Testimonios

San Bernardo y la importancia de un nombre

En San Bernardo, fue acercándose a mí un rostro desconocido de esa Iglesia que había dejado de lado, un rostro sorprendentemente interesante, intrigante

A modo de confesión (o testimonio)

Bernardo Moncada:

«Nomen est omen» Plauto, antigua Roma

Sabemos que los nombres importan. En un nivel básico, los nombres ayudan a formar nuestro sentido de identidad y, quizás más pertinente, el sentido de subjetividad; hoy no damos tanta importancia a como somos llamados, e inventamos nombres hasta por “cosas” que están de moda. Hace días, leí de una niña a quien sus padres pusieron el nombre de “Chat Yipití”.

Siempre he creído que el apelativo heredado de mi abuelo tachirense, menos común en mi país que en Argentina, Colombia, o Chile, de algún modo me marcaba. Como mi sombra, su sonido me acompaña desde que lo llevo conscientemente.

Pero los hechos me han mostrado que, al menos en mi caso, “nomen es omen”, el nombre es destino. Su significado etimológico parece provenir del alemán: «bern» (oso) y «hard» (fuerte, valiente), lo que en algún modo me ha desafiado siempre. No está relacionado con el hebreo “Bernabé”, como pudiera parecer.

Como una iluminación, comencé a sentir el nombre de una nueva manera cuando, profundizando en la arquitectura gótica desde 1978, encontré a Bernardo de Claraval, San Bernardo. Sus críticas a las exageraciones ornamentales de la orden de Cluny, su debate con el abad de Saint Denis acerca de lo que sería el naciente gótico, luego su antagonismo con Abelardo, me fascinaron. Después leí sobre su poderosa influencia en el mundo de su época, además del papel que jugó en la difusión y afirmación del carisma cisterciense. Mi nombre se llenó de significado.

Pero, además, a través de este interés -puramente académico- en San Bernardo, fue acercándose a mí un rostro desconocido de esa Iglesia que había dejado de lado, un rostro sorprendentemente interesante, intrigante. Extrañamente, fue a través de ese interés y esa admiración que un día fui llamado como arquitecto a proyectar un monasterio cisterciense, llamado con insistencia. Dar el “sí” me zambulló en lo que es, fuera de los libros, la vida en una bella comunidad monástica y, finalmente, dar una afirmación aún más profunda y definitiva a la fe que ya me latía dentro.

El remate llegó al constatar a posteriori que el día cuando viajé a Roma, a conocer la casa madre de esa comunidad, y el ámbito eclesial donde vivo mi fe, un 20 de agosto era la fiesta de San Bernardo de Claraval.

Desde entonces, mi nombre es más mío y siento que antes bien soy suyo, que le pertenezco, creo que tengo un corazón cisterciense. El nombre es presagio: Nomen es omen. –

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba