Iglesia Venezolana
133 hombres frente al Juicio Final
Algunos quieren deformar la imponencia de lo que estamos observando, haciéndolo ver como un banal espectáculo mediático, grotescamente politizado, acomodado a los extremismos de una humanidad que necesita, sin saberlo, la voz de Pedro. Mientras tanto, cada uno de esos ciento treinta y tres hombres lleva sobre sus hombros la responsabilidad que expresa el trasfondo de ese incomparable fresco en la Sixtina: el Juicio Final de Miguel Ángel

Bernardo Moncada:
Ciento treinta y tres hombres revestidos de ese especial rojo que los identifica se recluyen en la Capilla Sixtina, completamente aislados del mundo exterior y ante el gigantesco fresco del Juicio Final de Miguel Ángel, para llevar a cabo la elección del ducentésimo sexagésimo séptimo sucesor de San Pedro, Romano Pontífice quien ocupará la cátedra petrina después del primer americano en ocuparla, no como un sucesor de Cristo, ni del anterior Papa, sino de aquel apóstol. ¡Doscientos sesenta y siete, el peso de un legado abrumador!
La profusión de mensajes en las redes del mundo, aunque muchos transmitan desinformación y malevolencia, da muestra de la trascendencia indiscutible que reviste el proceso de elección del Obispo de Roma. Pareciera que no necesariamente los católicos sienten el significado de esa inminente bendición Urbi et Orbi, esperada universalmente en cuanto medio de comunicación está disponible.
Las casas de apuestas se lucran, los vaticanólogos y vaticanistas opinan, pero pocos parecen notar el escrupuloso procedimiento, tan cuidadoso y refinado, que no deja más remedio que confiar en el Espíritu Santo cuando, tras la Eucaristía previa al acceso, todo va a regirse por la metódica Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por Juan Pablo II en 1996.
Ese protocolo meticuloso, y resaltante de la universal responsabilidad personal de cada purpurado votante, guió la elección de Benedicto XVI y Francisco.
Claro está, únicamente la fe en la presencia de Cristo en su Iglesia, y en el influjo guía del Espíritu sobre el camino que ella va recorriendo en la historia, revalida la confianza en el resultado que emergerá, después de la tradicional “fumata bianca”. Luego, como ha ocurrido desde que Jesús resucitado ungió a Pedro, un nuevo Papa protagonizará el drama del depositum fidei, el tesoro de la fe, en un mundo que se resiste a creer, con una incredulidad que persiste entre muchos, incluso eclesiásticos.
Similar proceso ha elevado a la sucesión de San Pedro siete dignos mortales cuya humanidad, cargados de incalculables tareas, ha sido respetada globalmente. Todos fueron exaltados como líderes mundiales, en un mundo que desconoce la trascendental proveniencia de su autoridad.
Algunos quieren deformar la imponencia de lo que estamos observando, haciéndolo ver como un banal espectáculo mediático, grotescamente politizado, acomodado a los extremismos de una humanidad que necesita, sin saberlo, la voz de Pedro. Mientras tanto, cada uno de esos ciento treinta y tres hombres lleva sobre sus hombros la responsabilidad que expresa el trasfondo de ese incomparable fresco en la Sixtina: el Juicio Final de Miguel Ángel.
Advirtamos el escenario que aloja al cónclave, y el mural que, en silencio, transmite su contenido sobrecogedor. La incomparable fuerza del mensaje visual que, desde 1541, conjura a comprometer nuestros actos, y los de los Cardenales electores, ante el destino que se juega, es un factor que escapa a la mayoría de los analistas y vaticinadores que juzgan el papado como si fuese un poder mundano, dependiente de puros intereses politiqueros en intrigas palaciegas.
Si bien conscientes de que los muchos factores complejos, e interrelacionados, que generan las abrumadoras tensiones afectando la sociedad, se reflejan en la Iglesia, los fieles mantenemos la confianza en que un poder supremo determina, en última instancia y por sobre todo, la navegación en la frágil barca del “pescador de hombres”.
Hoy, como si fuese la primera vez, el mundo mira con expectativa a cada uno de quienes dirán, al dar su voto, «Testor Christum Dominum qui me iudicaturus est, me eum eligere quem secundum Deum iudico eligi debere.» (Pongo a Cristo, mi Señor, como testigo, que será mi juez, de que doy mi voto a quien, ante Dios, creo que debe ser elegido).
Los cardenales del cónclave miran aquella figura llena de fuerza y resolución que, en un gesto de irrevocable fallo, juzga, y suplican a conciencia, cuando abren cada jornada del proceso celebrando la misa ante el imponente Juicio Final, que el Espíritu les ayude a elegir bien.
Y todo el mundo católico les acompaña, aunque no estemos ante la majestuositad del Juicio Final de la Sixtina.-