Opinión

La OEA, entre la dignidad y la irrelevancia

Si la OEA se pliega a la narrativa de la cooperación y el diálogo sin condiciones, sacrificando su rol de garante de la democracia, condenará su propia razón de ser

Jaime Aparicio Otero, embajador de Bolivia ante la Organización de Estados Americanos:

Desde su fundación en 1948, la Organización de los Estados Americanos (OEA) ha evolucionado de foro de cooperación jurídica a bastión hemisférico de la democracia y los derechos humanos. Sin embargo, la elección, en apariencia unánime, de Albert Ramdin como secretario general oculta una maniobra de gobiernos populistas aliados con el Caribe para redefinir el rol de la organización. Brasil y México buscan alejarla de la defensa democrática, invocando la soberanía como pretexto para transformarla en un ente burocrático permisivo con regímenes autoritarios.

Este cambio ocurre en un contexto de proliferación de democracias iliberales y erosión de las normas democráticas en la región. Históricamente, la OEA ha sido un pilar del orden democrático, con hitos como los Protocolos de Cartagena (1985) y Washington (1992); la Resolución 1080 que introdujo un mecanismo de respuesta inmediata a crisis institucionales (1991); así como las Cumbres de las Américas de Miami (1994) y Quebec (2001) que  establecieron la democracia representativa y el libre mercado como principios rectores del hemisferio. Finalmente, la Carta Democrática Interamericana (CDI) de 2001 consagró la democracia como “un derecho de los pueblos y una obligación de los gobiernos”. Esta última, inspirada en la tradición constitucional europea, nació para contrarrestar gobiernos electos que, como los de Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales o Luis Arce, desmantelan la institucionalidad democrática desde el poder.

Esta arquitectura jurídica, que no es meramente declarativa sino que posee fuerza normativa, está hoy bajo asedio. Brasil y México, críticos de la gestión pro democracia del saliente secretario general, Luis Almagro, respaldados por Chile, Uruguay, Honduras, Bolivia y los países del Caribe, han logrado imponer una visión de la OEA en la que la democracia deja de ser el pilar fundamental para convertirse en un tema secundario, un punto de conversación en el menú de la diplomacia regional. Esta corriente de pensamiento, en la práctica, aboga por la coexistencia con dictaduras como las de Cuba, Venezuela y Nicaragua, así como con regímenes que han erosionado el Estado de derecho en Bolivia y Honduras. La lógica subyacente es clara: neutralizar a la OEA como un actor de incidencia en la política regional y reducirla a una oficina administrativa de cooperación técnica y financiamiento multilateral. El Grupo de Puebla ha encontrado en los países del Caribe un bloque también dispuesto a redefinir el papel de la OEA, priorizando la cooperación económica sobre la defensa de los valores democráticos.

El problema no es meramente conceptual; es profundamente político y jurídico. Si la OEA abandona su función de garante de la democracia, no solo se traiciona a sí misma, sino que abre la puerta a una regresión autoritaria en la región. La historia nos muestra que la inacción ante el avance de regímenes iliberales lleva a la consolidación de modelos de gobierno que desprecian la alternancia en el poder, la independencia judicial y los derechos fundamentales. La erosión institucional no ocurre en un vacío: requiere de la complicidad de organismos internacionales que, bajo la premisa del pragmatismo, optan por la indulgencia en lugar del principio.

La debilidad de la diplomacia estadounidense en el hemisferio ha contribuido a esta deriva. Durante décadas, Washington jugó un papel determinante en la consolidación del sistema interamericano, asegurando que los compromisos asumidos en las Cumbres de las Américas y en la OEA no fueran meros enunciados retóricos. Sin embargo, la ausencia de una estrategia clara y la falta de una respuesta contundente ante el avance del Grupo de Puebla y sus aliados han permitido que los gobiernos con tendencias autocráticas impongan su agenda.

El derecho internacional interamericano no es una abstracción. Se basa en acuerdos vinculantes bajo la premisa de que la democracia no es negociable y que la dignidad humana es un derecho natural, anterior y superior a cualquier cálculo geopolítico. No puede ser objeto de transacciones entre gobiernos ni de reinterpretaciones que conviertan principios jurídicos en simples herramientas diplomáticas. La OEA, a través de su Comisión Interamericana de Derechos Humanos (a pesar de su crisis actual por su lamentable deriva ideológica) y de la Corte Interamericana, han desarrollado un acervo jurisprudencial que refuerza la indivisibilidad e interrelación de los derechos humanos fundamentales, los derechos políticos y la obligación de los Estados de garantizar su protección.

Si la OEA se pliega a la narrativa de la cooperación y el diálogo sin condiciones, sacrificando su rol de garante de la democracia, condenará su propia razón de ser. La irrelevancia de un organismo internacional no ocurre de inmediato, pero es inexorable cuando se abdican sus principios fundacionales. La Sociedad de Naciones se desplomó no porque careciera de estructura, sino porque falló en cumplir su misión. La OEA corre el mismo riesgo si se convierte en un club de gobiernos indiferentes a la tragedia de los pueblos sometidos por el autoritarismo.

Es momento de elegir: o el nuevo secretario general, un diplomático de carrera con una vasta y prestigiosa experiencia en la OEA, reafirma el  mandato histórico de la organización o se resigna a convertirla en un foro más de retórica vacía. La responsabilidad recae también sobre los Estados que aún creen en la democracia como un derecho inalienable y no como una concesión circunstancial. La historia no es indulgente con la cobardía institucional ni con la ambigüedad moral. La dignidad de las Américas no puede ser una nota al pie de página en un acuerdo de cooperación, debe seguir siendo la piedra angular del sistema interamericano.-

Panam Post

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