Óleo de gozo en lugar de luto
Rosalía Moros de Borregales:
Ella era como su nombre, humilde y rendida al amor de Dios como María, su escogida para llevar en su vientre al Mesías, al Príncipe de paz. Ella era como la tibia luz de la Aurora que con su delicado brillo va calentando los huesos fríos, entumecidos en la intemperie de la noche. Ella era esa luz que tiernamente, sin hacerse notar, sin algarabía podía disipar la oscuridad de los sentimientos más adversos con una finura realmente incomparable. Ella era María Aurora, mi hermana.
Nunca antes habíamos experimentado el dolor del sufrimiento intenso, indecible de alguno de nosotros. Fue una espada que nos traspasó el alma. Son lágrimas que nunca acaban; son recuerdos que siguen hiriéndonos y, al mismo tiempo, cada paso que dimos en el empedrado camino de su sufrimiento se ha convertido en un secreto de amor que pareciera ser revelado desde el Cielo, de su parte.
Ella nos enseñó tanto sin saberlo. Ella nos acogió a todos en su amor; nos reunió en su casa y cantamos juntos en su despedida… Ella nos mostró el lenguaje silencioso del sufrir, el lenguaje de la imposibilidad que se rinde a los brazos del Creador, que se entrega sin medidas.
Recuerdo sus ojitos dulces con su mirada tierna, cuando al ver mi sufrimiento por ella, me repetía una y otra vez: “I am sorry, I am sorry” expresando en la que vino a ser su lengua, su mejor manera de expresarse. Solo ella era capaz de olvidar su propio sufrimiento y sentir pena por el que ella involuntariamente, podía causarme.
Su partida representa el hueco más profundo en el que he estado hundida en esta vida. Su partida me llevo a transitar las calles oscuras del luto del adiós. Por esa razón, amo cada palabra expresada en la profecía de Isaías 61, porque allí está descrita la obra redentora de Dios para con la humanidad. Porque en ella podemos conocer las manifestaciones contundentes del amor del Mesías. Porque cada promesa expresa la obra restauradora de Jesús para el alma.
El luto es separación, no sabemos qué hacer con la fuerza inmensa de ese amor que ahora no está. El amor es como un impetuoso río, cuando sus aguas se bloquean con un dique, se estancan, no encuentran camino. Y así cuando la fuerza del amor es bloqueada, duele, duele demasiado, no sabe a dónde ir, no sabe cómo continuar su camino.
El luto es una tierra árida, seca, sedienta. Una tierra sin Refugio, sin sustento.
El luto es negación; es ver imposible el futuro. ¿Cómo poder vivir sin su presencia?
El luto es conocer la injusticia del mundo. Es no comprender como tantos seres perversos continúan viviendo y una vida tan pura, noble es tan corta.
El luto es palpar muy de cerca la imposibilidad de nuestros limitados recursos. Es entender que toda la ciencia no pudo salvarla. Es conocer la indefensión.
El luto es la angustia del alma que resquebraja todo nuestro ser.
Es la noticia que nunca quieres escuchar. Es no entender nada, aunque sea tan claro como el agua… Ella partió, ya no está aquí, ya nunca más la veré en esta Tierra.
El luto es el collar tejido con cada lágrima silenciosa que como usurpadora cubre tu mente, desciende por tu rostro hasta llegar a tu corazón. Y también es el llanto que te despierta en medio de la noche, el sollozo de un corazón que no sabe cómo curarse.
El luto es sentir que el mundo debería detenerse y dejarte sentir a plenitud el dolor de su partida; aunque en el corazón comprendas que cada giro de la tierra sobre sí misma es lo más sabio que hizo Dios para que tu vida continúe, hasta que tú seas el luto de alguien más.
El luto es una cueva de donde quieres salir desesperadamente; pero sabes que es dónde debes permanecer para poder encontrar la senda de la sanidad. Nada que se evita se sana. Nada que se esconde o se guarda deja de doler. Y aunque el olvido te haga creer que hubo sanidad, tú alma conoce muy bien sus heridas.
El luto es romperte en mil pedazos y ser reconstruida con hilos de oro; son las marcas de la vida que te hacen brillar; son las huellas indelebles que te hacen un ser único y especial.
Cuando en medio del luto elevamos nuestra mirada al Cielo. Cuando nuestro corazón grita una oración, cuando nuestra alma extenuada se rinde a Dios; entonces, la luz de su rostro ilumina nuestro ser y este mundo nos queda pequeño, al vislumbrar la gloria de la eternidad con Él.
El ha prometido cambiar nuestro luto en óleo de gozo, en aceite de regocijo. El óleo que cura la herida, que hidrata la piel y la nutre. El oléo que se convierte en capa protectora que hace que la cruda verdad, iluminada por la eternidad, pierda su poder para continuar rompiéndonos el corazón.
El óleo de gozo, el manto de alegría, esa paz interior que disipa la angustia de su ausencia. Ese sentimiento de regocijo; esa alegría desconocida por el mundo, experimentada solo en la presencia de Aquel que nos comprende con conocimiento de causa, porque Él derramó su vida hasta la muerte.
Aquel que en la Cruz sufrió todos los dolores que tú y yo podríamos algún día llegar a conocer. Aquel que fue molido por nuestros pecados, cuya muerte venció al que tenía el imperio de la muerte, para darnos vida por siempre y para siempre, para que el luto nunca más vista nuestro corazón.
Rosalía Moros de Borregales
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