Iglesia Venezolana

Cardenal Porras en su Eucaristía de aniversario sacerdotal: «Me siento más sacerdote, más sereno y confiado en el Señor que el día de la ordenación»

"Un sacerdote no es digno de darle la mano a quien tiene en las suyas sangre inocente"

PALABRAS EN EL FINAL DE LA MISA DE MIS 57 AÑOS DE SACERDOCIO. Santuario de Don Bosco en Altamira. Caracas, 30 de julio de 2024

Queridos hermanos:

Al finalizar esta eucaristía quiero en primer lugar agradecerles por su presencia y las muestras de afecto en este día. Un saludo fraterno y mi agradecimiento a los que no han podido llegar por la dificultad de movilización existente en la ciudad. La iniciativa de varios de ustedes quiso organizar este momento.

Curiosamente, la fecha de mi ordenación tuvo lugar doce horas después del terremoto de Caracas del sábado 29 de julio de 1967. La zozobra general era inquietante por las noticias de lo sucedido en la capital y en el litoral. A ello se sumaba el que pocas semanas antes había muerto un tío muy querido cuando se preparaba para estar en mi ordenación. Sin embargo, esa misma tarde celebré mi primera misa ante el gremio de choferes de Calabozo en el atrio de la iglesia del Carmen patrona de aquellos hombres; la participación festiva muy llena de esa religiosidad que acompaña a los profesionales del volante sometidos a las vicisitudes del tráfico por las carreteras del país le dio un tono de alegría a ellos, a mí y al Padre Luigi Superga capellán de dicha iglesia.

Mi agradecimiento eterno a mis padres y hermanos, a mi familia, a mis formadores en Caracas, Salamanca y Madrid. A mis compañeros sacerdotes y obispos de todos los rincones del país y de otros lugares del mundo con quienes he vivido momentos muy felices y coyunturas difíciles, sorteadas por la amistad, la comprensión y el discernimiento fraterno. Y, por supuesto el agradecimiento permanente a los muchos laicos a quienes les debo tanto; un recuerdo especial a los jóvenes y entre ellos a mis muchachos de Calabozo, a los seminaristas de antaño y hogaño, y a los monaguillos mis mejores amigos de siempre. Dios los bendiga a todos.

Casi siempre celebré mi aniversario sacerdotal en forma más bien discreta, compartida con los amigos sacerdotes y algunos fieles cercanos. Solo en las bodas de plata y en las de oro se revistió de solemnidad. La de hoy no me quedó más remedio que aceptarla por quienes la han convocado con la excusa que es la última antes de pasar a emérito.

Puedo decirles, sin ínfulas de exhibicionismo, que me siento más sacerdote, más sereno y confiado en el Señor que el día de la ordenación en la que la mezcla de emoción y temor me abría a una experiencia novedosa en medio de la primera etapa postconciliar y la ebullición mundial en el emblemático 1968. Las casi seis décadas que me separan de aquel día de gracia hasta hoy ha sido de servicio sacerdotal y episcopal, dentro y fuera de nuestra frontera en las que me ha enriquecido el contacto directo con la gente y haber aprendido de sus virtudes y testimonios, entre ellos los de la gente sencilla de los campos y los del mundo académico y universitario con quienes he estado siempre unidos compartiendo amigablemente desde la pluralidad de pensamiento. Un Dios les pague y una petición de perdón por mis deficiencias y yerros.

Pero hoy, ahora, creo que es pertinente, ante todo,  una reflexión sobre la situación que vivimos. Desde mi adolescencia doy gracias a aquella materia obligatoria desde la primaria de la formación social, moral y cívica, enriquecida luego teológica y pastoralmente, que inculcó en nuestras mentes valores ciudadanos y una ética civil de envergadura. Cuanta falta hace retomar esa materia.

En junio de 1956 se inauguró el edificio del Seminario Menor de Caracas, a la que asistió el general Marcos Pérez Jiménez acompañado del arzobispo Rafael Arias Blanco. Comenzábamos los estudios de bachillerato. En el acto matutino antes de comenzar las clases, el canto del himno nacional y la revisión de cada uno de nosotros nos habló el padre Rector, Miguel Antonio Salas, eudista de una sola pieza, más tarde obispo en Calabozo y Mérida, donde nos dio la mejor clase de comportamiento ético. Nos dijo palabras más, palabras menos: “hoy es un día de luto para esta casa porque viene el presidente al que hay que recibir por educación, pero que tiene sus manos manchadas con sangre por los presos políticos torturados o desaparecidos. Un sacerdote no es digno de darle la mano a quien tiene en las suyas sangre inocente”. Luego nos dio una explicación de lo que era la verdadera democracia hacia la que debíamos caminar todos. Pueden imaginarse el impacto de aquellas palabras de un hombre recto y santo. Es  lección que jamás hemos olvidado quienes fuimos sus alumnos. Con este trasfondo, una primera memoria en la oración y el recogimiento debe ir a los fallecidos trágicamente, por la agresión y represión violentas de la pasada noche, que enlutan a hogares y a la conciencia pacífica, honesta y solidaria de nuestro pueblo y comunidades.

