que el único y verdadero protagonista de la democracia es el pueblo, y que nadie es dueño de ella sino colaboradores y servidores de la misma? ¿No es el momento de que en vez de inventar falsos positivos y promover persecuciones que ponen en vilo la vida y futuro de los jóvenes, nos comprometamos a construir junto con ellos el futuro que anhelamos todos? ¿Por qué no se persiguen a los irregulares que invaden nuestros campos y a los mafiosos que esclavizan a tantos adolescentes y hacen negocio con el narcotráfico y la trata de personas?»

 

HOMILÍA
SANTO CRISTO DE LA GRITA
6 DE AGOSTO 2024.

Hace 25 años, un 17 de junio de 1999, con la alegría y las expectativas de un peregrino, llegué a La Grita. Al día siguiente, comenzaría mi ministerio episcopal en San Cristóbal. Había solicitado ingresar por esta hermosa tierra jaureguina para encomendarme al Santo Cristo de los Milagros. En la entrada de la Basílica del Espíritu Santo, me arrodilllé y besé la tierra tachirense como gesto de mi voluntad de encarnarme en ella con decisión. Gesto éste que había aprendido de uno de mis ejemplos de vida cristiana y sacerdotal: San Pablo VI. Lo vi hacerlo por vez primera a su llegada a Bogotá, con ocasión de su Visita Apostólica por el Congreso Eucarístico Internacional. Inmediatamente después me dirigí ante la imagen del Santo Cristo para ponerme a su disposición y encomendar mi ministerio episcopal en estas tierras del Táchira. Posteriormente, luego de una sentida peregrinación por la carretera trasandina, llegué a Táriba, el Nazaret del Táchira, para venerar a la querida imagen de Nuestra Señora de la Consolación y pedirle me acompañara en esta nueva etapa de mi vida. Años antes, lo mismo había hecho el egregio Rafael Arias Blanco, II Obispo de San Cristóbal y, posteriormente, Arzobispo de Caracas. Fue una hermosa coincidencia en el tiempo: Arias Blanco ha sido también uno de los ejemplos para mi ministerio. Era el hombre de la catequesis, de los barrios de Caracas y de una visión pastoral que se anticipaba al Concilio Vaticano II.

Semanas más tarde vine, un 6 de agosto, a celebrar por primera vez, la festividad y peregrinación que hoy mismo nos está reuniendo. Atravesé desde temprano el camino trasandino que arranca por Cordero y se sumerge en el páramo de El Zumbador y en la población de El Cobre con sus aldeas… hasta llegar a La Grita donde me aguardaba el muy recordado y querido Mons. Luis Abad Buitrago, junto con sus cooperadores. Debo confesar que venía con curiosidad. Me habían hablado de la cantidad de peregrinos que podría encontrar en la ruta y me habían insistido más bien en una manifestación de turismo religioso con un marcado acento de religiosidad popular. Me hicieron saber que era una fiesta relevante y que la procesión por las calles de la ciudad era de suma importancia.

Pero debo confesar que conseguí otra cosa diversa. No era lo externo ni lo meramente turístico, que algunos -incluso clérigos- habían destacado. Por mi formación teológico-pastoral, había aprendido que las variadas manifestaciones religiosas respondían a lo que denominamos “catolicismo popular”. Fue lo que pude comprobar en este primer contacto con el pueblo peregrino. La celebración era en la Basílica del Espíritu Santo con la presencia de un reducido número de personas, más bien representativas de sectores sociales y culturales. Mientras tanto, el pueblo sencillo y la inmensa cantidad de peregrinos, venidos de otros lugares, aguardaban la procesión. Era, para ellos, la oportunidad de contemplar, aunque fuera de lejos y de paso, la venerada imagen que hoy está llegando a 414 años.

