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La ruta de la plegaria poética I

Me ha parecido profundamente revelador, al mismo tiempo que transformador, sumergirnos en las expresiones poéticas de la oración a lo largo de la historia

 

Rosalía Moros de Borregales:

“Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos.” Efesios 6:18.

 

Hoy hemos llegado a la séptima pieza de la Armadura de Dios; en las pasadas semanas hemos estado profundizando en el significado espiritual de aquella armadura que inspiró al apóstol Pablo, durante su encarcelamiento en Roma, para hacer una transposición de cada pieza de la armadura diseñada para los soldados romanos, al plano espiritual, en la batalla de la vida del cristiano. Cada una de las piezas que conforman esa armadura espiritual, como hemos visto,  tiene un propósito en la vida del creyente.

 

La séptima pieza, que nos concierne ahora, no tiene un equivalente físico en la armadura romana. Sin embargo, se nos presenta como un fundamento de la relación del ser humano con Dios; como un misterio que adquiere grandeza y relevancia en su práctica continua. Por esta razón, me ha parecido profundamente revelador, al mismo tiempo que transformador, sumergirnos en las expresiones poéticas de la oración a lo largo de la historia, y junto a cada oración poética, recorrer, junto al poeta, ese camino de acercamiento al Altísimo. Debido a que la poesía ha sido considerada como la exaltación más sublime del lenguaje y la oración constituye la expresión más verdadera del alma, siento que esta conjugación puede elevarnos a vislumbrar la hermosura de las expresiones de aquellas almas que han tenido el coraje de practicar en sus vidas la comunión con Cristo.

 

Vamos a dedicarnos en esta primera presentación a hacer un recorrido por los himnos y plegarias poéticas de los primeros siglos, llamados himnos patrísticos. El término ‘patrístico’ proviene del término en Latín ‘patres’ que significa padres, en referencia a los llamados Padres de la iglesia cristiana, quienes fueron todos aquellos que perseveraron en las enseñanzas de Cristo y las establecieron en doctrina y practica de vida. La Patrística se denomina al período de los Padres de la Iglesia, aproximadamente desde el siglo I hasta el VIII. Por lo tanto, los himnos patrísticos son aquellos textos poéticos y litúrgicos que surgieron en este tiempo; composiciones de alabanza y oración que, inspiradas en el cristianismo primitivo, buscaban expresar la fe cristiana de manera poética y musical.

 

El primero de estos himnos es el conocido como Himno de la Luz (en griego Phos Hilarón) que data del siglo II y el III. Se piensa que pudo haber sido escrito entre las comunidades cristianas de Oriente, probablemente en Jerusalén o Capadocia. San Basilio (330-379 d.C) mencionó una vez que en su tiempo éste ya era un himno antiquísimo. Probablemente este himno se cantaba en la oración vespertina en comunidades perseguidas en medio de las catacumbas. Es el reflejo del fervor de los primeros cristianos; ellos veían en Cristo la verdadera luz que nunca se apaga. Podría considerarse el testimonio poético de toda una generación de creyentes que encontraba en Cristo la luz verdadera que no conoce ocaso.

 

Himno de la Luz

 

Luz gozosa de la santa gloria
del Padre inmortal, celestial y santo,
Jesús, Cristo bendito.
Llegados al ocaso del sol,
contemplando la luz de la tarde,
cantamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Digno eres de ser alabado
con voces santas,
Hijo de Dios, dador de vida.
El mundo entero te glorifica.

 

Este himno podemos relacionarlo con el versículo 12 del capítulo 8 del evangelio según San Juan: “Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” Cuando venimos a Dios en oración, el primer paso en nuestra comunicación debería ser, como lo demuestra este himno, la alabanza a Dios. Tal y como Jesús les enseñó a sus discípulos en el Padre Nuestro: “Padre nuestro, que estas en los Cielos, santificado sea tu nombre”. A través de este himno, nos acercamos a la luz del Padre inmortal, celestial y santo, del Hijo, Cristo bendito y del Espíritu Santo. Reconocemos como también dijo el apóstol Juan que Él, Jesús, es el dador de la vida, la vida misma: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.” Juan 1:4.

 

En segundo lugar, podemos recordar a San Efrén, el sirio, quien vivió entre el año 306 y el 373 d.C. conocido como el arpa del Espíritu Santo, nacido en Nisibis -Mesopotamia, actual Turquía. Desde muy joven se consagró a la vida cristiana, en pleno tiempo de persecución. Fue diácono,  reconocido por su humildad. También, fue teólogo y poeta, decía que el canto grababa en el corazón las verdades de la fe más profundamente que los discursos. Compuso muchos himnos y poemas en lengua siríaca, una variante del arameo. Su poema más conocido es el siguiente:

 

Señor, hazme digno de Ti:
que mi pensamiento sea tu morada,
que mis obras sean tu alabanza.

Que mi corazón se inflame en tu amor,
y mi lengua proclame tu gloria.

Tú eres el médico que cura mis heridas,
el refugio de mi alma cansada.

Ven, Señor, y habita en mí,
para que yo permanezca en Ti.

 

Este poema expresa la oración de un ser rendido a Dios. Es el lenguaje del alma que ha transitado la vida y reconoce que no es digno de la grandeza de Dios; sin embargo, sabe que Cristo lo ha hecho acepto en el Amado y, por esa razón, se acerca con la primera petición: “Que mi pensamiento sea tu morada y que mis obras sean tu alabanza”. En pocas palabras, él expresa la gran verdad de nuestras vidas, si Dios no mora en nuestros pensamientos, estamos perdidos; pues, la mente es el asiento de lo que inspira nuestras obras. ¿Cómo podremos agradarle con obras nacidas de la fe, si nuestros pensamientos le pertenecen al mundo: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” I Juan 2:16-17. Cada uno de los versos de esta plegaria poética es una expresión del alma que se ha encontrado cara a cara con el Salvador.

Termino esta primera entrega de La ruta de la plegaria poética con el pensamiento de un hombre que vivió muchos años después de estos dos padres de la iglesia, un británico de Lancashire, cuya vida es de inspiración en el tema de la oración, pues sostenía que la oración no era un accesorio de la vida cristiana, sino su centro.

“La única preocupación del diablo es impedir que los cristianos oren. No le teme al estudio sin oración, al trabajo sin oración, ni a la religión sin oración. Se ríe de nuestro esfuerzo, se burla de nuestra sabiduría, pero tiembla cuando oramos”.-

Samuel Chadwick (1860-1932).

Rosalía Moros de Borregales

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