José Antonio Marina: «Vivimos una economía de la atención que destruye la inteligencia»
THE OBJECTIVE entrevista al filósofo con motivo de la publicación de su último libro ‘La vacuna contra la insensatez’

José Antonio Marina (Toledo, 1939) es una exaltación. Despacha conocimiento con la soltura de un bailarín de tango. Y no es que sus impresionantes galardones –que incluyen el Premio Nacional de Ensayo o el Anagrama de Ensayo, por decir alguno– no sean ya, per se, una vestidura con reclamo propio. Marina encarna una de esas exóticas personas bendecidas con el poder de la reflexión. Goza de un olfato prometeico con el que iluminar los escondrijos más oscuros de la caverna. Lo ha demostrado en todos sus tratados filosóficos y ensayos a lo largo de toda una vida, y lo reafirma gracias a su último ensayo: La vacuna contra la insensatez (Ariel, 2025).
La información es cada vez más pornográfica. Falsa. Estimulada en los puntos clave para ser atractiva, hasta los límites de la adicción. Siempre otorgándole al espectador lo que desea, y tan polifacética como el infinito supermercado onanista. Este es uno de los síntomas de una infección multifactorial dispuesta para convertirnos en borregos. En insensatos, que es lo que teme José Antonio Marina.
Pero existen remedios para la enfermedad. Cataplasmas mentales con las que pelear el desgaste, que el filósofo y escritor expone en esta entrevista con THE OBJECTIVE.
PREGUNTA.- ¿Por qué escribiste este libro? ¿De dónde surge la idea y qué intención tiene?
RESPUESTA.- La idea nace de una pregunta que me persigue desde hace tiempo: ¿por qué, siendo tan inteligentes, cometemos errores tan graves? Hay una discordancia entre nuestras capacidades cognitivas y nuestras acciones. Pensé que quizás tenemos «dos mentes» y que ahí está la clave. También me influyó Jonas Salk, que hablaba de la necesidad de una «inmunología mental». Y con autores como Kahneman, que estudiaron los fallos de la inteligencia, vi claro que era el momento de abordarlo.
P.- ¿Cómo trabajas estos temas?
R.- Trabajo con varios proyectos a la vez. Cada uno actúa como una antena. Desde ese enfoque, propongo una especie de inmunología mental: primero, detectar nuestros fallos; luego, cómo los aprovechan otros, y, por último, cómo defendernos.
«La inteligencia no es perfecta, sino una suma de soluciones improvisadas»
P.- ¿Qué tipo de fallos identificas?
R.- Muchos son chapuzas evolutivas. La inteligencia no es perfecta, sino una suma de soluciones improvisadas. Por eso, razón y emoción a menudo chocan. Sabes que volar es más seguro que conducir, pero sigues teniendo miedo.
P.- ¿Y cómo influye eso en la manipulación?
R.- Hay gente que se aprovecha de nuestras debilidades, desde educadores con buenas intenciones hasta demagogos. Por eso, conocer nuestras vulnerabilidades es esencial para desarrollar defensas mentales.
P.- ¿Cómo se construye esa «vacuna contra la insensatez»?
R.- Aceptando que no podemos eliminar nuestros fallos. Hay que convivir con ellos. Por ejemplo, los niños creen todo lo que se les dice. El pensamiento crítico, que es una supervacuna contra la insensatez, debe enseñarse poco a poco. Lo mismo ocurre con el miedo: pequeñas exposiciones controladas ayudan a fortalecer la respuesta emocional. El comportamiento ético también es una supervacuna.
«La ética busca la felicidad privada; la política, la colectiva»
P.- En el libro hablas del gregarismo. ¿Cómo conciliarlo con el individualismo actual?
R.- Ambos impulsos son reales. Evolutivamente, somos sociales, pero la inteligencia impulsa la autonomía. La clave es distinguir entre felicidad privada y social. Si solo buscamos la privada, el individualismo rompe las sociedades. Si solo la social, el colectivismo ahoga al individuo. Deben coordinarse: la felicidad social es condición para la privada.
P.- ¿Qué papel juegan la ética y la política?
R.- La ética busca la felicidad privada; la política, la colectiva. La inteligencia empieza como una facultad psicológica y acaba siendo ética. No tiene sentido sin sociedad.
P.- ¿Y si alguien rechaza ese pacto?
R.- Si alguien no acepta las normas básicas, está fuera del juego. Las normas éticas se imponen por presión social. Y sí, hay líderes que convencen de que la felicidad privada se logra destruyendo la colectiva.
P.- ¿Cuál es la diferencia entre inteligencia y astucia?
R.- El castellano distingue entre «listo» e «inteligente». El listo se aprovecha, manipula. Pero eso es una inteligencia privada. La verdadera inteligencia tiene dimensión social.
«Nuestro cerebro es un tacaño cognitivo: siempre elige el camino más fácil»
P.- ¿Y la discrepancia? El recientemente fallecido expresidente de Uruguay, Pepe Mujica, decía que esa era la verdadera forma de libertad: poder discrepar.
R.- La discrepancia es la libertad, en efecto. Pero requiere concentración, y eso es algo que hemos desarticulado. Sin ella, no hay pensamiento crítico ni libertad.
P.- ¿Cómo se puede recuperar?
