Cardenal Porras reflexiona sobre los 1.700 años del Concilio de Nicea
Palabras en la apertura de las jornadas anuales de reflexión teológica del ITER

1700 AÑOS DEL CONCILIO DE NICEA
Palabras en la apertura de las jornadas anuales de reflexión teológica del ITER
24 de febrero de 2025
Cardenal Baltazar Porras Cardozo:
JUSTIFICACIÓN
Celebrar el aniversario de un concilio a 17 centurias de su realización puede tomar a muchos,desinteresados o desprevenidos por tratarse de algo demasiado lejano en el tiempo, como sin incidencia en el presente, y para los estudiantes de teología, como un ejercicio de erudición. Pero no, ciertamente este aniversario es, para el creyente de hoy, mucho más.
El Concilio de Nicea (325) fue en realidad el primer concilio ecuménico en la historia secular de la Iglesia, aunque su recepción no fue automática ni la aceptación de su ecumenicidad inmediata. El P. Giuseppe Alberigo, experto en estos temas nos sitúa en el contexto para entender su razón de ser. “Los concilios, bajo la influencia de los prestigiosos “modelos” del sanedrín hebreo y del senado romano, son una de las manifestaciones más interesantes y significativas de la dinámica de comunión a nivel intraeclesial…los grandes concilios de la antigüedad, reunidos por la iniciativa de la autoridad imperial y celebrados bajo su sombra, tuvieron su caracterización en el cauce de la tradición del cristianismo oriental de lengua griega”. Hoy hablaríamos de otras dimensiones tanto lingüísticas y doctrinales como institucionales y de relación Iglesia-mundo.
INTERÉS DEL PAPA FRANCISCO POR ESTE ANIVERSARIO
El Papa Francisco en uno de sus encuentros con el Patriarca de Constantinopla expresó su deseo de visitar Nicea y compartir las inquietudes de antes y ahora entre la Iglesia madre de Roma y el Patriarcado más importante del oriente cristiano. “Espero que el recuerdo de este acontecimiento tan importante pueda aumentar en todos los creyentes en Cristo Señor el deseo de dar juntos testimonio de la fe y el anhelo de una mayor comunión”, afirmó el Pontífice, y agregó: “Espero que los pastores y teólogos involucrados en este proceso vayan más allá de las disputas puramente académicas y escuchen con disposición lo que el Espíritu Santo dice a la vida de la Iglesia, así como que lo que ya ha sido objeto de estudio y acuerdo encuentre plena acogida en nuestras comunidades y lugares de formación. Siempre habrá resistencia a esto, en todas partes, pero debemos avanzar con valentía”.
Estoy convencido de que la insistencia en celebrar el 1.700 aniversario del Concilio de Nicea no es un simple “saludo a la bandera”. Intentar desentrañar el antes, durante y el post Nicea, nos pone ante la necesidad de “comprender la realidad y encuadrarla en la diacronía, allí donde la tendencia predominante es apoyarse en lecturas de los fenómenos que los equiparan en la sincronía, es decir, en una especie de presente sin pasado… De ahí que la necesidad de una mayor sensibilidad histórica sea más urgente en una época en la que se está extendiendo la tendencia a intentar prescindir de la memoria o construir una que se adecúe a las necesidades de las ideologías dominantes” (Francisco, carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia, 21-11-24).
Para el creyente del siglo XXI acercarse al Concilio de Nicea tiene, debe tener, el preguntarse si lo que sucedió hace tanto tiempo deja lecciones para nuestro tiempo, cuáles y de qué tenor, a partir del trasfondo “secular” de guerras neo-imperiales, declaradas o comerciales; de conflictos político-territoriales encubiertos por narrativas religiosas; de controversias en el seno de la “ekúmene” cristiana; de persecuciones religiosas violatorias del derecho a la libertad correspondiente. Hoy día tenemos, de cierto modo, una lectura pacífica y agradecida de Nicea, sin percatarnos lo que costó proclamar la doctrina trinitaria, avanzar en un trabajo realmente sinodal y en el que las imposiciones de un grupo o de otro no representaron nunca la catolicidad. Pero está la otra vertiente: el posible espejismo de una lectura tal a la vista de las “novedades radicales”, teóricas y prácticas, de comportamiento y estructurales, hoy vigentes o en vías de irrupción masiva y radical; todos ellos, en mayor o menor medida ligados al mayor cambio civilizatorio jamás experimentado: el predominio del desarrollo científico tecnológico y su desafío a la capacidad humanizadora trascendente de toda realidad de parte del ser humano, individual y en cuanto especie.