En el diálogo sabroso con la gente de a pie, de la misma ciudad y sus aldeas, como la que venía de tantos otros sitios, descubrí que en esta manifestación había algo de especial: la gente no venía por razones turísticas ni culturales. Las conversas en las calles de La Grita y en los caminos de peregrinación, con quienes acudían al Santuario, me permitieron descubrir la auténtica razón motivadora de todos ellos: una fe, sencilla pero profunda, en el Cristo que les hablaba al corazón, les recibía sus peticiones y les cumplía las promesas que le hacían. En el fondo, pude hallar una expresión cristológica de la fe recibida por la catequesis. Y, sin haber ahondado aún en lo que ello podía significar, me pude dar cuenta que en esta manifestación se encontraba ese tesoro escondido en un terreno, como nos lo recuerda el Evangelio. Más que los adornos, siempre importantes, de flores y luces, sentí que era el ornamento de la fe y la devoción lo que hacía importante esta tremenda manifestación de “catolicismo popular”, única en Venezuela. No se trataba de algo meramente superficial, sino de una vivencia también grabada en el corazón de los creyentes.

Ciertamente que hay muchas anécdotas que podrían ser narradas. Habrá tiempo para ello. Lo que sí les puedo confesar es que este primer encuentro con el Cristo de los Milagros puso una marca, tanto en mi vida de bautizado como en el ministerio episcopal, que empezaba en la Iglesia de San Cristóbal. Tomé, así, la decisión de conocer, investigar y estudiar todo este fenómeno que superaba las indicaciones recibidas acerca de lo que giraba en torno al Santo Cristo de La Grita. Gracias a la fe, sencilla y profunda de este pueblo, pude, entonces introducirme en el conocimiento del misterio del Cristo Redentor representado en la talla venerada desde hace más de cuatro siglos. No me resultaba difícil, porque de pequeño fui educado por el testimonio y la enseñanza catequística de dos testigos con su fe, también sencilla y profunda, mis padres Mariano y Teresa. Aunque muchos no lo crean, he vivido el misterio de Dios precisamente con lo que ellos me enseñaron desde niño. No niego que haya sido enriquecida por la teología de la cual soy apasionado estudioso. Nunca he negado que, con mis estudios e investigaciones, he buscado vivir esa fe desde mi pertenencia al pueblo del cual soy “servidor y testigo”. Nunca me he arrepentido de ser pueblo y, mucho menos, desde que estoy en esta tierra noble y generosa.

Disculpen estas cuitas y algunas otras que pueda transcribir a lo largo de esta homilía. No pretendo aparentar ni aparecer como más que los demás, sino, simplemente, dar un testimonio a fin de ayudar a enriquecer a los demás. Lo que me lleva ahora a confesar también que mi fe y comunión con Jesús, Liberador encarnado en la historia de la humanidad, ha tenido un libro, o mejor dicho una enciclopedia, amén de los que consulto en las bibliotecas: es el libro enciclopédico de la fe, sencilla y profunda, de este pueblo, expresa de diversas maneras; con ese libro escrito a partir de la vida concreta de nuestro pueblo he aprendido a amar más al Señor Jesús. He aprendido de las lecciones impartidas por cada peregrino, de las variadísimas expresiones de ese “catolicismo popular”, de las oraciones, de las actitudes. Todo ello, por razones prácticas han sido sintetizadas en el hermoso y entusiasmante himno al Santo Cristo. Éste fue compuesto por quien fuera, primero mi Rector en la UCAB, y luego mi Obispo en la Diócesis de Los Teques, Mons. Pío Bello Ricardo. Todo el Himno es una lección de “cristología popular” y, nos describe al Divino Pastor de los valles y montes andinos, con la cualidad particular de su “rostro sereno”.

Desde esta experiencia de comunión con la fe sencilla y profunda del pueblo peregrino, he motivado estudios e investigaciones. Personalmente, cada año, con ocasión de la fiesta que hoy nos vuelve a convocar, he buscado leer en el Evangelio de la vida de nuestro pueblo lo que el Señor nos da a conocer y con lo cual somos evangelizados. La admiración que he experimentado y que he propuesto no se limita sólo a la talla, sino a lo que nos va revelando, para poder “contemplar al que traspasaron”. A la vez, el ejemplo de este pueblo peregrino también ha sido una lección marcante e iluminadora para profundizar en el misterio del Redentor. El ícono del Santo Cristo se puede considerar, desde esta perspectiva, un instrumento para interpretar lo que la Palabra nos transmite acerca de Jesús.