R.- Necesitamos pensamiento crítico y comportamiento ético, pero ahora estamos contagiados: vivimos un síndrome de inmunodeficiencia social. Estamos en una economía de la atención donde todos compiten por captarnos. Eso destruye la inteligencia.
P.- ¿Cómo afecta la tecnología?
R.- Cada vez hay más gente desarrollando métodos muy eficaces para atrapar nuestra atención. En 2008, con las redes sociales, los likes, el scroll y las cámaras frontales, entramos en una competición continua. Se creó una patología: el defecto de atención voluntaria. Si atrapan tu atención involuntaria, estás perdido.
P.- ¿Y qué impacto tiene en la memoria?
R.- Tremendo. Los alumnos ya piensan: «¿Para qué aprender, si puedo buscarlo?» Nuestro cerebro es un «cognitive miser», un tacaño cognitivo: siempre elige el camino más fácil. Eso bloquea nuestra capacidad de reacción crítica.
«La ideología es un virus que entorpece la inteligencia»
P.- ¿Cómo describirías la situación cultural actual?
R.- Siempre hemos sido crédulos. Lo nuevo es que ahora vivimos en democracias hiperinformadas y crédulas. Antes, los hackers soñaban con una red libre y democrática. Pero la ideología lo ha contaminado todo. Creo que mi generación tiene un deber: justificar por qué no debe olvidarse la cultura humanista, ya que la vivimos. De no ser así, la sociedad se perderá en la avalancha informativa y la insensatez.
P.- Hablando de eso, parece que se ha ido deshaciendo la figura del intelectual. ¿Qué pasó con ellos?
R.- Después de la Segunda Guerra Mundial, la figura del intelectual se desprestigió. Muchos se convirtieron en portavoces de sus partidos. Sartre, por ejemplo, apoyó a Stalin. La ideología es un virus que entorpece la inteligencia. Yo creo que los filósofos debemos salir a la calle y preguntar qué le preocupa a la gente. Y si es una preocupación seria, ya estamos ante un problema filosófico.
P.- En el libro hablas del refuerzo de las falsas creencias. ¿Qué significa?
R.- Cuando atacas una creencia falsa con evidencias, muchas veces se refuerza. Hay un efecto filtro: solo se registra lo que confirma lo que ya se piensa. Si lo contrario aparece, se interpreta como un ataque personal. Se activan los mismos núcleos cerebrales que los de la identidad personal. Por eso, con un fanático no puedes discutir frontalmente: hay que ir poco a poco, con preguntas, hasta que ellos mismos se den cuenta de que han aceptado muchas cosas en bloque.
«El poder no solo corrompe moralmente, también altera la percepción. Al llegar al poder, se pierden empatía y juicio»
P.- Tampoco obvias en la obra nuestra capacidad de simplificar la realidad.
R.- Me interesa cómo nuestra inteligencia enlata la realidad para comprenderla. Eso es útil, pero también peligroso porque puede ser manipulado. Un ejemplo es la publicidad. Me encanta una campaña de Coca-Cola que se hizo en Inglaterra: cuando se les criticó por las calorías, respondieron que esas 139 calorías se podían quemar bailando, gracias a la Coca-Cola. Es brillante: convierten un problema en placer.
P.- ¿Es una inversión del argumento?
R.- Exacto. También ocurre en los discursos identitarios. Se desvía el foco. En política se usa mucho. A veces me sorprende la falta de sofisticación, pero funciona: alguien puede responder a un argumento que asegura: «dos más dos son cuatro» con «¡pero si su primo está en la cárcel! ¿Cómo le vamos a creer?», para desprestigiar la afirmación sin importar su convicción. Es delirante.
P.- ¿Y todo esto es deliberado?
R.- Sí, y muchas veces se olvida que detrás hay un negocio. En el libro lo trabajo cuando hablo de la caja de Skinner. Son parte de refuerzos psicológicos con el objetivo de la manipulación emocional. Y todo forma parte de un negocio. De un negocio que, cuando se alcanza su cúspide, corrompe. El poder no solo corrompe moralmente, también altera la percepción. Al llegar al poder, se pierden empatía y juicio. Aparece el «síndrome de la Moncloa». Es un marco de insensatez.
P.- ¿Eso se vincula con el carisma o la masa?
R.- Sí. Gustave Le Bon lo intuía. Uno puede ser sensato en su despacho y caer en la masa en un estadio. Entonces abdica de su individualidad y se vuelve vulnerable. Hoy hay una paradoja nueva: puedes estar solo, pero en masa. Lo llamo «estado de red». Tienes los riesgos del aislamiento y los de la masa. Lo vimos en la pandemia. El antídoto del miedo no es la conexión, es la comunicación.
P.- ¿Qué rol juega la educación en la mejora de nuestra inteligencia colectiva?
R.- La educación debe ser el antídoto contra nuestra tendencia al pensamiento automático y superficial. No se trata solo de transmitir conocimientos, sino de enseñar a pensar críticamente, a cuestionar lo dado y a comprender las implicaciones éticas de nuestras decisiones. La verdadera educación forma individuos capaces de convivir con la incertidumbre y de colaborar en la construcción de un bienestar común. Sin este enfoque, la inteligencia colectiva corre el riesgo de ser manipulada o incluso ignorada.-