Con certera imaginación, un buen escritor pone a Gregorio Magno a dialogar con Tertuliano. Cito: “La Roma imperial, poderosa y brillante, cruel y generosa, fulcro de pueblos y de culturas, había desaparecido a medida que los cristianos sucedían a los paganos y ocupaban el poder, pero la Roma cristiana era inmensamente menos brillante, ciertamente más pobre y, tal vez, tan injusta como la otra. Sí, -saltó Tertuliano-, pero todos reconocían al Dios verdadero. Sin duda, -contestó Gregorio-, pero precisamente por cuanto tú acabas de decir, siempre me preguntaré por qué una ciudad de cristianos no resulta, ya a primera vista, una comunidad más unida, igualitaria y solidaria, donde brillen entre sus ciudadanos la fraternidad y la justicia” (Juan María Laboa. Jesús en Roma, pp. 104-105).
Es la pregunta que debemos hacernos hoy ante el legado de Nicea y preguntarnos si en este, por la aceleración del “tiempo” vital ya no tan familiar posconcilio Vaticano II no vivimos situaciones parecidas que no hemos sido capaces de superar en tantos siglos. Me referiré solamente a algunos pocos puntos, que espero iluminen el desarrollo de las ponencias en una lectura que nos lleve al discernimiento para desentrañar los problemas de hoy.
LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS EN LA HISTORIA
La cronología de los concilios es discontinua, pues hay que tener en cuenta no solo ni tanto la celebración, sino los períodos, a veces largos, tanto de preparación como de aplicación y compleja recepción. Los trabajos conciliares y las fases posconciliares han engendrado agudas expectativas y sacudidas, cargadas unas de esperanza y otras de desafección.
Los grandes concilios de la antigüedad se reunieron por iniciativa y a la sombra de los emperadores con un marcado tinte del cristianismo oriental, correspondiendo en buena medida al declinar de Roma, al surgimiento de la “nueva Roma”, Constantinopla, y a sus respectivos destinos tanto frente a invasiones “bárbaras” como a la poderosa presencia arabo-musulmana hasta el presente. Tres elementos centrales: la formulación de profesiones de fe. Segundo, abierta a la intervención de teólogos y pocos laicos, pero determinantes, con la figura imperial a la cabeza, aunque siempre bajo la intervención esencial de los obispos en una peculiar dialéctica entre “poder temporal y espiritual”; y, tercero, con intervención de la vida monástica por el prestigio espiritual y social de que gozaron en los primeros siglos.
La intervención de los emperadores y soberanos en particular, jugó un papel importantísimo hasta Trento. Solo los Vaticanos, los dos últimos, no estuvieron bajo la égida del poder civil. La mayoría respondió a problemas álgidos de doctrina o disciplina y/o a intereses particulares de los monarcas o emperadores. Solo el Vaticano II surgió bajo la idea no de desviaciones doctrinales stricto sensu, pero sí de “aggiornamento” a los “signos de los tiempos”, si pensamos en la secularización-globalización vía Modernidad-Ilustración, en la “crisis modernista”, o en la “orto-doxia y orto-praxis” en las relaciones ecuménicas, interreligiosas o de praxis socio-política. .
Los concilios han sido un acontecimiento complejo y flexible. Sólo a posteriori se han reconocido en forma definitiva sus conclusiones y espíritu, y no todos han dejado zanjadas satisfactoriamente algunas de sus controversias originarias. El último, en cuya estela estamos, se ha caracterizado por una marcada orientación y compromiso pastoral, asunto en parte polémico para algunos por no darle la prioridad absoluta a lo doctrinal, ejemplificado en la ausencia tanto de “condenas” como de “definiciones” dogmáticas.
EL CAMINO DE NICEA
La importancia histórica de los cuatro primeros concilios, desde Nicea (325) hasta Calcedonia (451) radica en que en ellos se formularon los dogmas concepto que sólo mucho más tarde recibió el sentido técnico que hasta hoy le conocemos, fundamentales del cristianismo: la Trinidad y la Encarnación. Desde el siglo V fueron considerados como la piedra cuadrangular, junto con los evangelios, como fundamento del edificio de la fe. Es lo que recitamos en el credo niceno-constantinopolitano.
