Rafael Gómez Pérez: «La postverdad fue una moda, la verdad sigue siendo indispensable para vivir»
Una entrevista de Julio Borges al célebre filósofo y escritor, de 90 años

“Sobre la IA: No hay inteligencia sin amor”; “tengo 90 años y no creo en la posverdad”; “la metafísica no es esotérica, es la realidad”…
Continuando nuestras entrevistas con grandes exponentes del pensamiento contemporáneo, tengo el honor de presentarles hoy nuestra conversación con el filósofo Rafael Gómez Pérez, profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid.
A sus 90 años, el profesor Rafael Gómez Pérez no solo mantiene intacta la claridad del pensamiento, sino también una extraordinaria capacidad para dialogar con el presente. Catedrático emérito de Metafísica en la Universidad Complutense de Madrid, ha dedicado más de medio siglo a enseñar lo que él llama «la ciencia del ser«, esa dimensión olvidada de la filosofía que, sin embargo, sigue sosteniendo todo lo demás: la verdad, el bien, la belleza, la libertad.
Autor de obras como Introducción a la Metafísica, El dilema de la IA, De Homero a Kafka o La Verdad en los Tiempos de la posverdad, Gómez Pérez ha logrado hacer de la filosofía una disciplina accesible que muchos consideran oscura o lejana. Con un estilo claro, cálido y provocador, ha formado a generaciones de estudiantes y ha sabido tender puentes entre los grandes temas de siempre y las preguntas urgentes de hoy.
En esta conversación -que recorre desde Aristóteles hasta la inteligencia artificial- hablamos de la verdad como fundamento de la vida social, de la crisis de la democracia en tiempos de bienestar y confort, del valor insustituible del individuo, y de por qué la metafísica sigue siendo una necesidad vital, aunque no lo sepamos.
Gómez Pérez no enseña desde la nostalgia, sino desde una esperanza serena en el ser humano. Leerlo, escucharlo, es reencontrarse con lo esencial.
-Profesor, recientemente ofrecí un seminario a estudiantes de Ciencias Políticas. Quise mostrarles cómo la forma en que cada persona concibe la realidad influye en su comprensión de la democracia. Me sorprendió que, al preguntar quién sabía qué era la metafísica, nadie pudo responder. No eran estudiantes de ingeniería o medicina, sino de Derecho y Ciencia Política. ¿Cómo le explicaría usted a un lector que suele asociar la palabra «metafísica» con algo oscuro o esotérico, para ayudarlo a descubrir su verdadero sentido? ¿Cuál ha sido su experiencia como profesor al respecto?
-Aquí hay dos aspectos. Primero, conviene explicar el origen del término. Muchos siglos después de la muerte de Aristóteles, Andrónico de Rodas, al editar su obra, colocó un tratado sobre lo que él llamaba “filosofía primera” o “teología” justo después de los libros de física. De ahí el nombre “metafísica”: lo que viene después de la física.
»Aunque fue una decisión editorial, tiene sentido. Porque la metafísica aborda preguntas que ninguna otra ciencia puede responder. Aristóteles dice algo precioso: esta ciencia, la metafísica, trata de lo divino. Y añade: todas las demás ciencias son más necesarias, pero esta es la mejor.
»Además, la metafísica está presente en la vida cotidiana. Cuando alguien dice “esto es metafísicamente imposible”, está reconociendo que la metafísica se refiere a la realidad más profunda. No a una cosa u otra en particular, sino al ser mismo. ¿Qué significa ser? ¿Cuál es su fundamento? La pregunta por el fundamento del ser es la pregunta más radical que puede hacerse un ser humano.
»Cuando Descartes propone un nuevo punto de partida -“yo pienso, luego existo”- está cambiando todo. Ya no se trata de comprender lo que hay fuera del sujeto, sino de centrarse en el yo. Nace así una metafísica racionalista, distinta de la realista. Al fin y al cabo, la metafísica es para quienes no se limitan a solo lo que ven.
