Libertad y relación

Rafael María de Balbín:
La libertad humana tiene la grandeza y a la vez los límites de todo lo que es humano. E implica un orden, unos parámetros que vienen señalados al hombre por su naturaleza “¿Qué sentido tendría la libertad de un hombre privado de una naturaleza recibida? En el fundamento del odio del hombre está ese rechazo a reconocerse criatura. No obstante, nuestra categoría de criatura es nuestro mayor título de gloria y la condición fundamental de nuestra libertad. A mí, que soy hijo de África, me duele ver cuánto odio y —con más frecuencia aún— cuánta angustia y cuánta rebelión provoca a veces en los occidentales su condición de herederos y criaturas” ( CARD. IOSEPH SARAH. Se hace tarde y anochece, cap. v: El odio al hombre).
Como explicaba Benedicto XVI el 20 de febrero de 2009, «el hombre no es un absoluto, como si el yo pudiera aislarse y comportarse solo según su propia voluntad. Esto va contra la verdad de nuestro ser. Nuestra verdad es que, ante todo, somos criaturas, criaturas de Dios, y vivimos en relación con el Creador. Somos seres relacionales, y solo entramos en la verdad aceptando nuestra relacionalidad; de lo contrario, caemos en la mentira y en ella, al final, nos destruimos. Somos criaturas y, por tanto, dependemos del Creador. En la época de la Ilustración, sobre todo al ateísmo, esto le parecía una dependencia de la que era necesario liberarse. Sin embargo, en realidad, esta dependencia solo sería fatal si este Dios Creador fuera un tirano, no un Ser bueno; solo si fuera como los tiranos humanos. En cambio, si este Creador nos ama y nuestra dependencia es estar en el espacio de su amor, en este caso la dependencia es precisamente libertad. En efecto, de este modo nos encontramos en la caridad del Creador, estamos unidos a él, a toda su realidad, a todo su poder […]. Ser criatura quiere decir ser amados por el Creador, estar en esta relación de amor que él nos da, con la que nos previene».
Nuestro origen está más allá de nosotros mismos. “En la raíz de la condición humana se halla la gozosa experiencia de que no estamos en el origen de nuestro ser; que no somos creadores de nosotros mismos; que ya antes de que existiéramos fuimos queridos y amados. Es una experiencia matriz: «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49, 1). Estoy plenamente convencido de que esta certeza fundada en nuestra experiencia se encuentra en la raíz de cualquier civilización. Sin ella, privados de nuestro origen, estamos condenados a crearlo todo con nuestras propias fuerzas. Quedamos reducidos al estado de nómadas que deambulan por la existencia, arrojados al mundo por el azar de una evolución ciega”(CARD. IOSEPH SARAH. Se hace tarde y anochece, cap. v: El odio al hombre).
La vida humana se nutre siempre de un conjunto de relaciones. Si se ignoran, la vida se empequeñece. “En este mundo, para construir una vida sólida tenemos que relacionarnos con los otros. Nuestra libertad no está hecha para dar un sí temeroso y suspicaz a los demás, sino para decirles sí y comprometerse con vínculos permanentes de confianza y amor. El arquetipo de este acuerdo es el matrimonio por el cual un hombre y una mujer, aceptando su naturaleza esencial de seres sexuados, toman conciencia de que se necesitan el uno al otro y deciden darse para siempre. Es significativo que el hombre moderno se haya vuelto casi incapaz de un compromiso total. Se queda literalmente paralizado por el miedo ante esta perspectiva que implica la confianza en sí mismo y en el otro. La crisis del matrimonio y la de las vocaciones tienen una raíz común: las dos caminan juntas” (ibid.).
La relacionalidad humana implica el compromiso. “¿Quién se va a comprometer para toda la vida si sospecha a priori que el otro no quiere su bien? La suspicacia frente a la bondad y el amor de un Dios creador se ha difundido en toda la sociedad humana como un lento veneno paralizador. Ahora toda relación suscita temor. El compromiso por amor se considera una locura peligrosa. Día a día va ganando terreno una soledad distante” (ibid.).
Reconocer nuestra relación no disminuye sino que potencia nuestra libertad. Esto era lo que decía Benedicto XVI a continuación de las palabras citadas más arriba: «La relacionalidad propia de las criaturas implica también un segundo tipo de relación: estamos en relación con Dios, pero al mismo tiempo, como familia humana, también estamos en relación unos con otros. En otras palabras, libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el espacio amplio del amor de Dios, pero implica también ser uno con el otro y para el otro. No hay libertad contra el otro. Si yo me absolutizo, me convierto en enemigo del otro; ya no podemos convivir y toda la vida se transforma en crueldad, en fracaso. Solo una libertad compartida es una libertad humana; solo estando juntos podemos entrar en la sinfonía de la libertad. Así pues, este es otro punto de gran importancia: solo aceptando al otro, solo aceptando también la aparente limitación que supone para mi libertad respetar la libertad del otro, solo insertándome en la red de dependencias que nos convierte, en definitiva, en una sola familia humana, estoy en camino hacia la liberación común».-