Tor Vergata, el jubileo de cristal
Etiquetada, a menudo despectivamente, como “Generación de Cristal”, la de los nacidos desde el 2000, afronta por sus actitudes buen número de prejuicios, injustamente generalizados

Bernardo Moncada:
«También nosotros, queridos amigos, somos así; hemos sido hechos para esto. No para una vida donde todo es firme y seguro, sino para una existencia que se regenera constantemente en el don, en el amor.» León XIV, homilía, jubileo de la juventud. Agosto 3
El Papa Francisco inauguró el Jubileo con la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, el 24 de diciembre del año pasado. Pocos pensaban en la improbabilidad de que lo presidiera, a pesar de su frágil estado de salud. Tan exigente compromiso ha recaído, finalmente, en su sucesor, a escasos tres meses de asumir la cátedra de Pedro.
Trascendentales y majestuosos gestos en la tradición litúrgica, los jubileos tienen raíces en antigua usanza judía, cuando cada medio siglo se celebraba un año de descanso de la tierra y liberación de la esclavitud. La tradición fue recogida y adaptada desde el jubileo convocado por Bonifacio VIII en 1300.
Hay jubileos ordinarios y extraordinarios. En estos tienen lugar diversas peregrinaciones y celebraciones, en Roma y en diócesis del mundo, culminando con la clausura de la Puerta Santa. El último gran Jubileo Ordinario fue convocado por San Juan Pablo II en el 2000, cuando sorprendió al mundo la gran afluencia juvenil en el encuentro de la explanada de Tor Vergata.
Al igual que Juan Pablo, León convocó un Jubileo de los Jóvenes para comenzar agosto, mes de vacaciones. Aún superó el número de los reunidos en el 2000. Hemos compartido el estupor del mundo anticatólico (y aún el de los fieles), ante la sobreabundante respuesta de una juventud que tantos juzgan perdida para la fe.
Etiquetada, a menudo despectivamente, como “Generación de Cristal”, la de los nacidos desde el 2000, afronta por sus actitudes buen número de prejuicios, injustamente generalizados. Se dice que son frágiles, individualistas encerrados en su efímero mundo virtual, poco empáticos, refractarios a la lectura y la cultura artística, narcisistas de baja autoestima e intolerantes a la crítica.
Tras el muro de incomprensión que parece separarles de los actuales adultos, se les reconocen asombrosas habilidades informáticas y tecnológicas, alta sensibilidad ante problemas sociales y ambientales, intensa inteligencia emocional, confiando en valores como la amistad, la valentía, la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia.
Muchos de esos prejuicios negativos fueron desmentidos ante el encuentro con Robert Francis Prevost, Sumo Pontífice León XIV, un hombre quien, cercano a cumplir setenta años, se mostró joven entre los jóvenes, dotado de carismática frescura, avezado y apasionado conocedor del alma juvenil.
La impetuosa respuesta a su llamado ha demostrado las expectativas que esa incomprendida generación guarda, efectivamente, en sus corazones, expectativas que el 267º Papa de la Iglesia evidentemente no ha defraudado.
En su homilía, con felices citas de San Agustín, ese gran padre espiritual que parece iluminarlo siempre, León se acopló prontamente con la supuestamente impenetrable alma del millón de veinteañeros llegados de 146 países.
Hablar de esa sed que vive y apremia en sus espíritus, valorando certeramente sus ansias y urgencias, animándolos a vivirlas sin temores, llegó directamente a la multitud de corazones expectantes, proviniendo sus palabras de un hombre convencido de que esa sed tiene un sentido, porque la respuesta existe.
Desde el atronador silencio que presidió la vigilia orante, y la intensidad con que siguieron la solemne efervescencia de este inmenso gesto, la “generación de cristal” que ocupó los 800.000 metros cuadrados de Tor Vergata nos dio un mensaje: no son incompatibles tradición y futuro, el cual no está perdido si, en lugar del miedo y la incomprensión, los adultos sabemos conectarnos con los jóvenes, honestamente, afectuosamente, desafiándonos y desafiándoles. Así ha hecho el Papa, pidiéndoles “alzar los ojos, mirar a lo alto”, marchando con ellos y haciendo crecer «sentimientos de profunda compasión, de benevolencia, de humildad, de dulzura, de paciencia, de perdón, como los de Cristo».
¡Gran lección nos ha dejado el “jubileo de cristal”!
Toca recibir con perspectiva este torrente de juventud rejuvenecida, para que, «en los próximos días, en cada parte del mundo, sigan caminando con alegría tras las huellas del Salvador, y contagien a los que encuentren con el entusiasmo y el testimonio de su fe».-