-Hoy vivimos en un mundo donde la metafísica ha sido apartada de la conversación pública, y algunos filósofos celebran esto como un logro. Se habla incluso de una época “postmetafísica”, como si se hubiera superado algo inútil. ¿Cómo interpreta usted esta actitud? ¿Qué nos dice sobre la vida moderna?
-Debemos tener cuidado con los eslóganes, con los titulares. La metafísica trata del ser y de sus propiedades trascendentales: la verdad, el bien y la belleza. Así que, nos demos cuenta o no, siempre estamos hablando de metafísica.
»Cada vez que alguien habla de “verdad” o de “mentira”, está implicando una visión metafísica. Incluso el más escéptico no puede negar ciertas verdades. Si te dicen que tienes cáncer, no puedes responder: “Eso es una posverdad”. No es una opinión subjetiva. Vivimos rodeados de realidades metafísicas. La belleza, por ejemplo, es una de ellas. Es lo que nos atrae, lo que mueve el mundo. Sin belleza no habría amor, ni matrimonio, ni hijos. La gente puede no nombrarla, pero vive dentro de la metafísica. Está ahí, aunque no se vea.
-La crisis de la metafísica parece ir de la mano con la crisis de la verdad. Hoy en día, hablar de verdad se percibe como algo autoritario o incluso violento. ¿Por qué cree usted que la noción de verdad ha pasado a ser vista como enemiga de la convivencia, e incluso de la democracia?
-Vivimos en una cultura de titulares, donde lo trágico y lo impactante vende más. Pero la verdad sigue siendo indispensable para vivir. Está en la base de todo. Piense en una novela policiaca: hay un crimen, alguien ha muerto. Eso es un hecho. Y se busca descubrir la verdad. O en los juicios: “Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”.
»La llamada “posverdad” fue solo una moda. Lo “fake” es simplemente la mentira de siempre. El problema profundo es que confundimos lo mediático con lo real. Las pantallas, los titulares, las redes… no son la realidad, son mediaciones. Hay que aprender a distinguir entre ambas. Eso es clave.
»Por ejemplo, estoy escribiendo un libro para niños sobre metafísica. En él explico que, aunque hay mal en el mundo -mal físico y mal moral-, estoy convencido de que hay más bien que mal. Porque el bien construye y el mal destruye. Si el mal fuera mayoría, ya no existiríamos. Cuando alguien dice: “Hay mucha delincuencia”, es verdad. Pero sigue siendo el 1% de la población. La mayoría son padres que cuidan a sus hijos, gente que hace el bien.
»La clave es recuperar la conexión con la realidad profunda, no quedarnos en la superficie mediática.
-¿Y cómo se traduce todo esto a la vida social?
-La clave está en rescatar el valor del individuo. “Individualismo” tiene mala fama, pero todos defendemos nuestros derechos individuales. Lo primero es el sujeto. Solo existen individuos concretos. Yo no puedo saludar al Estado ni a la familia como entes abstractos. La familia son personas reales que se unen.
»Por eso la metafísica nos recuerda que lo primero es el sujeto. Y que debe amarse a sí mismo para poder amar al prójimo. Reforzar la individualidad es lo que evita ser absorbido por un colectivismo anónimo. Cuando se habla de “respuesta colectiva”, en realidad es una suma de decisiones individuales. Eso también es metafísica. Y a los jóvenes hay que hablarles así. Lo entienden perfectamente.
-Usted ha tocado un tema político que quisiera profundizar. Hoy se habla mucho de una crisis de la democracia. Algunos dicen que se debe a la pérdida de valores compartidos. Desde su experiencia, ¿cómo interpreta usted esta crisis?
-Una de las causas es, paradójicamente, el bienestar material. Tocqueville ya lo vio: cuando las personas valoran más la seguridad que la libertad, están dispuestas a ceder derechos.
