Trabajos especiales

«Nicea» en la fe y la historia de la Iglesia

Este año se cumple el 1.700º aniversario del concilio de Nicea

Nelson Martínez Rust:

 

Corre el mes de junio del año 325. Retrocedamos las hojas del calendario hasta el día 19 del mismo mes y año. Nos encontramos en la ciudad de Nicea – hoy denominada “Nicaea” -, en la moderna Turquía de nuestros tiempos. El emperador de aquella época, Constantino, en el apogeo de su gobierno, aparece radiante en la gran sala del palacio imperial con el fin de dirigirle la palabra a los obispos reunidos que habían sido convocados poco antes por él – San Atanacio dice que fueron 380 los obispos que asistieron. El número parece exagerado y alegórico -. Sus palabras fueron exhortativas, pronunciadas en tono bondadoso y conciliador, consciente de la trascendencia del momento. Les pedía a los presentes que tomaran las medidas necesarias para asegurar la unidad doctrinal de la Iglesia. Las palabras finales de su discurso ofrecieron el apoyo irrestricto al naciente concilio, al mismo tiempo que les reiteraba su petición de que, a como diera lugar, se llegara a una verdadera paz doctrinal. Acto seguido, Constantino se retiró habiendo dado cumplimiento al principio establecido para la época de ser superintendente en lo externo de la Iglesia. De esta manera dejaba a los Padres conciliares – Obispos – el ejercicio de su cargo en lo que correspondía al ámbito interno de la misma. El concilio duró hasta el 25 de agosto del 325. La fecha de apertura y clausura son discutibles.

Este año se cumple el 1.700º aniversario del concilio de Nicea, probablemente el mayor acontecimiento de envergadura que haya tenido la Iglesia en su ya larga historia milenaria. Al observar retrospectivamente el acontecimiento, lo que maravilla es el hecho de que la joven Iglesia, que estaba emergiendo de tres centurias de persecución, hubiese alcanzado la fortaleza, el coraje y la madurez necesaria para asumir el debate sobre la identidad de Jesucristo.

La crisis se había iniciado tiempo atrás con Arrio, nacido en Libia y ordenado sacerdote para la Iglesia de Alejandría en Egipto. Pronto se distinguió por sus conocimientos y por una gran habilidad dialéctica. Arrio sostenía, contradiciendo el pensar de la Iglesia que había sido propuesto y enseñado sobre la divinidad de Jesucristo de manera continua y sin sobresaltos, aunque todavía no lo había definido de manera solemne, que el Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad era una creación de Dios-Padre. Así, para Arrio y sus seguidores, Jesús sería solo el más grande de los hombres, el ser más cercano a Dios-Padre, pero, no sería Dios. Del hecho de confesar que Jesucristo no era igual a Dios-Padre, se deducía también fácilmente que Jesucristo no era Dios ni coeterno como Él. Por consiguiente, se vaciaba el misterio de Cristo de su alcance propiciatorio – redentor -, de toda su obra redentora. La pasión, la muerte y la resurrección de Cristo no tenían ningún valor, era solo un decir sin contenido eficaz ninguno. Por consiguiente, el hombre no habría sido redimido, y, por lo tanto, continuaba sumido en la muerte – pecado – sin esperanza de salvación. De esta manera, la realidad de Cristo se constituía en otra de las tantas tragedias griegas.

El debate que se suscitó no se circunscribió a una determinada región del imperio. Pronto se extendió por gran parte del mismo dividiendo las Diocesis y los pueblos. Constantino, viendo la confusión creada, convocó a los obispos del mundo para que se reunieran en la ciudad de Nicea y proporcionaran a la cristiandad un camino definitivo y seguro a seguir, claro está, bajo la paz constantiniana.  Así fue cómo surgió el primer concilio ecuménico o universal en la historia de la Iglesia. El resultado de la deliberación conciliar tuvo y tiene “un carácter o una afirmación de fe”. Su redacción se ha convertido en el texto más importante para la cristiandad, después de las Sagradas Escrituras: El resultado fue el rechazo del arrianismo y la afirmación de la total e íntegra afirmación de la divinidad de Jesucristo. En efecto, el concilio definió:

Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente…Y en un solo Señor nuestro Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido no hecho, de una sola sustancia con el Padre – lo que en griego se dice “homousion -, mediante el cual todo ha sido hecho, lo que existe en el cielo como en la tierra, Él, para nuestra salvación bajó, se encarnó y se hizo hombre y padeció, y resucitó el tercer día y ascendió a los cielos, volverá para juzgar a los vivos y a los muertos” (Dz 125).

Ciertamente que a Nicea no se le puede estudiar aisladamente. Él forma parte de un cuarteto conciliar que se destaca por su autoridad doctrinal y por su importancia histórica. El puesto que ocupan estos cuatro primeros concilios en la historia y en el dogma se deriva del hecho de que formularon “verdades de fe” fundamentales para el cristianismo, en su relación con el misterio de la Trinidad (Nicea I [325]) y Constantinopla I [381]) y con el misterio de la encarnación (Éfeso [431] y Calcedonia [451]). Es por estas razones que desde los tiempos de Gregorio Magno se les considerara, en unión con los Evangelios, como la piedra fundacional que sostiene el edificio de la fe.

No cabe duda de que el grupo de estos cuatro primeros concilios se caracteriza por una verdadera continuidad histórica y porque representan también una unidad consistente. Nicea y Constantinopla trazan: a.- una línea clara de elaboración trinitaria y b.- fijan el marco para una evolución posterior dogmática al establecer las primicias esenciales de la organización eclesial. De esta manera, estos dos concilios se sitúan en el cauce de la reflexión teológica y del régimen eclesiástico del siglo IV; y por el otro lado anticipan de forma más o menos aproximada los sucesos posteriores. Por su parte, Éfeso y Calcedonia delimitan en una primera fase las controversias cristológicas, que desde inicios de siglo V se habrían de prolongar hasta el siglo VII.

Es necesario tomar conciencia de la efeméride a celebrarse, no solo del “qué celebramos” sino también del “para qué celebramos” este 1.700º. aniversario de Nicea. Considero que existen dos facetas a tener en cuenta: 1º. El acontecimiento en sí mismo. Es evidente que los cuatro primeros concilios, a pesar de presentar aspectos, estructuras y una problemática común, no deben ser considerados y estudiados como realidades homogéneas, ni tampoco como hechos cerrados y circunscritos sobre sí mismo. Todo lo contrario, en cuanto que implican realidades históricas distintas, su contenido y afirmaciones en cada uno de ellos tienen una densidad y profundidad diversas que van apareciendo y mostrándose en el devenir de la historia y de las circunstancias que se le presentan a la Iglesia. A esto se le ha denomina en la historia de los dogmas “El desarrollo del dogma”. Esto implica una eficiente reconstrucción histórica que tenga por objetivo el estudio eficaz de la perspectiva, los alcances y las repercusiones de las respectivas formulaciones conciliares. Es precisamente este aspecto el que deseo destacar y que puede observarse en los concilios acaecidos posteriormente al de Nicea: Ellos tratan de establecer las motivaciones que llevaron a la autocomprensión manifestada en Nicea sobre la naturaleza y los objetivos de la afirmación cristológica. De esta manera las nuevas fórmulas doctrinales nacidas de los concilios posteriores se justifican como a manera de una interpretación de la fe nicena, nunca como una sustitución o reformulación, la cual aun cuando debe ser considerada como la plena expresión de la fe de la Iglesia, se muestra necesitada de precisiones y de aplicaciones ulteriores, en su relación con los diversos momentos históricos o cuando se observa algún peligro de herejía.

Después de transcurrir 1700 años del acontecimiento religioso de Nicea, el hecho y sus enseñanzas ¿le dicen algo a la Iglesia de hoy? Estoy convencido de que tiene mucho que decirle y enseñarle a la Iglesia. No cabe duda de que la realidad eclesial atraviesa una crisis profunda de identidad, no óbstate los documentos conciliares “Lumen Gentium” y “Gaudium et Spes” que la definen en sí y frente al mundo que la circunda. En ella ha prevalecido la tendencia de desear definirse valiéndose de instrumentos materiales que, no dudo en señalar sus bondades en la búsqueda de una mayor comprensión de la realidad a la cual se dirige – sociología, filosofía, psicología, economía, etc. – pero que no son indispensable, ni mucho menos, a la hora de pensar una realidad sobrenatural y divina como es la Iglesia.

El inicio del problema actual vivido en y por la Iglesia lo ubico en la absolutización que se ha hecho del concepto “Iglesia, Pueblo de Dios” para relegar a un segundo o tercer lugar o sencillamente olvidar el concepto paulino de “Iglesia, Cuerpo de Cristo” que también aparece en el Vaticano II. “Iglesia, Pueblo de Dios” conlleva una carga política, sociológica y administrativa que ha sido muy bien explotada (Cf. El análisis que una cierta corriente teológica hace del libro del Éxodo); mientras que “Iglesia, Cuerpo de Cristo” destaca la visón sobrenatural y trascendente que debe y tiene que cumplir la Iglesia por encima de la sociológica, la política y la economía. ¿A qué ha conducido esta visión miope originada en una lectura reduccionista del Vaticano II? A una exacerbación del concepto del “Hombre”.  La antropología ha ocupado el espacio de Dios, relegándolo a un “Deus ex machina” de la tragedia griega o romana. Dios y Cristo se han convertido en sustituibles, a los que se les puede dar diversas connotaciones. ¿Dónde queda la revelación? Hay cristologías para los diversos gustos y caprichos (Cf. Elizabeth A. Johson; La cristología hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús; 2003).

Qué le dicen al hombre de nuestros días los conceptos de “¿Dios”, “Cristo” o “Iglesia”? ¿En qué pone su confianza el hombre de hoy? En el progreso indetenible, en el dinero, en el confort, en las ciencias, en el qué dirá la sociedad y, finalmente, en el poder. En el tiempo presente renace una versión actualizada del “Super Hombre” de Nietzsche, que, en definitiva, termina por conseguirse con “La nada”, que, a su vez, se encuentra con el absurdo de la vida y con la convicción de la inutilidad de la existencia, inutilidad que abarca la misma muerte porque esta, no resuelve absolutamente nada: no hay una razón válida por y para la cual vivir (Cf. Jean Paul Sartre). Hasta el mismo ateo necesita la existencia de un ser sobrenatural para poder vivir, aun cuando no crea en un Dios trino y personal.

La Iglesia debe ser pensada en profundidad a la luz del misterio trinitario y, en especial, del misterio de Cristo, teniendo en cuenta la luz de los Evangelios, la Tradición, inicialmente plasmada en los cuatro primeros concilios y del Vaticano II – “La Revelación” y “La Tradición” -. Ella tiene la finalidad – obligación – de evangelizar = hacer presente a Cristo, “El Señor”. Este puede ser el gran aporte para el mundo de hoy de Nicea. La Iglesia, nuestra Iglesia, ¿tendrá el coraje y el valor de hacerse una introspección a la luz de la fe de Nicea?  .-

Valencia. Marzo 1; 2025

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