Cardenal Baltazar Porras Cardozo:
El 20 de julio de 1822, hace exactamente dos siglos, nació Gregor Mendel, monje agustino, nacido en la actual república checa, que se distinguió por su conocimiento de la biología, descubridor de las leyes de la genética, conocidas como las leyes de Mendel. No sé si hoy día se estudia en las clases de biología del bachillerato, pues me trae los recuerdos de las clases de dicha materia, de la mano férrea pero excelente maestro, del Padre eudista Luis Eduardo Cardona Meyer, quien hacía los experimentos en el bien dotado laboratorio de biología del Seminario Interdiocesano de Caracas, donde aprendíamos con pasión y dedicación lo que aquellos adustos profesores nos trasmitían para envidia de los examinadores que enviaba la zona educativa en los exámenes finales que constaban de tres pruebas: escrito, oral y práctica.
Ha sido tradición en muchos monasterios el que algunos de los monjes, además de dedicarse a la oración y al estudio de las ciencias eclesiásticas, desarrollaran sus habilidades en el estudio de diversas ciencias naturales. Los relatos que se conservan en las bibliotecas de estos recintos sagrados dan cuenta de interesantes descubrimientos que han servido para el progreso de las ciencias desde la antigüedad. La farmacopea y las boticas son testigos de las investigaciones sobre plantas exóticas de las que se extraen sustancias que se usan para la alimentación, la salud, fórmulas guardadas casi como secretos para la elaboración de pócimas, licores, venenos, que han dado pie a leyendas y a interesantes películas como “el nombre de la rosa”, basada en la novela de Umberto Eco, con el suspenso de descubrir extraños acontecimientos en un famoso monasterio austríaco.
No es extraño, pues, que un fraile agustino, Mendel, en el recogimiento de su convento se dedicara tenazmente al estudio de la evolución de los rasgos de los seres vivos, utilizando primero animales, para concentrarse más tarde, en experimentar con diversas especies de guisantes, de donde extrajo las famosos leyes que le dieron nombre después de su muerte. En vida no se le hizo mucho caso a sus descubrimientos. Murió en 1884, en la soledad de su celda monacal sin que se le diera mayor relieve a lo que había dedicado con paciencia y constancia varios años de investigaciones que lo declaran hoy día como el padre de la genética.
Fue gracias a sus trabajos, estudiados por varios genetistas en 1900, el botánico Hugo de Vries, el botánico y genetista Carl Correns y el agrónomo Erich von Tschermak-Seysenegg duplicaron los experimentos y los resultados que había obtenido Mendel, dándole razón y mejorando a partir de su intuición en el gran aporte al estudio de la herencia genética en los seres vivos. Hay que resaltar la honestidad de estos hombres al exaltar el nombre de Mendel en lugar de apropiarse ellos la evolución de ela genética. Las leyes de Mendel, el principio de uniformidad, el principio de segregación y el principio de la combinación independiente, que repetíamos de memoria y tocaba explicarlas con detalle en clase, nos abrió el entendimiento para entender, años más tarde, durante los estudios de filosofía, la polémica existente entre los evolucionistas y los creacionistas, tema candente del que nos dejó enjundioso estudio nuestro beato José Gregorio Hernández, retomado de forma magistral el Papa Francisco en su magisterio sobre el sentido global e integral del mundo creado y su relación con la justicia y la equidad.
Sirva esta crónica menor como sencillo homenaje a este sabio y humilde agustino, y a los que nos introdujeron en la apasionante aventura de la interacción de las ciencias exactas y el pensamiento lógico, que hoy adquiere carta de ciudadanía y reto en la bioética para explicar el sentido de la vida, su permanencia en los casos límites, y la necesidad del respeto a la vida integral de los seres humanos, de los animales y de las especies vegetales, tan necesarias para la supervivencia de la humanidad y para la ecología integral que requiere de racionalidad y trascendencia para que no se vuelva un boomerang contra la especie humana.-
46.- 28-7-22(4146)