Y habitó entre nosotros
El nacimiento de ese Niño divide la Historia, y diviniza al hombre
Rafael María de Balbín:
“Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cf Lucas 2, 6-7); unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (cf Lucas 2, 8-20). La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:
La Virgen da hoy a luz al Eterno / Y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.
Los ángeles y los pastores le alaban / Y los magos avanzan con la estrella.
Porque Tú has nacido para nosotros / Niño pequeño, ¡Dios eterno!”
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 525).
La Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios está en el centro de la religión cristiana, ya que “una religión no es la Iglesia a la que uno va, sino el universo en que uno vive” (G.K. CHESTERTON. El amor o la fuerza del sino. Madrid, 1993, p. 293). En la Navidad no celebramos un acontecimiento místico o espiritual (tal como un fantasmagórico espíritu de la Navidad), sino tan material y sencillo como el nacimiento de un Niño, que, por ser a la vez Dios y hombre verdadero, traerá consigo para nosotros también muchos regalos místicos y espirituales.
Un acontecimiento que nos llena de alegría: “La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, es el secreto gigantesco del cristiano (…). El paganismo era la cosa más grande del mundo, y el cristianismo fue todavía más grande, y desde entonces todo lo demás es pequeño en comparación” (Ibidem, p. 293-294).
El nacimiento de ese Niño divide la Historia, y diviniza al hombre: le abre perspectivas infinitas: “Una vez llegada la plenitud de los tiempos, sobrevino la Encarnación de Jesucristo, el Verbo divino, enviado por el Padre para darnos a conocer todo aquello que Dios ha querido comunicarnos y hacernos participar de la misma vida divina. Este rasgo -este progresivo acercamiento de Dios al hombre, esta gratuita apertura al hombre de la intimidad divina- caracteriza de modo propio y singular la religión proclamada por Jesucristo, y la distingue radicalmente de cualquier otra: el cristianismo, efectivamente, no es una búsqueda de Dios por el hombre, sino un descenso de la vida divina hasta el nivel del hombre (…). La religión cristiana es, pues, una irrupción de Dios en la vida del hombre” (A. DEL PORTILLO. Escritos sobre el sacerdocio. Madrid, 1970, p. 105-106).
Es natural y corresponde a las mejores posibilidades del hombre el que éste busque a Dios, y así lo ha hecho, sin excepción, a lo largo de toda la historia de la humanidad. Y sin embargo es innegable que muchas veces ha sido una búsqueda a tientas y en la oscuridad, con tropiezos y perplejidades. El nacimiento del Niño Dios nos sitúa ante la inmensa bondad de un Dios que se compadece de nosotros, se inclina hacia nosotros y se hace uno de los nuestros. “Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo” (JUAN PABLO II. Carta Apost. Tertio Millennio adveniente, n. 6).
Nace el Niño Dios, y viene para hacernos a cada uno hijo de Dios; y por tanto a hermanarnos, con una dignidad que iguala a todos los hombres a un nivel más profundo y personal que las realizaciones socio-políticas: “La base del cristianismo y de la democracia es que el hombre es sagrado (…). El más difícil de todos los evangelios es que el cristianismo se identifica con la democracia; nada asusta tanto a los hombres como decir que todos ellos son hijos de Dios” (G.K. CHESTERTON, o.c., p. 294).
Jesucristo vino a darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos señala el camino de la obediencia a sus mandamientos. Una obediencia filial, por fe y por amor: “En una verdadera tradición religiosa el hombre entiende dos cosas: la libertad y la obediencia. La primera significa saber qué quieres de verdad. La segunda significa en quien confías de verdad” (Ibidem).-
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