De hecho, las lecturas bíblicas de hoy serán interpretadas desde esta vivencia de fe del pueblo y de lo que el artista nos quiso regalar con su hermosa talla. A nosotros, hoy nos sucede lo mismo que relata el evangelista Lucas. No es la sinagoga de entonces, sino el santuario actual donde el mismo Señor se nos presenta como lo que es: Mesías, Maestro y Liberador. Como Mesías, Jesús es el ungido por el Espíritu para cumplir la Misión de ser el salvador de la humanidad y proclamar el tiempo de gracia; como Maestro, El Señor ha venido para anunciar el Evangelio a los pobres, afirmando que la Palabra se ha cumplido de tal modo que provocó la aceptación de los oyentes manifestada en la admiración de todos; como Liberador, Jesús el Señor anuncia que da la vista a los ciegos y la liberación de los cautivos y oprimidos. La corona final de la proclamación del texto profético la coloca el mismo Jesús al afirmar que “estas Escrituras que acaban de oír se han cumplido hoy”.

Al contemplar en la talla del Santo Cristo a quien traspasaron, volvemos a leer en ella lo transmitido por Lucas en su texto evangélico. Hoy, ese Cristo representado mostrando su costado abierto, con los ojos ya cerrados y la sonrisa de su rostro sereno, vuelve a decirnos que “todo está cumplido”. ¿Qué se ha cumplido? Sencillamente su tarea de Maestro, Mesías y Liberador. El Santo Cristo de La Grita nos permite, al admirarlo, entender que vivimos el “hoy” de Dios; es decir, el presente del cumplimiento de las promesas de salvación, con una apertura hacia el horizonte del Reino en el futuro de la vida eterna. A la vez, se cumple al hacer patente la vigencia y actualidad radical de su Palabra que no es otra cosa sino el Evangelio, la Buena Noticia de la Liberación integral de la humanidad, dibujada en la actitud distintiva de todo creyente y persona de buena voluntad, “ser pobre de espíritu”. En ese hoy de Dios, hecho memorial eucarístico, se hace presente el Mesías, quien, desde la unción por el Espíritu, nos invita a dar testimonio de su acción pascual liberadora. Él vino a darnos la libertad de los hijos de Dios. Nos enseña Pablo que la verdadera libertad, cuya fuente es la Verdad no es otra cosa sino la radical fraternidad y comunión entre Dios y nosotros y, por consecuencia, entre nosotros mismos.

Ese Maestro, Mesías y Liberador fue anunciado por los profetas. Uno de ellos, en el primer canto del Siervo de Yahvé (Is 42, 1-9), describe anticipadamente la misión a ser realizada por el Hijo de María de Nazaret. Entre las ideas que esgrime, podemos destacar que es el siervo del Padre (Yahvé), elegido por Él para llenarlo de su Espíritu así dictar la ley a las naciones. Aunque pueda aparecer débil, “no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho”. Dios lo asocia en una hermosa tarea: “dar aliento al pueblo que hay en la tierra y espíritu a los que por ella andan” (v. 5). El profeta anuncia que el Siervo de Yahvé ha sido llamado en justicia, y destinado a ser alianza del pueblo y luz de las naciones, para abrir los ojos al ciego y sacar del calabozo al preso, de la cárcel a quienes viven en tinieblas. Para completar este primer canto, el profeta afirma la motivación que mueve al Dios de la vida: “Otras cosas nuevas yo anuncio, antes de que broten yo se las hago oír a ustedes” (v.9).

