Lecturas recomendadas

Peor silencio

El mayor problema de comunicación es que no escuchamos para entender; escuchamos para responder

Bernardo Moncada Cárdenas:
«La incomunicación presencial es aquella que se produce cuando dos personas están muy cerca pero, paradójicamente, alejadísimas la una de la otra». Carlos del A., periodista
¿Cuántas veces, en medio de una discusión acalorada, que llega hasta no tener sentido ni final, nos detenemos a pensar lo que estamos haciendo? Lastimosamente, ese momento de lúcida interrogante pocas veces acontece. Por lo contrario, se deja rodar la bola de nieve que va creciendo y congelando todo, en un toma y dame que solamete termina cuando llega al congelamiento absoluto, a la ruptura, a la paralizante convicción de que ni diálogo ni convivencia son posibles.
Suele suceder en parejas mal avenidas (que alguna vez parecieron perfectas), pero es frecuente en equipos de trabajo, en grupos de amigos, en competencias deportivas, en cualquier comunidad y -muy a menudo- en el «deporte» universal: la política.
La política significa, originariamente, la vida en comunidad de los distintos, la capacidad humana de unir en acuerdos más o menos duraderos a quienes provenimos de orígenes, culturas, mentalidades, separadas, a veces opuestas. Es el arte de vivir en la polis, la ciudad a la que llegan todos los caminos.
Sin embargo, implica la política una esencial dinámica competitiva, donde suelen contraponerse las ofertas ideológicas que pretenden poseer -cada una- la mejor explicación de nuestra vida social y sus conflictos, y la mejor manera de resolverlos. Cada ideología lo hace, y la propone enfrentándose a otras.
En caracterizarse por competir, las ideologías políticas también se asemejan al deporte, y, cuando una propuesta ideológica cristaliza en partido político, la capacidad persuasiva de su propaganda puede, como ocurre con los equipos futbolísticos, suscitar fanatismo hasta niveles francamente bélicos.
Los enfrentamientos pugnaces, llegando hasta violentos choques armados, no han sido raros en la historia del partidismo ideológico-político; el crimen comienza bíblicamente, cuando Caín difiere de su hermano Abel, a quien envidia.
Con tal antecedente, la violencia en la confrontación ideológico-partidista, y la pérdida de todo escrúpulo en la lucha por imponernos (lucha por el Poder), parecería inmanente en el ser humano y sus agrupaciones. El fanatismo resultante de la fe ciega en la superioridad de nuestra facción partidista, nuestro credo ideológico (o del equipo que secundamos) pareciera una consecuencia inevitable de esa tendencial confrontación.
Inevitable también pareciera el tremendo silencio que viene después de tales choques, un silencio que pudiera hacer reflexionar, como reseña la historia después de algunas grandes guerras, pero la mayoría de las veces parece llenarse del ensordecedor sonido del mutuo resentimiento: el peor silencio, un silencio de muerte.
Como en las discusiones a que nos hemos referido al comienzo, la gravedad del impasse aparenta no tener solución. Y sin embargo la tiene: la via la hallará quien se detenga a revisarse y revisar lo sucedido, para subsanarlo. La via se llama perdón y se llama diálogo, cuando ya no se enfrentan posiciones, sino se abren dos humanidades con sus peculiaridades; se comunica, esto es, se pone en común, en lugar de resaltar y defender las diferencias. Quien primero lo plantee honestamente habrá vencido, en una victoria sin derrotas.
El mayor problema de comunicación es que no escuchamos para entender; escuchamos para responder, por ello lo que llamamos «dialogar» o «parlamentar» suele ser enfrentamiento de puertas a priori cerradas. El silencio que escucha calculando la respuesta aniquiladora, ¿no puede cambiarse por el silencio que escucha para entender y articular, para la respuesta que suma, en lugar de continuar restando?.-

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