Santa Isabel de Hungría, la princesa que se hizo sierva de todos
Cada 17 de noviembre la Iglesia celebra a Santa Isabel de Hungría (1207-1231), hija del rey Andrés II, el Hierosolimitano. Isabel fue una joven madre que aprovechó su posición social para asistir a Cristo presente en los más pobres. Al morir su esposo, Luis I, abrazó la pobreza y se consagró a la vida religiosa.
Gracias a su fortuna construyó un hospital donde ella misma atendía a los enfermos y dio cuanto dinero pudo para ayudar a quienes lo requerían. Por esta razón, tras su canonización, Isabel se convirtió en símbolo de la caridad cristiana en muchos lugares de Europa.
Una jovencita de temple: generosa, amable y paciente
Isabel de Hungría nació en Sárospatak o Presburgo (Reino de Hungría) en 1207, y fue dada en matrimonio a Luis I, landgrave [príncipe] de Turingia-Hesse. Dado que su destino sería ese -formar parte de la Corona- desde temprana edad Isabel fue enviada al castillo de Wartburg para ser educada en la corte de Turingia.
Allí soportó pacientemente la pena de haberse separado de su familia, así como las incomprensiones e intrigas palaciegas, las que enfrentó con todo el ánimo amable posible y oración constante. Esas disposiciones de espíritu, justamente, le ayudaron a ganarse el cariño y respeto de muchos, empezando por la gente del pueblo.
Ser esposa y madre
El matrimonio entre Luis I e Isabel se produjo apenas Luis heredó el principado de Turingia. Dios regaló a la joven pareja tres hermosos hijos y un hogar feliz. El rey, que veía cuán generosa y desprendida era su esposa, no ponía mayor impedimento para sus obras de caridad y la dejaba repartir incluso bienes de la casa real entre los pobres.
Se dice, también, que Luis cuidaba cariñosamente de Isabel para que no se excediera en sacrificios y descanse adecuadamente. Y es que Santa Isabel tenía la costumbre de dormir muy poco, pues pasaba gran parte del día sirviendo a la gente y se levantaba de madrugada para orar, sin importar cuán dura pudiese haber sido la jornada del día anterior.
“El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mt 20, 28)
Cuando el hambre azotó Turingia, la santa organizó a sus súbditos e hizo cuanto pudo para ayudar a los campesinos y evitar que las cosechas se perdieran. Viendo la gravedad de la situación dispuso la repartición incluso del grano reservado para la casa real. Esto le valió grandes críticas de parte de muchos nobles, pero a ella no le importó.
Como el castillo en el que vivía junto al landgrave quedaba sobre una colina, mandó construir un hospital al pie del monte, en el que se puso a atender a los enfermos personalmente, dando de comer a los más débiles con sus propias manos. Para paliar la escasez de recursos del hospital vendió joyas y vestidos, y con lo que sobró pagó el cuidado y la educación de muchos niños huérfanos.
“… Dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28).
Lamentablemente, su esposo, Luis I, murió víctima de la peste, contagiado camino de la cruzada organizada por el emperador Federico II Hohenstaufen (1194-1250). Isabel sufrió muchísimo la ausencia de su esposo, quien la había apoyado siempre en sus iniciativas. Luego vendría una seguidilla de conflictos en la corte que desembocaron en la toma abrupta de la corona por mano de su cuñado.
En ausencia de Luis, Isabel se había encargado de la administración de la casa real y había dado señales políticas muy positivas al pueblo, como un largo viaje a lo largo y ancho de todo el principado. Por eso su cuñado, al asumir el trono, le prohibió a Isabel que continuara con sus obras de caridad. El nuevo gobernante veía a Isabel como rival, por lo que ella decidió dejar la corte.
“Voy para la gloria” (Santa Isabel de Hungría)
Isabel, habiendo previsto que a sus hijos no les falte nada, tomó el hábito de la tercera orden de San Francisco de Asís. A partir de entonces, vivió una vida de pobreza: hilaba o cargaba lana para su sustento y el de los enfermos a su cuidado; vivió austeramente y trabajó hasta el final de sus cortos días. Murió el 17 de noviembre de 1231, muy joven, a los 24 años.
Cuenta la tradición que el mismo día de su muerte, en otro lugar, un fraile franciscano se había fracturado gravemente uno de los brazos en un accidente, y sufría dolores indecibles. En eso, se le apareció Santa Isabel portando un vestido radiante. El hermano lego preguntó a la santa por qué estaba tan hermosamente vestida, a lo que ella respondió: “Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo ya que ha quedado curado”.-
Aciprensa