¿Acaso ese mismo anuncio profético no lo vemos cumplido en el ícono del Santo Cristo de La Grita? Él se nos muestra como el siervo de Dios y servidor de toda la humanidad. Ya en la Última Cena, con el lavatorio de los pies, lo demostró, y Pablo lo ratificará en la Carta a los Filipenses: no dudó en despojarse de su condición para salvar a la humanidad desde dentro de ella misma. Es el sentido de la encarnación del Hijo de Dios. Hoy y siempre, al contemplarlo lo vemos retratado como ese siervo despojado de todo para elevar la condición de la humanidad. Ese Cristo del rostro sereno refleja que ha sido llamado en justicia; es decir, en santidad para demostrar que todas las personas humanas son iguales por ser hijos de Papa Dios.

Desde esa justicia, Jesús es alianza del pueblo y luz de las naciones. ¿Qué significa “ser alianza del pueblo”? Dos cosas importantes podemos entrever en este signo: una, su identificación plena y radical con la humanidad, incluyendo la pecadora o la que se opuso a Él mismo; y, en segundo lugar, porque su entrega pascual selló la nueva alianza entre Dios y la misma humanidad, y de los seres humanos entre sí. Por eso, se le identifica a Él como “alianza del pueblo”. Más aún, por su encarnación, Jesús es miembro del pueblo convocado por Dios. Esto se halla significado en los brazos abiertos y clavados en la cruz, con los cuales el mismo Jesús de los Milagros, acoge a todos sin excepción. Recordemos lo dicho por Él cuando afirmaba no haber venido a condenar sino a salvar a todo ser humano. Asimismo, al admirar en oración de fe la talla del Santo Cristo, nos encontramos con su serenidad que no es otra cosa sino la luz para iluminar a todas las naciones, pueblos, culturas y seres humanos de la historia. Entonces, podremos comprender la misión liberadora y de transformación pascual del Señor. El profeta está avizorando las cosas y noticias nuevas de las que seremos partícipes. La contemplación llena de sincera fe nos permitirá reconocer, en el Santo Cristo de La Grita, el cumplimiento de las promesas de Yahvé a su pueblo y a la humanidad.

Ya, en el Nuevo Testamento, los autores sagrados presentan la realización del acontecimiento de Jesús Maestro, Mesías y Liberador para demostrar que se han cumplido las Escrituras como lo dijo el Señor en la sinagoga del relato evangélico. Pablo no pierde tiempo al dejarnos el regalo de su vivencia de Cristo. El no es un simple repetidor o instructor de cristología. Habla desde la propia experiencia que tuvo con Él desde su conversión iniciada en el camino a Damasco. No en vano supo decir algo que deberíamos convertir en nuestra consigna: “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). En la carta a los Efesios, el Apóstol nos dibuja la persona del Maestro, Mesías y Liberador que cumple el encargo pascual recibido de su Padre Dios. Lo realiza, precisamente bajo la unción del Espíritu Consolador.

Allí, Pablo nos confirma que gozamos de los frutos de la pascua redentora y liberadora de Cristo: “Ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que en otro tiempo estaban lejos, han llegado a estar cerca por la sangre de Cristo” (Efes. 2, 13). La acción liberadora de Jesús ha sido tal, que ha derribado todo muro de división y enemistad existente dentro de la humanidad y así poder crear en ella la imagen del Hombre Nuevo. El modelo del auténtico Hombre Nuevo es el mismo Cristo. Como Maestro la presentó, como Mesías la construyó y como Liberador la hizo realidad en la propia humanidad. El autor de la Carta a los Efesios refrendará esta idea al invitar a despojarnos de la condición pecaminosa y negativa que nos pueda distinguir -el hombre viejo que se corrompe por el pecado- para revestirnos del Hombre Nuevo, creado por Dios en la justicia y santidad de la verdad (Efes. 4, 22-24). Eso significa actuar en el nombre de Cristo quien es nuestra esperanza.