Una de las exigencias del cristiano hoy es descubrir en los signos de los tiempos, vale decir, en los acontecimientos de la vida cotidiana, los signos de Dios. Nos viene bien los consejos del viejo San Pablo a Timoteo: “eviten las discusiones vanas que no sirven para nada si no es para perjuicio de quienes las escuchan… huyan de los deseos desordenados y persigue la rectitud de vida, la fe, el amor y la paz junto con los que invocan al Señor con un corazón limpio” (2Tim. 2, 14 y 22). Les digo esto porque la prédica permanente de violencias, odios y polarizaciones destruyen la paz y la equidad. Somos diferentes, pero hermanos, aunque nos cueste aceptarlo y vivirlo. Existimos para vivir en relación y hacer de la fraternidad una virtud indispensable para optar a la vida plena. Sin diálogo, sin tomar en cuenta al otro y dejarlo todo al uso del forcejeo, de la fuerza, no conduce a la convivencia necesaria para que una sociedad marche unida y no separada en bandos irreconciliables.

La vida está llena de tropiezos, de retrocesos y avances, de éxitos y fracasos, de sueños irrealizables y de expectativas no satisfechas. Pero la verdad que nos hace libres es la que debe ser el norte de todas nuestras actuaciones y no la descalificación sistemática de quienes no piensan como uno. No hay lugar al desánimo. Como bautizados no olvidemos que seguimos a Jesús que se acercó a todos sin distinción, con preferencia a los marginados; así se hizo cercano a nosotros porque asumió la pasión y la muerte, el fracaso de la cruz y la gloria de la resurrección. Es también nuestro camino.

No le echemos la culpa a Dios cuando decimos que no oye nuestras plegarias y nos sume en constatar que los hijos de las tinieblas son más astutos que los de la luz. No podemos ser como los discípulos de Emaús que se volvieron a su pueblo porque no habían conseguido lo que esperaban. También a nosotros se nos atraviesa el Señor para llamarnos al botón. La oración y la eucaristía son, deben ser, la fuerza para asumir lo que falta a la pasión para caminar hacia el cielo prometido. Lo que estamos viviendo es un Kairós, un llamado a unir plegaria y servicio, poniendo el centro no en nosotros mismos sino en el prójimo.

Pero, el seguimiento de Jesús exige en nosotros el cultivo de una serie de virtudes humanas, teologales y cardinales. La primera de ellas, la verdad. Como el viejo dicho latino “soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”. No podemos ceder ante la tentación del poder, del dinero, del placer o de la conveniencia egoísta. Allí está la raíz de la falta de equidad en la vida social y política. Y la verdad no se encuentra se construye día a día. Es la exigencia primera del hoy venezolano.

Sin verdad no hay credibilidad ni confianza y por ende, tampoco, paz auténtica, durable, sólida.  Sin verdad, la mentira y la manipulación nos convierten en esclavos no en personas libres y responsables. La vida ciudadana que se divide en privilegiados y marginados destruye la igualdad. Por eso, como nos recuerda el Papa Francisco, el centro de nuestras actuaciones no es el círculo, el poder, sino el poliedro donde las periferias son, deben ser, las prioritarias. Es decir, los pobres, los discapacitados, los necesitados de lo material y lo espiritual. Es la tarea de siempre pero que en estos días cobra prioridad para que la convivencia social sea estable y alumbre un futuro de alegría y esperanza. Es nuestro desafío y tarea porque todos nos necesitamos, los afines a mis intereses y los que están en la otra orilla. En la política los mejores años de nuestra vida republicana han sido los que han ofrecido oportunidades a todos. Cuando los populismos y favoritismos ponen otras medidas se producen los quiebres que traen mayor pobreza y discriminación.

En segundo lugar, la virtud de la equidad nos lleva al respeto del otro y al cuido del ambiente. Las instituciones son democráticas en la medida en la que la igualdad y la fraternidad nos llevan a la libertad interior y exterior por lo que hacen falta espacios de confrontación e intercambio para encontrar la senda común que favorece a todos. La dignidad de la persona, su valoración positiva, es la única capaz de conducirnos a la reconciliación, el perdón y la acción samaritana. Es lo que ha faltado en la dirigencia para hacer de la gente seres creadores, creativos, abiertos al bien de los demás. Es parte del tejido social que está resquebrajado en el presente.

La trasparencia es indispensable y se entreteje en lo señalado anteriormente. Sin confianza mutua no puede haber, repito, paz. Hay derecho a exigirla en conciencia, como testimonio de coherencia y autenticidad, y es obligación de los responsables de la cosa pública de ofrecerlo, por imperativo legal, pero sobre todo, cívico y ético.  No siempre se entiende, pero a esta vocación no podemos renunciar porque hay que ofrecer espacios para encontrar puntos de negociación porque la vida social postula que las partes tienen algo que ceder en función del bien común. De espaldas los unos a los otros no quedan sino el espacio para la irracionalidad y la violencia. Eso es moralmente inaceptable para quienes buscamos la verdad y queremos el bien de todos. Solo la confianza da credibilidad y abre ventanas al progreso y la esperanza. Es lo que debemos pedir y hasta exigir con insistencia, con seriedad, con firmeza sin caer en provocaciones porque es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.

En el marco de esta celebración, queridos hermanos, deseo en esta mañana compartir con todos ustedes lo único que tengo, como Pablo a los efesios “a mí, el más insignificante se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo y aclarar a todos la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo” (Ef. 3, 8ss).

Gracias, hermanos por estar aquí, nos llama la vocación ciudadana y cristiana a dar razón de la esperanza que mueve todos nuestros actos. Volvamos a nuestras tareas ordinarias con el calor de la eucaristía compartida para salir a los cuatro vientos a trabajar por la justicia y la paz.

Dios los bendiga.-

 

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