Opinión

María de la Paz y el más allá

Un solo ejemplo basta para apreciar la trascendencia del premio más famoso entre naciones y continentes: Andréi Sájarov, físico ruso reprimido por el ogro soviético, galardonado hace justo 50 años con la medalla de la paz

 

Gerardo Vivas Pineda:

 

No es cuestión de ultratumba. Tampoco de proyecciones escatológicas o herméticas. Ya se la ha comparado con todo tipo de hombres y mujeres laureados por causas de renacimiento social, extinción de guerras o rescate de etnias perseguidas, individuos por lo general plenamente admirables y hasta heroicos. Un solo ejemplo basta para apreciar la trascendencia del premio más famoso entre naciones y continentes: Andréi Sájarov, físico ruso reprimido por el ogro soviético, galardonado hace justo 50 años con la medalla de la paz. Sájarov, impulsor de derechos humanos y prácticas liberales, había formulado por primera vez la posibilidad de dos universos, a los que atribuyó las singularidades de colapso y anticolapso, como si rememorara la historia de su patria rusa amargamente esclavizada por la aplanadora roja. Igual legado tiránico fue trasplantado a nuestro país por agentes incapaces de estrechar manos contrarias y, por el contrario, machacarlas.

Bajo la misma cárcel ideológica ha resonado el nombre femenino de nuestro personaje, mientras envuelve el planeta rodeada de conceptos difícilmente guardados, todos juntos, en el ropero de la dirigencia política. La enumeración de esos atributos pide paso libre: valentía, dignidad, justicia, integridad, fe, constancia, convicción, educación, sacrificio, riesgo, disciplina, rigor, estudio, calificación, abnegación, maternidad, fraternidad, decencia —la decencia, virtud aniquilada por el desmadre progresista—, sudoración en la entrega, colocación de la mejilla ante el déspota y la nariz ante el esbirro, sangramiento luego de la agresión dirigida, cuello dispuesto al acaparamiento de rosarios colgados por el pueblo en marchas multitudinarias, voz en grito como auténtico altavoz nacional, emprendimiento de campañas territoriales arropada por conglomerados populares descalzos, invariable meta de besos octogenarios o recién nacidos, presentadora de pruebas electorales irrebatibles, belleza facial y corporal generadora de admiración y envidia gratuita, en fin, el mundo ha aprendido, y lo memoriza, el nombre María Corina Machado gracias a la dimensión de su entrega patriótica, su feminidad integral y su incomparable desempeño público a favor de una nación carcomida por el desenfreno del poder.

Pues bien, luego de elogios y rabietas —que también las hay, por parte de quienes desprecian y escupen las virtudes mencionadas—, se nos ocurre una probable transformación de su nombre. Aunque el más allá de María Corina, como es obvio por su fe católica, apunta al inconfundible destino celestial de su alma, esa máxima condecoración humana que lleva un apellido oloroso a dinamita, Nobel, trasciende el límite estrictamente terrenal. Años y más años de cívica campaña venezolanista, poniendo muy por delante las cualidades anteriormente dichas a ojos de todo tipo de gentes, sin distinción alguna, la suben a un escalafón etéreo que no abandona el cuerpo, no se despega de su raigambre familiar ni de las consignas que ella vociferaba durante las travesías electorales: “¡Esta es una lucha espiritual!” y “¡Hasta el final!”. Sólo quien sobrepasa los cinco sentidos es capaz de alcanzar esa otra dimensión en las batallas a campo abierto frente a criterios cerrados por resentimientos y pudriciones doctrinales. Así era, así es y así será.

No importarle el sacrificio de la propia vida, en aras de la recuperación del gentilicio desvanecido por la tiranía, representa su abordaje al ascensor de la nube perpetua: la entrega de su corazón no a una sola nación devastada, sino a la pluralidad de países que añoran sentarse al banquete de la libertad y brindan por la paz. La justificación es más que suficiente para una nueva denominación personal, dada su humanidad flotante en ese éter espiritual donde un pueblo entero la abraza y percibe su amor extremo, como el que se desprendió de una cruz y clavos de hierro romano ensangrentaron. Habrá que tomar prestado a la efigie imponente de una Virgencita trujillana —Virgencita sólo por cariño: mide 45 metros de altura—, la Virgen de la Paz, un fragmento de ese nombre andino para gritarlo a la María Corina ahora nuevamente bautizada: María de la Paz. Entonces el más allá de su afecto universal quedará impreso en el más acá de su cercanía a todo ser viviente que sepa de su impulso esencial: recomponer los pedazos sueltos de una patria y reordenar su manera de vivir y suspirar. No es mera casualidad su reconocimiento máximo el 10 de octubre por los custodios de la paz, en coincidencia feliz con la santificación de dos venezolanos nueve días después, ahora arrimados al más allá del trono santo, ni azar fortuito el recuerdo de un milagro solar en Cova da Iria el 13 de octubre de 1917. Fue cuando la Madre de Dios se apropió del astro rey, lo obligó a cambiar de colores y danzar sobre 70.000 personas estupefactas, mientras dictaba pautas de salvación que el mundo ha desestimado en el fango de lo relativo. Así pues, el mes de octubre ha grabado en piedra otra conmemoración histórica. Y a propósito de apropiaciones, concluyamos este homenaje a María de la Paz: al pronunciar ese nombre Venezuela y el mundo entero pueden considerarse dueños de la futura serenidad prometida en el más allá donde un río santo recorre el jardín del Edén.-

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