Opinión

¿Puede el miedo político revertirse e ir contra el opresor?

Sostienen los historiadores: tarde o temprano el poder totalitario colapsa

Miguel Henrique Otero:

 

La comprensión que tenemos hoy del miedo es parcialmente distinta de la que prevaleció durante siglos. Se pensaba, de forma predominante, que el miedo es, en lo esencial, una fuerza irracional presente en las emociones humanas. Dependiendo de la variabilidad de los factores externos, se producía una variación en el nivel de nuestros miedos. Así, se concebía el miedo, principalmente, como un factor del carácter: ante una misma amenaza, hay quienes se controlan, mientras que otros experimentan una sensación de pánico. Todo esto es cierto, pero es solo un aspecto de la cuestión.

 

El surgimiento de los Estados totalitarios en el siglo XX, fundamentados en la sistematización del Terror -Josef Stalin en la Unión Soviética, Adolf Hitler en la Alemania del Tercer Reich, Mao Zedong en la China comunista, Nicolai Ceaucescu en la Rumanía comunista/fascista, y otros- produjo una consecuencia que tiene un indiscutible interés en nuestro tiempo: el desarrollo de amplio campo de conocimiento y estudios especializado en el uso del miedo en la política. No sobra que señale aquí que hay verdaderos expertos a los que conviene escuchar, y que se cuentan por decenas los libros publicados en las últimas dos o tres décadas, que desgranan esta relevante materia.

 

La pieza clave del engranaje del Estado de Terror es la información. No me refiero a la dimensión específica de lo que las autoridades o el poder pueden averiguar sobre la actividad de cada uno. Hablo de una especie de estatuto, de condición casi metafísica, del sentimiento de que el poder está en todas partes, que lo sabe absolutamente todo, que nada en las vidas de los ciudadanos y sus familias escapa a su conocimiento. El Estado de terror es aquel que se proyecta como el que tiene un conocimiento -un archivo, un expediente-, de cada persona bajo su jurisdicción. La experiencia nos recuerda que esos expedientes son siempre falsos, invenciones destinadas a justificar las ejecutorias del poder feroz e insaciable. De hecho, fabricar expedientes sin fundamento real alguno es un signo de los regímenes totalitarios.

 

Al Estado de Terror le interesa proyectarse en las dos dimensiones posibles: se propone que cada ciudadano experimente formas íntimas de terror cotidiano -el “pulso del terror que corre por cada vaso del sistema sanguíneo”, según frase de Alexandr Solzhenitsyn-, al tiempo que observa y encuentra el miedo en las calles, en el paso cabizbajo de los peatones, en las miradas elusivas, en los silencios y eufemismos que invaden las conversaciones, en el deseo cada más insistente y extendido de las personas de regresar pronto a sus casas, encerrarse y así evitar cualquier intercambio o malentendido.

 

Cuando los miedos individuales y los miedos colectivos se conectan entre sí, y se alimentan y galvanizan como una condición generalizada en la sociedad, el Estado de Terror ha alcanzado su apogeo. Domina el territorio a plenitud. Produce una consecuencia que consolida su poderío: los ciudadanos, quiero decir, las víctimas, comienzan a desconfiar unas de otras. Se rompen los lazos de solidaridad más elementales y la conversación política desaparece, se evita bajo cualquier ardid, y, si alguien se atreve a conversar sobre política, no es más que en el seno del hogar. Bajo el yugo del Estado de Terror cada persona -cada familia- es un enemigo que corre el riesgo de ser eliminado.

 

Y es que el Estado de Terror es un Estado Espía: extendida red de escuchas telefónicas, direcciones de correo intervenidas, soplones contratados entre los miembros de la propia comunidad -a menudo entre los miembros de la propia familia-, policías sin identificar que siguen, fotografían y filman a cualquiera, por supuesto, todo ello sin atender a los procedimientos que ordena la ley, porque ese es justamente uno de los requisitos que cumple el Estado de Terror: mostrarse por encima o fuera del marco legal, demostrar que la ley son sus decisiones y hechos, y que cada persona o institución debe someterse a sus dictados, sin posibilidad de escapar a ellos.

 

Y es que escapar del Estado de Terror es imposible o casi imposible: su comunicación, evidente o indirecta consiste en diseminar la premisa de que nada puede cambiarse; que el poder se mantendrá de forma indefinida; que lo pragmático es evitar cualquier esfuerzo por promover un cambio social. De lo contrario, el poder omnipresente llegará hasta tu puerta, la derribará como sea, irrumpirá en el hogar durante la madrugada, golpeará a los miembros de la familia, insultará, robará cuantos bienes encuentre a su paso, y arrastrará al detenido, sin importar su edad o condición de salud para, a continuación. desaparecerlo, ocultando a los suyos y a los abogados dónde se encuentra y en qué condición.

 

La pregunta que se hacen los presos políticos y sus familiares, los demócratas, los dirigentes sociales y políticos, y los titulares de las instituciones, es si el estatuto del miedo puede revertirse y actuar en contra de dictaduras y regímenes totalitarios.

 

Sostienen los historiadores: tarde o temprano el poder totalitario colapsa. Genera dentro de sí mismo elementos recesivos, fuerzas que lo socavan, podredumbres que acumulan gases y explotan. Hasta los edificios más sólidos alcanzan un momento en que se resquebrajan y comienzan a derrumbarse. La historia ha mostrado que cuando la sociedad percibe que el poder comienza a crujir, carcomido por las múltiples formas de corrupción -como la corrupción moral, por ejemplo-, y las luchas internas saltan a la escena pública, es entonces cuando el miedo al poder pasa a un segundo plano, y la fuerza del cambio crece, se contagia y se pone en movimiento para cumplir con el deber de derrotar a la dictadura e instaurar un régimen de libertades.-

 

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