Ante la hermosa imagen del Santo Cristo de La Grita, comprobamos que en Él se hace realidad lo descrito por el Apóstol. Su aparente derrota en la Cruz es todo lo contrario, al ser el triunfo del Bien sobre el pecado. La serenidad del rostro de nuestro ícono nos permite sentir que Él es nuestra paz. La auténtica paz no es la de las convenciones humanas o la del cese de los enfrentamientos armados entre los pueblos o la que se pretende imponer con persecuciones hacia quienes la piensan de modo diverso a nosotros… No, esa no es la paz auténtica. La verdadera paz viene de Cristo para derribar todo muro de división existente para lograr la unión fraterna de todos, llamados a ser imitadores de Cristo revistiéndose del Hombre Nuevo. Solemos denunciar y manifestar nuestro desacuerdo cuando se construyen muros para separar a los pueblos o impedir el ingreso de migrantes… pero nos olvidamos que también podemos edificar muros terribles para separar quienes piensan de manera diversa o luchan por sus derechos. La paz de Cristo destruye la división y siembra la unidad, aún en la diversidad. El Cristo de los Milagros de La Grita es el Hombre Nuevo con el cual hemos aprendido a derribar muros de incomprensión, de retaliación, de venganza…

Ahora bien, no podemos quedarnos sólo en esta parte de la meditación inspirada en los textos bíblicos de la celebración de este año. Siempre hemos insistido en la necesidad de hacer patente y real el testimonio de vida a partir de la enseñanza que nos ofrece la contemplación del Santo Cristo de La Grita. No se trata de tranquilizar la conciencia sino, más bien, salir con más entusiasmo para ser constructores del Reino inaugurado en la Cruz por el Maestro, Mesías y Liberador, Reino que lo es de justicia, paz, reconciliación, solidaridad, amor y libertad. De poco nos serviría la peregrinación y la celebración si no volvemos a nuestros hogares y comunidades reforzados para cumplir el mandato evangelizador de Jesús: anunciar su Evangelio de Liberación, conseguir nuevos discípulos, despertar a los aletargados, convertir a los alejados y hacer presente la fuerza renovadora del Santo Cristo de La Grita en nuestro Táchira querido y desde aquí en Venezuela y el mundo.

Al ser bautizados, somos cristianos católicos y miembros de la Iglesia. Podremos tener diversidad de edades, condiciones sociales y de opiniones. Sin embargo, recordemos también que hemos de actuar en el nombre del Señor. Esto, como lo dice Pablo a los Filipenses, conlleva tener y mostrar los mismos sentimientos de Cristo. Y éstos, comenzando por la humildad y la generosidad de su entrega en el amor por todos, están descritos en las bienaventuranzas: ser pobres de espíritu, misericordiosos, limpios de corazón, tener hambre y sed de justicia, ser constructores de la paz. Esos sentimientos nos hacen felices; asimismo, el ser perseguidos por la justicia. Y hay algo más, pues, un verdadero católico no persigue a sus hermanos porque la piensen de manera diversa, inventando narrativas que no se corresponden a la realidad. El Evangelio es muy claro cuando afirma que seremos juzgados por el amor manifestado a través de nuestros actos. A la vez, lo que se haga a un hermano se le está haciendo al mismo Cristo.

Habida cuenta de esto, como consecuencia de las enseñanzas bíblicas de este día, podemos sacar alunas conclusiones para hacerlas sentir desde nuestra vida. Al estar bautizados y ser miembros de la Iglesia, somos cristianos católicos. Católico significa haber recibido la plenitud de la presencia de Dios para actuar en el nombre de Dios. Es decir, experimentamos la consagración recibida en el Bautismo a fin de actuar como testigos, pues el Espíritu también está sobre nosotros. Y, al ser cristianos, estamos diciéndole al mundo que no somos nosotros, sino Cristo quien, desde nosotros mismos, sigue manifestándose cual Maestro, Mesías y Liberador. Como lo señaláramos al inicio de esta Homilía, el Santo Cristo de La Grita hoy nos convoca para enseñarnos a vivir como pueblo de Dios y con “el catolicismo popular” que marca nuestra existencia eclesial y cristiana. Hoy, en Táchira, Venezuela y el mundo a los cristianos católicos nos corresponde la misma tarea que recibieron los hermanos de las primeras comunidades eclesiales: hacer brillar la luz sobre las naciones y pueblos, derribar los muros existentes para edificar la auténtica paz, crear comunión y ejercer el ministerio de la reconciliación y el perdón. Todo ello, movidos por el amor.

