La historia de la duquesa de Kent, la ‘rebelde con causa’ de la Familia Real británica
La mujer del Príncipe Eduardo fue la primera de la realeza en hablar de salud mental y también en convertirse al catolicismo

Katharine Lucy Mary Worsley, duquesa de Kent, falleció la noche de este jueves 4 de septiembre en el Palacio de Kensington, en Londres, a los 92 años, rodeada de su familia. La noticia fue anunciada en un comunicado oficial que reza que «con profundo pesar, el palacio de Buckingham anuncia la muerte de Su Alteza Real la duquesa de Kent. Su Alteza Real falleció en paz anoche en el Palacio de Kensington, rodeada de su familia». El texto añade que «el Rey y la Reina, junto con todos los miembros de la Familia Real, se unen al duque de Kent, a sus hijos y nietos en el duelo por su pérdida y en el recuerdo afectuoso de la dedicación que la duquesa mostró durante toda su vida a las organizaciones con las que estuvo vinculada, su pasión por la música y su empatía hacia los jóvenes».
Como manda la tradición, la bandera británica ondeó a media asta al mediodía, y un anuncio enmarcado fue colocado en las verjas del palacio. El Rey Carlos III, que se encontraba en Balmoral, fue informado de inmediato y aprobó un período oficial de luto hasta el día del funeral, que será de rito católico, reflejando los deseos de la duquesa tras su conversión en 1994. Durante este tiempo, los miembros de la familia real vestirán de negro, el personal en uniforme llevará brazaletes de luto y se abrirá un libro de condolencias en línea.
La noticia marca el final de la vida de una mujer que ejerció durante décadas un papel silencioso y, en muchos sentidos, transformador dentro de la Casa Real británica. Para algunos, fue «Kate la compasiva» («Compassionate Kate») como la apodó la prensa británica, una figura recordada por su empatía y su cercanía en una institución que a menudo proyecta distancia. Para otros, fue la primera en romper tabúes, por ejemplo, al ser la primera miembro de alto rango de la familia real en hablar abiertamente de salud mental, y la primera en más de trescientos años en abrazar públicamente el catolicismo.
Su juventud
Nacida el 22 de febrero de 1933 en Hovingham Hall, en Yorkshire, Katharine era la cuarta hija y única mujer de Sir William Worsley, lord teniente del North Riding y figura destacada del cricket inglés, y de Joyce Brunner, descendiente de una familia industrial con orígenes en la empresa química Brunner Mond. Ella misma se definía con sencillez como una «muchacha de Yorkshire», orgullosa de sus raíces provinciales y de la educación recibida en escuelas privadas de York y Norfolk. Desde muy joven se inclinó hacia la música, y cultivó el piano, el órgano y el violín, una pasión que acabaría impregnando toda su trayectoria personal y pública.

