Trabajos especiales

El león de oro del Tirgua

Horacio Biord Castillo:

 

La Cordillera de la Costa, ese espinazo montañoso, biogeográfico y humano que separa las planicies del mar, guarda extraordinarios secretos en sus entrañas de montes y valles. Desde al menos la época colonial, ha sido el territorio más poblado de lo que hoy es Venezuela. Por ende, también se podría suponer que es la región más urbanizada y socialmente homogénea del país. Sin embargo, la realidad es otra. La Cordillera de la Costa guarda “nichos sociodiversos” con muy poca visibilidad social.

Un caso particular es el tramo de la llamada Serranía del Interior entre los estados Yaracuy y Cojedes. Allí, trazando una línea imaginaria entre las poblaciones de Nirgua (estado Yaracuy) y San Carlos, capital del estado Cojedes, se encuentran montañas que se elevan a 1800 metros de altitud, como Cerro Azul, situado en la frontera entre ambos estados; infinidad de valles, algunos más amplios, otros más estrechos; cerros y colinas; picos; grandes rocas; desfiladeros y gargantas; cuevas y abrigos rocosos; laderas empinadas…

En esa región de características tan particulares y únicas, se encuentra el “Parque Nacional Río Tirgua, General Manuel Manrique”, creado por decreto presidencial el 06 de junio de 1992. Esta área protegida tiene una superficie de 910 km2 y se encuentra en ambos lados de la frontera, por lo que abarca parte de los municipios Nirgua (Yaracuy) y Anzoátegui y San Carlos (Cojedes).

En el parque hay vestigios de distintas épocas, que cuentan la historia de la región. Hoy en día lo habitan, en su mayoría, poblaciones campesinas herederas de los conocimientos, saberes y haceres, del imaginario de los antiguos pobladores indígenas. Esta región, en tiempos prehispánicos y con más precisión en los años inmediatamente anteriores a la llegada de los europeos, estaba habitada por los jirajaras, un pueblo indígena cuya lengua permanece sin clasificar y con pocos testimonios registrados, más allá de la evidencia léxica representada, entre otros aspectos, por la toponimia, la fitonimia, la zoonimia y las designaciones de algunos objetos materiales de probable origen indígena.

Los jirajaras y su territorio constituían, en tiempos precolombinos, una especie de frontera cultural entre el centro-norte del país, habitado por aborígenes que constituían un subgrupo de los caribes septentrionales, y los pueblos arahuaco-hablantes del Occidente, que habitaban los estados Falcón y Lara, como caquetíos y achaguas.

A principios de marzo de 2025, como parte de una investigación de carácter etnohistórico iniciada el año pasado, visité diversas aldeas de las serranías del Parque Río Tirgua, en ambos lados de la frontera estadal. Las bellezas escénicas, sin duda, constituyen un extraordinario atractivo, así como resulta cuando menos conmovedor la cultura propia y apropiada de las poblaciones locales.

Entre las tantas historias que se guardan en esas montañas, está la de la figura de un león. De boca de varios ancianos, personas maduras e incluso jóvenes, pude recoger una que, probablemente, sea producto del sincretismo entre los imaginarios indígenas y europeos. Por allí, en los caseríos poblaciones de Urubal, La Florida, La Guedeña, El Socorro, La Pastoreña, Mundo Nuevo y La Venezolana, del lado de Nirgua, y La Sierra, Campo Alegre, Las Tucuraguas, Santa María y Tres Personas, del lado de San Carlos, se refiere una leyenda de gran sentido simbólico. Se trata de un león, en forma de una maciza figura de oro, que suele aparecerse a algunas personas, pero no a cualquiera sino a algunas, quizá determinadas por características o condiciones que aún deben identificarse y evaluarse. No fue fácil precisar personas concretas vivas y de fácil acceso que lo hayan visto. Por lo general, se habla de difuntos o personas que habitan lejos de los informantes. Dicen los ancianos que el león pudo haber sido esculpido en oro puro por espíritus o dueños de accidentes geográficos, también llamados “duendes” en algunos lugares. En las sociedades indígenas guayanesas se les denomina “máwaris”.

Cuando ve a alguna persona, el león de oro de la sierra de San Carlos se le aproxima y ruge, sin atacar. La figura de oro estaría supuestamente resguardada en una cueva, poco visible o de intrincado acceso. Quizá fue enterrado por los ancestros indígenas y permanece en su escondite, excepto cuando se manifiesta de forma material. En la zona, frente a La Tucuraguas, hay dos cuevas donde se supone que pudiera estar la figura: abajo la de San Antonio y arriba la del León, lo que sugiere que pudieran constituir una única cavidad. Ello no es óbice para que se aparezca de vez en cuando, a pesar del resguardo para su protección.

Una historia similar, de personas que son elegidas para ello por fuerzas espirituales, es la de una laguna que se aparece también de forma sorpresiva. En sus orillas crece gran cantidad de frutos, de fácil acceso para los viandantes. Allí pueden reposar, hidratarse, bañarse y comer las frutas que crecen en abundancia. Sin embargo, si la persona intenta arrancar frutas para llevarse, inmediatamente desaparece la laguna y nunca más será encontrada de nuevo por esa persona que osó tomar sin permiso y quizá sin necesidad los frutos que crecen las orillas lacustres. En esta narración se transmiten valores de frugalidad y rectitud.

Se trata de hermosas leyendas, que remiten sin duda al pasado aborigen, pero que son también expresión del sincretismo que caracteriza a gran parte de la cultura venezolana y latinoamericana. Para los indígenas, el oro no tenía el mismo valor que para los europeos, especialmente en las Tierras Bajas sudamericanas, a diferencia de lo que ocurría en el Tahuantinsuyo o imperio inca, en Mesoamérica o en el área intermedia (entre las actuales Nicaragua y Colombia), donde se fundían metales.

En las sociedades de Tierras Bajas el oro tenía un sentido ornamental, mediante piezas obtenidas por intercambio, como las chagualas y dijes aviformes que podían ser también de otros metales distintos al oro o aleaciones. Los europeos en América se deslumbraron con el oro y otros metales preciosos, reales o imaginarios. Así fueron surgiendo, aquí, allá y acullá, en todo el territorio venezolano, como en el resto de la América hispana, noticias sobre minas y existencia de oro, muchas de las cuales se repten como un sueño o una realidad mítica.

En el caso de la Cordillera de la Costa, había oro aluvial en pocas cantidades. El imaginario popular conserva las historias sobre el oro y actualiza las narrativas sobre su existencia, así como de tesoros cuya propiedad es atribuida a los indígenas quienes, como Guaicaipuro en la cueva que lleva su nombre en la ciudad de Los Teques (estado Miranda), lo habrían resguardado para la eternidad en grutas o cavidades pétreas. El león de oro del Tirgua sigue siendo, aún en la actualidad, una hermosa leyenda de las sierras de San Carlos y Nirgua que enriquece el imaginario social venezolano y refuerza nuestras identidades, especialmente las locales y regionales.-

 

Publicado en El Nacional. Caracas, viernes 13 de marzo, 2025

URL: https://www.elnacional.com/opinion/el-leon-de-oro-del-tirgua/

 

Horacio Biord Castillo

Escritor, investigador y profesor universitario

 

Contacto y comentarios: hbiordrcl@gmail.com

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