El amor es el motor de nuestras existencias cristianas. Nos dice Pablo que el amor lo puede todo: “es paciente, amable, no es envidioso… no toma en cuenta el mal; no busca su interés particular, no se alegra con la injusticia, pero sí se alegra con la verdad. Todo lo excusa… todo lo espera…todo lo soporta” (1Cor 13, 4ss). Y, existe una expresión radical del amor: “Han oído que se dijo, Amarás a tu prójimo y odiarás a tus enemigos. Pues yo les digo: Amen a sus enemigos y rueguen por quienes les persiguen, para que sean hijos de su Padre Celestial” (Mt. 5, 43-45). Es un mandamiento del mismo Señor que nos corresponde cumplir. Y Jesús nos dio el ejemplo: ante quienes les habían torturado y crucificado y se burlaban de Él en el Calvario, dijo “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”… y al malhechor crucificado junto a Él, le garantizó la reconciliación cuando le aseguró “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. A la vez, nos enseñó a orar. Con la oración del Padre Nuestro mostró como condición para recibir el perdón de Dios el ser capaces de perdonar a quien nos ofende.

Bien sabemos que no es fácil amar a los enemigos. Al ser de carne y hueso, podemos experimentar sentimientos de rabia y resentimiento que nos conducen a la venganza y al revanchismo, puertas inequívocas de todo tipo de violencia. Todos hemos tenido la experiencia de perdonar y de ser perdonados, como la de rechazar y la de ser rechazados. En este sentido, permítanme una confidencia. No soy propenso a hablar acerca de mí, sobre todo para no caer en la tentación del engreimiento y porque, en el fondo, no soy más que los demás. Al compartirla no quiero ser alaadoe, sino que pueda servir de ayuda en estos momentos cuando urge el re-encuentro de hermanos y no la persecución ni la revancha de ninguna parte de nuestra sociedad.

No es ningún secreto mi amor por el Táchira y su gente. Me siento tachirense gracias a ustedes. Tampoco puedo ocultar mi gran amor y devoción al Santo Cristo de La Grita. Es tal ese amor que, en mi testamento pido que si bien, luego de mi partida a la eternidad, mi cuerpo debe ser sepultado en la Catedral a los pies del Cristo del Limoncito, mi corazón, repose en el santuario del Santo Cristo de La Grita. Pero el caso es que, con la dedicación que le he puesto a esta ciudad que es el Santuario del Táchira (y ¿por qué no de Venezuela?) el único sitio donde he sido agredido físicamente ha sido aquí por alguien que no estaba de acuerdo con ideas y propuestas por mí presentadas en favor de la ciudad; y, por iniciativa de algunos muy pocos, fui declarado persona no grata en esta ciudad. Sé que nunca fue la mayoría… pero hubiera podido hacer lo que también aparece en el texto bíblico de salir y sacudir las sandalias para desprenderme del polvo de la región. Pero, me fui a los pies del Cristo y me puse en sus manos. Aunque no tuve ninguna experiencia mística, me aconteció algo parecido a lo que solía Don Camilo conversar con el Cristo de su parroquia por las discusiones y ofensas que recibía de Don Peppone. Sentí que el Señor me pedía que perdonara y no guardara rencor ni pagara con la inmensa mayoría de la feligresía gritense la cual ni siquiera se había enterado de la situación. Les aseguro que me costó. Debí dejar la rabia y la impotencia a un lado para demostrarme lo que yo mismo he predicado cuando aseguro actuar en el nombre del Señor. Y en ese momento sentí la fuerza del corazón traspasado a través del costado abierto del Cristo de La Grita. Sentí la gracia de Dios y me sentí el hombre libre que siempre he tratado de ser… incluso luego de la oración donde el protagonista fue más el Cristo que mi persona, me fui a la estación de policía para pedirles a las autoridades la liberación del agresor y manifestarle mi actitud de perdón.

