¿Un mundo maravilloso?

José Lombardi:
“La verdad que hace libres a los hombres es en gran parte la verdad que los hombres prefieren no escuchar”. Herbert Sebastian Agar
Veo árboles verdes, rosas rojas, cielos azules y nubes blancas. Escucho a los amigos saludarse y a los bebés llorar y crecer. Con esas imágenes sencillas y profundas, Louis Armstrong nos canta en What a Wonderful World lo maravilloso que debería ser el mundo. Y, ciertamente, lo es. Pero, ¿por qué nos empeñamos en volverlo violento y oscuro?
Quizás la respuesta esté en nuestra naturaleza primitiva y animal, pero no podemos conformarnos con una explicación biológica que nos condene a la tristeza. Como seres racionales, debemos convencernos de que es posible educar nuestra razón hacia los buenos hábitos. La filosofía clásica griega ya enseñaba que la práctica de la virtud podía conducirnos a una humanidad más justa y luminosa.
Sin embargo, salvo pequeños destellos de luz, la humanidad insiste en moverse en la oscuridad. Parte de esta realidad se debe a una educación mal orientada, centrada casi exclusivamente en lo técnico y lo científico. Estos ámbitos son fundamentales, sin duda, pero no más importantes que la educación cívica. ¿Qué sentido tienen las naves espaciales, los misiles supersónicos o la robótica que salva vidas en cirugías de precisión, cuando al mismo tiempo competimos y nos violentamos en una carrera por alcanzar un éxito basado en la destrucción del otro? El resultado es una sociedad sometida a frustraciones y desdichas, apenas disimuladas con alcohol, drogas, ansiolíticos y vicios desenfrenados que ofrecen alivios momentáneos, pero no la alegría que Armstrong celebra en su canción.
El éxito, la fama y el poder se nos presentan como fruto de un darwinismo social en el que el más fuerte triunfa sobre el débil, ignorando que millones de seres humanos cargan con limitaciones que los dejan en clara desventaja en esta competencia llamada vida. Por eso, la propuesta educativa que necesitamos debe ser de alcance mundial, basada en los principios de fraternidad y solidaridad que inspira la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es urgente un esfuerzo masificado para convertir esas letras en vida.
Podemos enorgullecernos de que hoy casi un 90 % de la humanidad sabe leer y escribir. Pero seguimos siendo, en gran medida, analfabetas sociales: no sabemos comportarnos en sociedad. Las leyes se aplican según el capricho de los funcionarios de la ley, que no son malos profesionales, pero que padecen de esta deformación racional que afecta a la convivencia. Nada cambiará hasta que asumamos que no sirven los esfuerzos aislados: somos una sola humanidad y debemos educarnos como tal.
Es inaceptable aceptar ideologías o religiones contrarias a la solidaridad y la fraternidad, porque se descalifican solas frente a un modelo educativo humanista. Es igualmente lamentable que las redes sociales, con todo su alcance, sean usadas como medios para difundir odio y no como herramientas para difundir fraternidad. El anonimato en redes sociales, bajo el pretexto de la libertad de expresión, es uno de los grandes males de nuestro tiempo. Un usuario anónimo es como un delincuente encapuchado. Así como en un banco se exige identidad para abrir una cuenta, también debería exigirse en las redes: cada persona debe asumir la responsabilidad de lo que publica.
La coletilla con la que muchos medios se desligan de la responsabilidad de lo que difunden: “los comentarios aquí expresados no comprometen ni vinculan…” es, en realidad, una evasión de la responsabilidad social que alimenta la violencia cotidiana. A ello se suma el peligro mayor: los contenidos violentos llegan sin filtro a menores de edad en pleno desarrollo, influyendo en generaciones enteras.
Por todo esto, volver al centro de la canción de Armstrong nos obliga a ver claro: la educación cívica universal es el gran reto de la humanidad. Solo así What a Wonderful World dejará de ser un instante fugaz de esperanza y se convertirá en una realidad duradera. Hay alma y razón para lograrlo; lo único que falta es la voluntad compartida.-