Opinión

Un país que pueda ser salvado

Hay inconsciencia que conspira en contra de que cualquier buen futuro se consolide

Bernardo Moncada Cárdenas:

“A quienes, calladamente, luchan”

Con el éxodo, forzado por las circunstancias que se le imponen al país, vemos extenderse dos leyendas: la leyenda dorada, que se ufana abultando el buen desempeño de algunos de nuestros coterráneos en el exterior, y la leyenda negra, que exagera los choques con otras culturas, el rechazo en algunas naciones, y la actitud reprobable que algunos exiliados asumen, postrados en pasividad y parasitismo, cuando no dedicados al delito como estaban en Venezuela.

Son visiones agrandadas en su contradicción, pareciera que una tiene la razón, mientras la otra miente o se equivoca. Pero no es así, en la realidad ambos extremos coexisten, aunque sea mayoritario el caso de los venezolanos que discretamente se integran a las masas de inmigrantes en los países receptores, tratando de no hacer bulla, buscando la normalidad que parecen haber perdido irremisiblemente en nuestra tierra.

Verse obligado a adaptarse a otra nación, a diferencia de hacerlo por gusto o conveniencia largamente meditada, saca a flote las características esenciales de la persona para bien o para mal. Ello sucede también en relación con quienes por decisión u obligación permanecemos en suelo patrio. Especialmente cuando vivimos sometidos a condiciones y presiones que nada tienen de normal.

Pero hay inconsciencia que conspira en contra de que cualquier buen futuro se consolide; se evidencia, por ejemplo, con proyectos educativos que, vaciándose de contenidos, y dejando atrás el cultivo del mérito, destruyen en los niños lo poco que hemos podido construir como civilización en nuestra corta historia. Y se hace notar, parejamente, en el accionar de uno que otro ciudadano común. La especulación en la oferta de bienes de primera necesidad, la destrucción del patrimonio público como supuesta expresión de protesta, la obscenidad en modos de hablar y la vulgaridad en modos de vestir, el comportamiento desafiantemente descuidado –casi suicida, se diría- de conductores, motociclistas y peatones, en nuestras vías, y la violencia que exhibe la delincuencia, están haciendo inhabitable a Venezuela. Si estas tendencias terminan de imponerse, no quedará país qué salvar.

Claro que, como pasa con la masa de emigrantes callados, también se cuenta con una mayoría que no ha caído en las perversiones señaladas: trabajadores que se afanan incansables para lograr el milagro de alimentar a su familia, estudiantes que insisten en formarse bien, familias que cuidan la educación moral de sus hijos, funcionarios y técnicos que luchan por cumplir su servicio en medio de miles de contratiempos, maestros que mantienen esforzadamente la oferta de un buen nivel de formación, persisten entre nuestros connacionales. Son héroes silenciosos que mantienen un juicio claro sobre la situación del país, aunque no lo voceen ruidosamente. Forman parte de las multitudes que colmaban enormes marchas de protesta, y se han decidido a mejorar lo que está a sus alcances. A esa reserva moral debemos un reconocimiento y nuestras esperanzas.

El ímpetu de cada uno de nosotros es un bien para todos; la energía del yo no se agota en sí misma, sino que construye un pueblo. Personas movidas por un ímpetu positivo se juntan, toman la iniciativa y reconstruyen el país. Se conforman agrupaciones que comienzan a actuar antes de cualquier plan político, para salvaguardar un bien que estaba casi totalmente destruido: y, aún más que el patrimonio físico, salvaguardar el patrimonio moral.

Es la energía de un “yo”, que suma otros y otros. Es un tema de actitud personal, el que pone en marcha la posibilidad de renacimiento. Una responsabilidad que cada uno debe asumir, si no queremos un país inhabitable. –

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