De nuevo, les pido perdón por esta confidencia que no busca aplausos ni reconocimientos. La he traído a colación como un pequeñísimo ejemplo de lo que actualmente tenemos que hacer en nuestro Táchira y en Venezuela. Hoy sigue cumpliéndose la profecía del Maestro, Mesías y Liberador, pues continúa siendo la hora de Cristo, es decir el tiempo de gracia de la liberación pascual. Entonces, desde esta perspectiva ¿no es el momento de demostrar que somos discípulos de ese Cristo del rostro sereno? ¿Acaso no estamos llamados a derribar los muros existentes y a no construir otros nuevos y más aberrantes? ¿no es el momento de dejar de lado las descalificaciones y calumnias con las cuales destrozamos al adversario cualquiera que sea y creamos indefensión en el pueblo? ¿Acaso no estamos llamados a escuchar los clamores de la gente sencilla, de los pobres y excluidos? ¿no es el momento de asumir la tarea de dar la vista a los ciegos obcecados, de lado y lado, que parecen estar más bien en la acera de enfrente y no en las sendas del pueblo? ¿Acaso no estamos comprometidos a dar cumplimiento a la auténtica voluntad del pueblo manifestada en sus inquietudes, en sus votos, en sus anhelos y esperanzas? ¿No estamos llamados a ser constructores de la paz y del amor en la Verdad? ¿Acaso no es el momento para entender que el único y verdadero protagonista de la democracia es el pueblo, y que nadie es dueño de ella sino colaboradores y servidores de la misma? ¿No es el momento de que en vez de inventar falsos positivos y promover persecuciones que ponen en vilo la vida y futuro de los jóvenes, nos comprometamos a construir junto con ellos el futuro que anhelamos todos? ¿Por qué no se persiguen a los irregulares que invaden nuestros campos y a los mafiosos que esclavizan a tantos adolescentes y hacen negocio con el narcotráfico y la trata de personas?

Hoy es el tiempo de la gracia que nos corresponde vivir. En este sentido, como conclusión de lo orado y meditado, deberíamos afinar algunas tareas y compromisos. En primer lugar, hacer realidad la propuesta de contribuir para llegar a ser hombres nuevos, mujeres nuevas, revestidos de Cristo. Sin miedo a actuar con los sentimientos de Cristo para transmitir la constancia y el consuelo del Dios de la vida hagamos realidad. Por tanto, sin vacilaciones, demostremos que nuestra paz la fuerza renovadora y transformadora del amor que todo lo puede. Ese amor viene de Cristo, quien lo ha colocado en nuestras existencias a fin de contagiarlo a todos. Nos decía el recordado Mons. Carlos Sánchez Espejo que el Táchira hace lo que el Táchira quiere. Desde nuestro ser cristianos católicos y como miembros de la Iglesia le decimos al mundo que somos hombres y mujeres capaces de ser protagonistas del amor de Dios que todo lo puede. Eso sí es lo que el Táchira quiere.

En segundo lugar, estamos invitados a hacer realidad la liberación pascual de Cristo: para ello, anunciamos el evangelio a los pobres, rompemos toda cadena que pueda esclavizarnos, además de promover la libertad de los hijos de Dios. Demostremos que, aún con nuestras diferencias, somos capaces de vivir en fraternidad, de dialogar y de respetarnos como pueblo. Los dirigentes sociales, políticos y religiosos, hoy más que nunca, deben sentirse miembros de ese pueblo, del cual son servidores y no manipuladores. Que la ofensa se deje de lado para hacer brillar la Verdad que nos hace libres (Jn 8,32).

Como tercera tarea y compromiso tenemos la construcción de la paz. Si somos seguidores de Cristo y Él es nuestra paz, entonces, todos estamos llamados a trabajar por y para ella. Eso sí, sin mezquindades, sin pretensiones y sin condicionamientos. Esa paz pasa por dos pasos necesarios: escuchar al pueblo porque somos pueblo liberado por el Señor Jesús… escucharlo en sus clamores, en el respeto de sus anhelos, decisiones y esperanzas… el segundo paso, clave e irrenunciable, hacerlo en el nombre del Maestro, Mesías y Liberador. Si somos cristianos católicos, ciertamente seremos capaces de construir el amor en a Verdad, sin caer en los extremismos de posiciones cerradas que descalifican a los que piensan de otras maneras.