»Entonces los partidos políticos, en lugar de mediar con el poder, se convierten en plataformas para oligarquías que terminan en autocracias. Venezuela, Colombia, España, Turquía, Hungría… todos tienen síntomas. Una democracia solo se sostiene si hay suficientes personas que luchan por su libertad cada día, que no se dejan arrebatar ni un milímetro.
»Pero eso solo ocurre cuando hay valores. Antes hablábamos de honor, de palabra dada. Hoy nadie dice “palabra de honor”. La democracia requiere relaciones humanas sólidas, vecindad, comunidad. Si cada quien vive aislado, la democracia se desmorona.
-¿Y no cree usted que todo esto también tiene que ver con el hecho de que ya no hay valores comunes, sino una fragmentación constante, donde cada quien defiende solo su grupo o su identidad?
-Sí. Toda sociedad acaba creando una ortodoxia, unos principios que se consideran deseables. En Occidente, durante siglos, ese fundamento fue el cristianismo. Pero al abandonar esos valores, se intentó convertir la democracia en una especie de religión. Y eso no funciona.
»La religión tiene una relación personal de amor -con Dios, en el cristianismo-. Pero no se puede amar a la democracia, ni al Estado. La democracia solo funciona si está sostenida por valores previos: honradez, palabra, deber. Cuando eso desaparece, la democracia se vuelve solo una estructura vacía.
-Profesor, usted es capaz de hablar con claridad tanto sobre temas clásicos como la metafísica como sobre temas actuales, como la inteligencia artificial, habiendo publicado un libro sobre el tema. ¿Cómo interpreta usted el surgimiento de esta nueva tecnología? ¿Es un cambio radical?
-Es un instrumento más. Como lo fueron el telar mecánico, el tren, o el coche. Y siempre que aparece una herramienta nueva, hay miedo. Claro que se perderán empleos, como ocurrió con los coches de caballos. Pero surgirán otros nuevos.
»La inteligencia artificial siempre será artificial. No tiene pasiones ni amor. Puede ayudarnos, acelerar procesos, facilitar diagnósticos médicos. Pero siempre habrá alguien sembrando patatas. Y siempre necesitaremos amor. No hay inteligencia si no hay amor.
»Todo depende del uso que hagamos. Como cualquier herramienta, requiere prudencia.
-¿Y no le preocupa que esta tecnología ya no es pasiva, como el hacha de piedra, sino que interactúa con nosotros, nos condiciona, nos perfila?
-Claro, eso es una novedad. Pero justamente por eso hay que enseñar una virtud clásica: la moderación. El problema no es el móvil, sino cómo lo usamos. En algunos países ya se prohíbe en las escuelas. Y está bien. Así como se promueve el consumo responsable de alcohol o una conducción prudente, deberíamos hablar de “navegación digital responsable”.
-Entonces, ¿usted cree que se puede educar para no caer en adicciones tecnológicas?
-Por supuesto. Yo fui fumador durante años. Cuando me lo prohibieron por razones médicas, dejé de fumar de un día para otro. Se puede. Pero hay que enseñar virtudes: prudencia, templanza, fortaleza. Yo, por ejemplo, cuando converso, apago el móvil. Y ya veré las llamadas luego. Esa es la disciplina que hace falta.
-Profesor, usted tiene 90 años y, sin embargo, es una persona profundamente moderna. Está al día, optimista, y transmite una confianza admirable en el ser humano, en su dignidad y capacidad. ¿Ese ha sido su secreto vital?
-Sí. Nunca me ha preocupado lo que otros piensen de mí. Solo me importa lo que piensan las personas que quiero y que me quieren. Lo demás no tiene importancia. Y gracias a eso, lo malo que me ha pasado, si es que ha pasado, ni lo recuerdo.
»Un día me pregunté: ¿guardo rencor a alguien? Y no encontré a nadie. Y como dice San Pablo: Omnia in bonum. Todo para bien.-