La vida sinodal de los primeros siglos se fue desarrollando paulatinamente. Existía la convicción de que la fe no era propiedad de un obispo en particular. Debía ser la expresión de varios de ellos al unísono. Se conservan testimonios de los sínodos locales tanto en oriente como en occidente y en África. De allí que algunos de los sínodos o concilios diocesanos o provinciales exigían, para que fuera considerado como parte de la tradición apostólica, que la ordenación de un nuevo obispo fuera aprobada por la presencia de siete, tres o al menos por la del metropolitano. A la discusión o clarificación de temas doctrinales se privilegian las decisiones sobre cuestiones disciplinares. Se toma conciencia de que, “en el marco de acentuada autonomía del obispo local y de su comunidad particular, el concilio es la única posibilidad para dar expresión a la unidad de la Iglesia”. Tradición que se conserva hasta hoy en la terna de obispos en comunión con el Papa que ordenan a un nuevo obispo. Sin ir más lejos, los detractores del Vaticano I, los veterocatólicos, y del Vaticano II, el obispo Lefevbre, ordenó varios obispos y fundó tienda aparte.
Con la ascensión al poder de Constantino, tras su victoria unificadora, y con el paso de la persecución a la tolerancia del cristianismo, así como con la irrupción de Constantinopla ya mencionada, los sínodos comenzaron a tener importancia civil. Es el llamado régimen de cristiandad en su doble faceta: la injerencia y predominio del poder imperial en la Iglesia; la coexistencia difícil y el mutuo reclamo de “primacía” de los poderes “temporal y espiritual”, el “trono y el altar”, el soberano o el “sumo pontífice”. La unidad del imperio pasa por la unidad eclesial como parte o pieza fundamental para la consolidación del sostén del bienestar y de la unidad del Estado. Es el nuevo papel público del poder eclesiástico. Es lo que en el comienzo de la edad moderna se condena o busca superar: pasar del régimen de cristiandad, de subordinación o coexistencia, a la autonomía del poder civil con respecto al eclesiástico y viceversa-
Constantino buscó desde los inicios de su reinado consolidar la unidad del imperio; para ello transformó la instancia conciliar en órgano del Estado. Varios eventos sinodales tuvieron lugar tanto en oriente como en occidente, lo que hizo que Nicea no fuera visto como algo novedoso, sino que se enmarcaba en una tradición existente.
La reflexión trinitaria antes de Nicea tuvo como paladines al presbítero y teólogo de origen alejandrino, Arrio (260-337) y al obispo Alejandro (312-328) de Alejandría sobre la explicación de la persona del Logos en su relación con el Padre. ¿Eran iguales o subordinado uno al otro?. ¿Era Dios o simplemente hombre dotado de algunas características divinas?. Esta discusión eminentemente oriental no lo era en occidente. El consejero privilegiado de Constantino, el obispo Osío de Córdoba fue el encargado de intentar reconciliar a ambos bandos. No fue feliz su intervención. No me detengo en ello, pues creo que será considerado por alguno de los ponentes.
EL CONCILIO DE NICEA (325)
En rigor de términos habría que distinguir aquí una triple perspectiva:_lingüístico-epistemológica, otra histórica y una doctrinal. Limitaciones auto-impuestas me impiden hacer justicia a las mismas en esta presentación. En un principio el emperador pensó en Ancira, en Galacia, localidad marginal desde todo punto de vista. Pero se prefirió Nicea por su posición geográfica, logística y climática, por ser un centro en el que ambos bandos tenían seguidores, aunque inicialmente la corriente antiarriana era mayor y la preferida por el emperador. “Las razones que movieron al emperador a convocar el concilio no se reducían únicamente a la controversia arriana. El programa de Constantino era de más amplios vuelos e intentaba realizar una pacificación general y una nueva organización de la Iglesia”, convertida en institución fundamental del imperio romano.
El emperador ofreció todas las facilidades a los obispos convocados, por ej. el uso del “correo real” que, según diversas fuentes oscilaban en torno a los trescientos participantes, cifra jamás lograda anteriormente. La mayoría procedían de oriente; de occidente, incluída Roma, fueron muchos menos en cantidad y nivel de representación. La unidad de la disciplina eclesiástica giraba entre otras diferencias en la modalidad de la celebración de la pascua. Asunto que todavía hoy está pendiente. Tuvo una duración de algo más de dos meses, entre finales de mayo y finales de julio del 325. La exhortación del emperador se centró en examinar junto con los obispos las causas de la discordia y superar el conflicto en términos de paz.