A finales de los años cincuenta conoció en una fiesta al príncipe Eduardo, duque de Kent, primo de la Reina Isabel II. La boda tuvo lugar el 8 de junio de 1961 en la catedral de York y fue retransmitida en directo por la ‘BBC’, con invitados de casas reales de toda Europa. Tras el matrimonio, Katharine recibió los títulos de duquesa de Kent, condesa de St. Andrews y baronesa Downpatrick, y se integró en la vida oficial de la monarquía, acompañando a su esposo en viajes y compromisos.
Pero su vida en la Casa Real no estuvo exenta de tragedias. En 1975, tuvo que interrumpir un embarazo tras contraer rubeola. Dos años más tarde, dio a luz a un hijo muerto, Patrick, lo que supuso un golpe tremendo para ella. En 1997, en una entrevista con ‘The Telegraph’, la duquesa confesó que aquello «tuvo el efecto más devastador en mí. No tenía idea de lo devastador que algo así podía ser para cualquier mujer. Me ha hecho comprender de manera muy profunda a otras que han pasado por una pérdida semejante». Su franqueza sobre estas experiencias resultó inusual en una época en la que la familia real rara vez abordaba temas íntimos.
Durante su vida padeció además otros problemas de salud, entre ellos el virus de Epstein-Barr, síntomas similares a la encefalomielitis miálgica y un diagnóstico de celiaquía. La duquesa tiraba de humor e ironía británicos con frecuencia sobre la manera en que la prensa reducía cada noticia sobre ella a la enfermedad. «Si yo escalara el Everest» decía en 1997, «que es improbable, dirían inevitablemente que fue ‘a pesar de sufrir depresión aguda y mala salud permanente’».
Muy humana
Su carácter abierto y humano se plasmó en un momento icónico: la final femenina de Wimbledon de 1993. Tras la derrota de Jana Novotná ante Steffi Graf, la duquesa, encargada de entregar los trofeos, abrazó a la tenista checa, que lloraba desconsolada. «¿Cómo podía ir y decir simplemente: ‘Mala suerte’? Fue terrible para ella. Estaba llorando, así que recibió un abrazo, y con motivos», recordaría años después. La escena, captada por las cámaras, fue interpretada como un gesto revolucionario de cercanía en una institución donde el protocolo rara vez dejaba espacio para la espontaneidad.

Otro momento reseñable fue su conversión al catolicismo en 1994, la primera de un miembro cercano a la línea sucesoria desde 1685. Explicó que «mis razones fueron personales y permanecen privadas, pero fue la seguridad lo que me atrajo. Encontré un gran sistema de apoyo en la Iglesia católica. No pretendía herir a nadie en la Iglesia de Inglaterra. Espero no haberlo hecho». Isabel II mostró respeto por su elección, y su posición en la línea sucesoria no se vio alterada.
La duquesa también se distinguió por un compromiso social silencioso pero constante. Fue patrona de UNICEF, voluntaria en Samaritans, una organización benéfica británica que ofrece apoyo emocional gratuito y confidencial, sobre todo por teléfono, a personas con pensamientos suicidas, donde pasó cinco años atendiendo llamadas de personas en crisis, y colaboró en el santuario de Lourdes cuidando enfermos, alimentándolos y limpiando las instalaciones como una voluntaria más. En 1977 recibió la Gran Cruz de la Real Orden Victoriana, uno de los mayores honores concedidos directamente por el monarca.
Renunció al tratamiento real
En 2002 decidió dar un paso atrás en sus deberes reales, renunció al uso público del tratamiento de «Su Alteza Real» y pidió ser llamada simplemente «Mrs Kent». A partir de entonces se dedicó a la enseñanza de la música en una escuela pública de Hull durante trece años. Ella misma explicó que «sólo el director sabía quién era. Ni los padres ni los alumnos lo sabían. Nadie se dio cuenta. No hubo publicidad en absoluto, simplemente, funcionó». Según contó, fue la propia Isabel II quien la animó a dar ese paso: «La Reina dijo: ‘Sí, hazlo’, así que lo hice». Después, en el 2004, cofundó la organización benéfica Future Talent, destinada a apoyar a jóvenes músicos con pocos recursos.
El fallecimiento de la duquesa de Kent invita también a recordar el lugar histórico de la rama de los Kent en la familia real británica. Su esposo, el príncipe Eduardo, es primo hermano de la Reina Isabel II e hijo del príncipe Jorge, duque de Kent, hermano de Jorge VI. La pareja siempre fue considerada parte esencial del andamiaje de la monarquía, esa red de primos y parientes cercanos que garantizaba la presencia real en todo el territorio del Reino Unido y en la Commonwealth.
En el comunicado oficial, Buckingham destacó su «pasión por la música y su empatía hacia los jóvenes», una frase que resume quizá mejor que ninguna otra la trayectoria de una mujer que supo conjugar la pertenencia a la realeza con un compromiso humano que, en tiempos de ceremonias y fastos, se volvió esencial.-