Una ley liberadora
“Los bárbaros ya no están a las puertas de las ciudades ni al pie de las murallas: ahora ocupan influyentes cargos de gobierno. Hacen las leyes y moldean la opinión, alimentados con frecuencia por un auténtico menosprecio de los débiles y los pobres. Y la Iglesia se alza para defenderlos"

Rafael María de Balbín:
La libertad de los personas requiere de un orden común, de una reglas del juego que sean justas y compartidas. “Y si la única medida de nuestras acciones es una ley positiva impuesta por la voluntad de una mayoría, nos veremos constantemente obligados a inclinarnos ante lo que nos es extrínseco y nos viene impuesto desde fuera. Por eso, toda sumisión a una ley, a un orden, se considera una esclavitud que hemos de consentir en nombre de la necesidad de vivir juntos” (CARD. IOSEPH SARAH. Se hace tarde y anochece, cap. v: El odio al hombre).
Una ley impuesta, que se me presenta como ajena, genera la rebeldía contra esa ley y contra toda ley. “Cuanto más dura y más represiva es la sociedad de mercado globalizada a la hora de imponer sus leyes, más tentados se sienten los hombres de demostrarse que siguen siendo libres mediante la transgresión de la ley natural heredada y la negación de cualquier noción de una naturaleza recibida” (Ibid.)
La ley natural, que deriva de la naturaleza común a todos los hombres, es la condición necesaria para el desarrollo de nuestra libertad. “La ley natural no es más que la expresión de lo que somos esencialmente. Es, en cierta manera, el modo de empleo de nuestro ser, las instrucciones de nuestra felicidad. Cuando la Iglesia condena las conductas homosexuales o el divorcio, muchos piensan que lo que pretende es imponer el control de las conciencias desde la lógica del dominio y la represión; pero lo cierto es que la Iglesia se convierte en humilde protectora del hombre, de su ser profundo, de las condiciones de su libertad y su felicidad” (…)“La ley natural es, en cierto modo, la gramática de nuestra naturaleza. Basta con escudriñarla con buena voluntad y agradecimiento para descubrirla” (Ibid).
Nuestro mundo contemporáneo, junto al progreso científico, técnico y organizativo sufre de una profunda crisis cultural y moral. “Como ocurrió durante la caída del Imperio Romano, con todo en vías de destrucción, las élites no se preocupan más que de aumentar el lujo de su vida diaria y el pueblo, de anestesiarse con entretenimientos cada vez más vulgares. También hoy la Iglesia preserva lo que hay de más humano en el hombre. Es la guardiana de la civilización. En los primeros siglos de nuestra era fueron los obispos y los santos los que salvaron las ciudades amenazadas por los bárbaros. Fueron los monjes quienes conservaron y transmitieron los tesoros de la literatura y la filosofía antiguas” (Ibid).
Al proponer la Iglesia la ley natural, no trata de imponer un pensamiento parcializado, sino prestar el mejor servicio a todos, haciéndose así guardiana de la naturaleza humana. “Cuando la Iglesia defiende a los niños luchando contra el aborto; cuando defiende el matrimonio mostrando los profundos daños del divorcio; cuando preserva la relación conyugal advirtiendo del callejón sin salida que representan las relaciones homosexuales; cuando quiere proteger la dignidad de los moribundos frente a la tentación de la eutanasia; cuando advierte de la falsedad de las ideologías de género y del transhumanismo, en realidad se convierte en servidora de la humanidad y protectora de la civilización” (Ibid).
Hay una analogía con épocas pasadas: “Los bárbaros ya no están a las puertas de las ciudades ni al pie de las murallas: ahora ocupan influyentes cargos de gobierno. Hacen las leyes y moldean la opinión, alimentados con frecuencia por un auténtico menosprecio de los débiles y los pobres. Y la Iglesia se alza para defenderlos, convencida de la verdad de las palabras de Jesús: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40)” (Ibid.).-