El aporte principal directo e inmediato del concilio fue la redacción y aprobación del símbolo o compendio de la fe: el llamado credo niceno, así como el zanjar -provisionalmente- la discusión en torno a la persona de Arrio, con su excomunión y destierro, y a su doctrina. El tema de la consustancialidad entre el Padre y el Logos, el homoousios estaba en el centro y no cesó: pensemos en el reclamo apasionado de J. Maritain a San Pablo VI al fin del Concilio tras la traducción del Credo por algunas conferencias episcopales, de “igual naturaleza que el Padre, en vez de igual substancia”. Pero la profesión de fe nicena no se limitó al símbolo, sino que incluía algunos anatematismos. Este símbolo y sus anatemas fue objeto de controversias en las décadas siguientes, que encontró aceptación definitiva, aunque no solución de la “res”, en el concilio de Constantinopla (381). De modo que la aquiescencia y recepción como la entendemos hoy fue laboriosa y no exenta de tensiones y divisiones. Por ej. el destino de Arrio y de su doctrina tanto por Constantino como por parte sobre todo de la Iglesia en Oriente que estuvieron presentes en los siglos siguientes y todavía hasta hoy en algunos pequeños círculos.
Otro aporte importante de Nicea, mediato este, fue la introducción, por primera vez en la historia conciliar, y con “vocación de llegar para quedarse”, del universo categorial de origen griego-filosófico – junto al bíblico-judaico ya no exclusivo- en las temáticas doctrinales sujetas a clarificación y definición.
Si bien lo que más ha llegado a nosotros es la discusión doctrinal, los problemas de la disciplina eclesiástica ocuparon la mayor parte de los debates y resoluciones conciliares. Entre ellos la fijación de la fecha de la pascua, los cismas existentes en Egipto, las normas sobre si el clero casado podía convivir con sus mujeres, el reclutamiento y conducta del clero, el tema de las vírgenes “subintroductae” que convivían con un clérigo célibe en régimen de matrimonio espiritual, la situación de los “lapsi”, es decir de los clérigos que habían pasado a alguna secta o tenían problemas de conducta y solicitaban ser reincorporados, la aceptación o negación de la comunión a los moribundos y otros asuntos menores como la práctica de doblar la rodilla los domingos y los días de pentecostés. ¡Este simple catálogo nos muestra la “distancia” en las preocupaciones y prioridades entre ayer y hoy!
De Nicea a Constantinopla es interesante seguir el proceso mediante el cual las Iglesias, en una serie de luchas dolorosas, se fueron apropiando las decisiones de Nicea, reconociéndolo como tradición y expresión dogmática vinculante y definitiva.
Todo este largo excursus no tiene otra finalidad, sino la de situar a Nicea como un eslabón en la consolidación de la unidad de la fe y disciplina de la iglesia católica, y ver algunos de los diversos aspectos humanos y espirituales, doctrinales y canónicos que siguen estando presentes y cuestionando nuestro actuar actual.
LOS DESAFÍOS INTERNOS DE LA IGLESIA CATÓLICA EN Y A LA ESCUCHA DEL MUNDO
1.- El Papa Francisco desde los inicios de su pontificado ha tenido como norte darle continuidad a la herencia posconciliar del Vaticano II con los acentos propios latinoamericanos de nuestras “teologías de la liberación y del pueblo”, la centralidad de los excluidos y pobres, la fidelidad al Evangelio en la persona de Jesús, y en la necesaria reforma plasmada en Praedicate Evangelium, y los acentos “novedosos” de Laudato si sobre la integralidad de la creación, de Fratelli tutti sobre la fraternidad universal y la nueva postura sobre la guerra, más las muchas y controvertidas intervenciones sobre temas sociales como el papel de la mujer, la inmigración, la trata, la postura ante el capitalismo y el liberalismo, el tema de la trasparencia sobre los abusos, a los que hay que añadir la reforma en la praxis de la iglesia en general y de la Curia romana en particular.
2.- La convocatoria y realización del tema de la sinodalidad, modalidad que se desprende de la eclesiología conciliar, pero que expressis verbis no estuvo en el horizonte conciliar, ha levantado posturas adversas. Algo parecido a lo sucedido en Nicea. La polarización ideológica entre “conservadores, tradicionalistas e integristas” por un lado, y por el otro,“reformadores, progresistas, y revolucionarios” ha provocado una serie de tensiones internas que han aflorado en el pontificado de Francisco como desviaciones de la Tradición por lo que hay que superar el Vaticano II. No es nada anormal. ¿Cómo asumirlo? Lo que resulta alarmante es el oportunismo con el que estos grupos integristas o exclusivistas aprovechan lo que hace o dice el Papa para lanzar ataques que más que defender la fe, parecen dividir a la Iglesia. Lo único válido sería lo que ellos dicen. El Papa Benedicto XVI afirmó en su tiempo que uno de los peligros más acuciantes en la actualidad es el renacimiento de tendencias arrianas. Reducir a Jesús como un gran hombre a la altura de los mejores exponentes de otras religiones, pero en el que el reconocimiento de la divinidad no estaría presente. No sería Dios, sino un superhombre. En la antigüedad fue un problema filosófico, en la actualidad la emocionalidad vacía de contenido trascendente va por el mismo camino.
