Entrevistas

La pobreza evangélica no es la miseria: lo explica un economista teólogo

José María Larrú Ramos habla de la riqueza en dinero y en tiempo, y la meritocracia y sus límites

El profesor José María Larrú Ramos, experto en desarrollo económico y Doctrina Social de la Iglesia, reflexiona en La Antorcha, la revista de la ACdP, sobre la pobreza evangélica, la posesión de bienes, el tiempo como riqueza, y los peligros del juicio meritocrático. Desde su experiencia docente y vital,  ofrece claves de discernimiento para vivir con sentido, austeridad y responsabilidad

– ¿Qué sería la pobreza evangélica frente a la miseria?

– Son muy diferentes. La pobreza evangélica viene de “evangelio”, que significa “buena noticia”. En boca de Jesús es una bienaventuranza. Los pobres son bienaventurados no tanto por lo que les falta, sino porque ponen toda su confianza en Dios. Es una virtud. Jesús se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Lo dice la Segunda Carta a los Corintios.

La miseria, en cambio, es ausencia de lo suficiente. Es indeseable y debe ser erradicada. Nadie debería vivir en esa situación. La pobreza evangélica puede ser deseable, incluso llega a ser un voto religioso, siempre elegida. La miseria, sin embargo, provoca sufrimiento. Son dos conceptos distintos.

– Entonces, ¿la pobreza evangélica incluye tanto lo espiritual como lo material?

– Sí. Hay una austeridad de vida. Me ayuda a pensarlo la diferencia entre Juan Bautista y Jesús. Juan lleva pieles de camello. Jesús, en cambio, tiene un vestido suficientemente valioso como para que los soldados decidan no romperlo. No estamos hablando de miseria, sino de una vida decorosa.

No estás apegado a los bienes porque no crees que tener más es ser mejor. Y en el seguimiento de Cristo pobre practicas el desprendimiento, muchas veces autoimpuesto. Hay también una miseria moral: la falta de sentido. Hay estudios sobre las “muertes por desesperación” en EEUU. Suicidios y adicciones en personas con ingresos medios, pero sin sentido de vida. Es una miseria no material, sino moral.

Miniatura del video

– ¿Esa pobreza espiritual tiene que ver con reconocer que todo lo bueno que tengo se lo debo a Dios?

– Claro. Lo dice el Evangelio: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” Jesús lo ejemplifica con el hombre que acumulaba y ampliaba sus graneros. Le dice: “Esta noche te pedirán la vida”. ¿A qué has dedicado tu vida? ¿A acumular posesiones? El espíritu de agradecimiento está muy asociado a la pobreza evangélica.

El término bíblico es anawin: los que no se apoyan en sí mismos, sino solo en Dios. No esperan nada de su currículum ni de su patrimonio. Todo lo esperan de Dios. Y al llenarse de lo que Dios da, terminan diciendo: todo es don y todo es gracia.

– ¿Qué piensa del juicio que a veces se hace a los pobres: “si son pobres es porque no se han esforzado”?

– Eso toca el tema de la meritocracia. Hay oportunidades desiguales que nos condicionan desde el principio. No todos tienen las mismas cartas. Pero claro, también hay justicia en premiar el esfuerzo y el talento.

El problema está en creerse el éxito como algo exclusivamente propio: “Me lo he currado, me lo merezco”. Y entonces terminas sin querer compartir, despreciando al que no se esforzó “como tú”. Eso es peligroso porque nos convierte en jueces. Y el Evangelio es claro: “No juzguéis y no seréis juzgados”. Solo Jesús conoce el corazón de cada uno.

– ¿Entonces todos somos pobres ante Dios?

Claro. ¿Quién no es pobre ante Dios? Dios es el creador, tú eres criatura. Nadie se da el ser a sí mismo. Hemos recibido nuestra genética, nuestra salud, nuestras oportunidades. Algunos tienen una salud de hierro sin mérito. Otros padecen desde niños.

La salvación que trae Jesús es para todos, pero requiere libertad. Si te obligan a amar, no estás amando. Por eso Jesús dice: “Si quieres seguirme…”. Y también advierte del apego: “Ojo con poner tu seguridad en los bienes materiales”. Jesús no condena al rico por tener, sino por apoyarse en lo que tiene.

– ¿Jesús denuncia la mercantilización de la fe?