Cada vez que peregrinamos traemos ante el Santo Cristo nuestras peticiones y acciones de gracias; le ofrecemos lo mejor de nuestras propias vidas. Me atrevo a sugerir una propuesta para la consideración de todos, que pueda ser nuestra ofrenda al Cristo del rostro sereno en aras de la paz y del beneficio de toda nuestra ciudadanía en la situación que vivimos. Como fruto de esta peregrinación en estos momentos particulares, ¿por qué no abrir un espacio de encuentro de todos los sectores de la sociedad tachirense donde participemos sin discriminaciones y podamos escucharnos, corregirnos, animarnos y diseñar el Táchira que de verdad requerimos? Las únicas condiciones que podríamos poner son el respeto mutuo, la escucha también mutua y la decisión de cada uno de aportar para el diseño de la sociedad fraterna, justa, solidaria y con capacidad de reconciliación. En este gran encuentro, participaríamos todos sin excepción: los ricos y los pobres, obreros, campesinos, agricultores, comerciantes y empresarios; políticos de las diversas tendencias existentes en la región; católicos y no católicos, creyentes y no creyentes; militares, policías y civiles; hombres y mujeres; académicos, profesores, maestros y estudiantes; servidores públicos; familiares de los migrantes y de los privados de libertad, migrantes y víctimas de las mafias opresoras…

Estoy seguro que, de lograrlo, será un ejemplo para todas las regiones y para toda la nación urgida de un diálogo constructivo para demostrarnos que el pueblo es el único y auténtico protagonista de la democracia. La coordinación de esta propuesta estaría en manos de personas de arraigada aceptación y con gran peso moral ¿No sería ésta una tremenda ofrenda al Santo Cristo de La Grita, quien nos ha regalado tantísimas cosas, pero sobre todo el de la libertad de los hijos de Dios? No tengamos miedo de hacerlo.

Al contemplar al ícono por excelencia del Táchira bonito, hemos podido meditar algunos elementos del Mesías, Maestro y Liberador. Volvemos a ratificar que en Él todo lo podemos y es la causa de una esperanza que no defrauda. Lo hemos hecho desde la experiencia de la fe sencilla y profunda que nos distingue como pueblo. Fe sencilla pues no es protocolar ni se reduce a falsos misticismos; más bien vivida desde la experiencia de la oración y la eucaristía que la fortalecen. Profunda ya que echa sus raíces en la Palabra de vida eterna. La compartimos sin distinciones, pues somos un mismo pueblo con un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo. La apoyamos en el ejemplo viviente de María de los Ángeles, Madre de Jesús y Madre nuestra, quien intercede por nosotros en este tiempo de gracia que, si bien tiene sus incertidumbres, es el hoy del Maestro, Mesías y Liberador para nosotros. Con ella podemos clamar que sí hay razones para la esperanza si hacemos lo que su Hijo nos pide (Cf. Jn 2, 5), actuar en su nombre durante estos tiempos.

Así podremos seguir anunciando el Evangelio de la vida y la libertad y edificar su Reino, inaugurado desde la Cruz redentora como nos lo muestra de manera continua el Santo Cristo de La Grita. Para ello, sin duda alguna este pueblo del Táchira puede contar con la Iglesia: sus laicos en las diversas tareas en medio del mundo del trabajo, del desarrollo integral, de la política y de la familia son constructores de esa paz; los sacerdotes y diáconos, que sólo pertenecen a Cristo a quien están configurados, son los pastores llamados a caminar con su pueblo y acompañarlos en las cañadas oscuras y barrancos por donde caminar; los Obispos garantizando con su entrega la edificación de la comunión y la enseñanza del Evangelio. Somos defensores de la Verdad en el amor y en la justicia, como bien lo enseña el Señor del rostro sereno. Amén.

+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTÓBAL.

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