3.- El tema ecuménico ha sido tema relevante en los Papas del posconcilio. Francisco también ha tomado esa bandera y en pleno jubileo 2025, el aniversario del primer concilio ecuménico en Nicea, adquiere una dimensión importante. En el marco, además, de las repercusiones religiosas del conflicto armado Ucrania-Rusia y la discutida y discutible participación y posición del Patriarcado de Moscú, más la situación de las iglesias cristianas del medio oriente, este tema no puede ser soslayado.
La profesión común de la fe cristiana asumida en Nicea es herencia compartida por las distintas confesiones ortodoxas, por la iglesia latina, por la reforma protestante. Es, pues, un asunto de grueso calado. Con la palabra homoousios, el Concilio de Nicea no «helenizó» en absoluto la fe bíblica, sometiéndola a una filosofía ajena, sino que captó lo incomparablemente nuevo que se había hecho visible en la oración de Jesús dirigida al Padre. Puesto que la unidad sólo puede encontrarse en la fe común, la confesión cristológica del Concilio de Nicea resulta ser el fundamento del ecumenismo espiritual. La paz del mundo pasa también hoy por todas las Iglesias cristianas, para redescubrir y revalorizar su confesión de fe en Jesucristo. No hacerlo no hace sino sumar más aspectos que favorecen los enfrentamientos bélicos, las divisiones de los pueblos en los que los asuntos religiosos en lugar de favorecer la unidad, invitan al enfrentamiento.
4.- La búsqueda de una fecha pascual común es otro de los asuntos pendientes desde Nicea. Pero no podemos quedarnos en algo que en las circunstancias actuales resultaría ingenuo o ridículo poner en primer lugar cuando hay otros temas de mayor entidad que tienen que ver con la vida de la gente, como los de los derechos humanos conculcados, la creciente pobreza y exclusión, la violencia generalizada para legitimar el poder, la degradación “funcional de lo humano” por los desafíos planteados por cierto uso y perspectivas de la inteligencia artificial así como por las tendencias post y transhumanistas. Esto en cuanto a “temas”, pero hay los relativos a las funciones del lenguaje, a la hermenéutica, a la interrelación epistemológica entre sintaxis, semántica y pragmática del mismo en su capacidad de “decir, interpretar, simbolizar”, sin olvidar las dimensiones del “tener, poder y saber” de toda praxis social, ergo “ideológica”, de toda institucionalidad humana para “dar razones de su esperanza”. Por supuesto que infinidad de temas disciplinares tienen que ser atendidos. Pero estos asuntos hay que examinarlos desde una perspectiva más amplia. “Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin fidelidad de la Iglesia a la propia vocación, cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo” (Evangelii Gaudium, 26).
5.- El catolicismo ha desplazado su centro del primer mundo al tercero, al de los pueblos oprimidos y más pobres. Tenemos la obligación de aportar desde nuestra propia realidad y ofrecerla, no en revancha, sino como un aporte a la rica experiencia de las iglesias madres, principalmente las europeas. En Nicea, el desbalance y desencuentro entre oriente y occidente se hizo presente; un discernimiento común hubiera podido aportar mejores soluciones más allá del enfrentamiento o la ignorancia del otro.
En Aparecida se afirma que “la fe es adecuadamente profesada, entendida y vivida, cuando penetra profundamente en el sustrato cultural de un pueblo (NOTA: retomando Evangelii nuntiandi y San Juan Pablo II) De este modo, aparece toda la importancia de la cultura para la evangelización. Pues la salvación aportda por Jesucristo debe ser luz y fuerza para todos los anhelos, las situaciones gozosas o sufridas, las cuestiones presentes en las culturas respectivas de los pueblos” (Aparecida, 477).
6.- El Concilio de Nicea fue convocado por una autoridad estatal, el emperador Constantino. El Vaticano II y el posconcilio fiel a los tiempos actuales ha sido convocado y promovido por la propia Iglesia. La credibilidad y autoridad de la Iglesia hoy es, en buena parte, producto de su libertad e independencia de la autoridad civil. Recordemos que: “La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano”(G. et S. 76).
CONCLUSIÓN
Mi mejor deseo a inicio de estas jornadas anuales de reflexión teológica es que estas palabras sirvan de escenario de fondo para que aprovechemos mejor las charlas siguientes en función de la misión que como bautizados tenemos: construir la esperanza en un mundo enfermo en busca de justicia integral, libertad radical, paz verdadera, felicidad trascendente.
Muchas gracias.-