– Sí, y lo hace con fuerza en el templo. Se enfada con los cambistas. Están comerciando con lo sagrado. La salvación no se compra. No puede ser que para acceder a Dios haya que pagar. Eso es una distorsión entre lo material y lo espiritual. Y aún hoy podemos caer en eso: pensar que cuanto más damos, más nos salvamos. Y no es así.

– ¿La crítica a los fariseos tiene que ver con esa falsa riqueza espiritual?

– Exacto. La palabra que más repite Jesús con ellos es: “¡Hipócritas!”. Porque se salvan a sí mismos por cumplir. Me gusta ese juego del castellano: “cumplo y miento”. Cumplir sin corazón es mentir.

El joven rico cumple desde pequeño, pero no es capaz de dejarlo todo. Jesús propone las bienaventuranzas. Tres pasos: desprenderte, compartir con los pobres, y seguirle. Es un camino de conversión. Preguntarse: ¿a qué me apego? ¿Qué comparto?

– ¿Qué significa que “sobre la propiedad privada pesa una hipoteca social”?

– La propiedad privada está justificada como medio para tu proyecto de vida, pero no es absoluta. Juan Pablo II habla de “función social de la propiedad”. No puede ser que unos acumulen mientras otros carecen. Santo Tomás dice que quien roba por necesidad no peca.

El Estado —no solo la Iglesia ni Cáritas— es el garante del bien común. Y eso se realiza a través de impuestos y redistribución. No basta con donaciones voluntarias. Hay una responsabilidad colectiva.

– Entonces, ¿la creación es común antes que privada?

– Sí. La propiedad es secundaria. La creación es un don para todos. Me gusta esa idea indígena: “la tierra no es nuestra, la cuidamos para las próximas generaciones”.

No todo es comerciable. Por ejemplo, el mercado de emisiones de CO₂. ¿Es legítimo que los países ricos compren derechos de contaminación a los pobres? ¿O debemos cambiar nuestro estilo de vida? Todo está conectado. Cuidar el regalo de Dios es parte de nuestra libertad.

– ¿El tiempo también es un bien que hay que compartir?

– ¡Claro! Compartimos dinero, cosas, pero también tiempo, consejo, escucha. Vivimos diciendo: “No me da la vida”. Pero, ¿no te da para qué? A veces nos llenamos de cosas que no nos hacen libres.

El tiempo compartido da sentido. Los mayores no piden regalos, piden cariño. Quieren que los escuchemos, que estemos. Igual los niños. Educar es estar. Los valores no se enseñan en una charla, se siembran con el ejemplo.

– ¿Cómo se entiende la austeridad de quienes eligen privarse incluso de bienes buenos?

– Si no hay mística, la ascética se queda corta. El voto de pobreza es una intensificación del bautismo. Exageran, en el buen sentido, para evangelizar mejor. Es interesante cómo juzgamos lo que otros deberían quitarse, pero no lo que nosotros acumulamos.

Cada carisma tiene su énfasis. Unos en la pobreza, otros en la cultura o la evangelización. La clave es que todo lo que tengamos sirva a la misión. Y cuidado con el apego. Eso se discierne. No hay normas rígidas. No tenemos un “diezmo” que libere del discernimiento.

– Algunos protestantes ven la riqueza como señal de predilección divina…

– Eso viene del calvinismo y la predestinación. Como no sabes si estás salvado, interpretas que si te va bien es porque Dios te ha elegido. Pero eso te deja en una angustia permanente. Martín Lutero era un hombre angustiado.

Es una tentación meritocrática. El Antiguo Testamento prometía bienes materiales. Pero Jesús viene a dar plenitud. No es espiritualismo sin más, pero tampoco es riqueza como signo de salvación. La bendición es misión. Dios te bendice y te envía.

– ¿Qué claves ofrece para discernir la propia pobreza evangélica?

– Primero, mirar a Jesús. En oración. Cuanto más lo conozcas, más podrás escuchar lo que te pide. Segundo, discernir en conciencia, con humildad. Tercero, con responsabilidad: yo tengo hijos, ¿qué les dejo?

A mí me ayuda un lema: vivir por debajo de mis posibilidades. No todo lo que puedo permitirme tengo que tenerlo. Y revisar cada año: ¿dónde va mi dinero? ¿Dónde va mi tiempo? ¿Cómo doy?

Si donas ropa, lávala, plánchala, dóblala. Piensa en la dignidad del que la va a recibir. No confundas donar con hacer limpieza. Y, sobre todo, que la inquietud te acompañe. Estar intranquilo ante el seguimiento de Jesús es un buen signo.-

Aitor Lekanda / La Antorcha

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba