Una periodista que acompañó al Papa Francisco en 10 países comparte sus memorias
Pienso en su humor, su humildad y su profunda e inquebrantable atención a quienes tenía delante. Más que nada, hacía que la gente se sintiera vista, amada y que estaban en sus oraciones

He asistido a Misas con el Papa Francisco en diez países de cuatro continentes durante la última década. Como periodista del Vaticano, cubrir su papado me ha llevado desde el corazón de Roma hasta los confines más remotos del mundo.

Desde Washington D.C. hasta Papúa Nueva Guinea, he documentado sus discursos, sus reformas, sus encuentros con líderes mundiales y sus conferencias de prensa en el avión papal. Pero mis recuerdos más imborrables de Francisco no son los eventos oficiales ni las alocuciones públicas, sino los encuentros personales, los breves intercambios y el humor inesperado que revelaron al hombre tras el papado.
A diferencia de Juan Pablo II y Benedicto XVI —a quienes siento que conozco por la profunda conmoción que me han causado sus escritos—, el Papa Francisco es el único papa que he conocido personalmente. Es el Papa con quien he compartido recuerdos.
Algunos momentos fueron profundamente personales. Después de mi boda, mi esposo y yo nos unimos a la larga fila de recién casados en la Plaza de San Pedro, deseosos de estrecharle la mano al Papa y recibir su bendición para nuestro matrimonio.
Cuatro años más tarde, me encontré en el avión papal con destino a Mongolia, en la fecha exacta de nuestro aniversario de boda. Mi esposo, al no poder celebrarlo conmigo en persona, me envió una nota manuscrita en español con intenciones de oración por nuestro matrimonio. Cuando mencioné el aniversario, el Papa Francisco, siempre bromista, dijo: «¿Tu aniversario de bodas? ¿Han tenido buenas peleas?».
Ese era Francisco.
El humor, aprendí, era una de las maneras en que se hacía cercano. Pasaba horas saludando a la gente en sus audiencias, estrechando manos, intercambiando palabras, aceptando pequeños regalos; sus favoritos eran los dulces argentinos, que siempre lo hacían sonreír o le hacían bromear sobre su peso. Pero detrás del humor había algo más profundo, una discreta atención a las necesidades de quienes lo rodeaban, incluso en sus últimos años, mientras luchaba contra problemas de salud.

Ese mismo vuelo de aniversario me permitió vislumbrar su sensibilidad pastoral. “Reza a San Ramón”, me dijo el Papa Francisco. Horas después, cuando el avión aterrizó y se restableció mi conexión a internet, descubrí que San Ramón (o St. Raymond Nonnatus, como lo llamamos en inglés) es el santo patrono de una de las intenciones de oración que compartí con el Papa. Su festividad, casualmente, coincidía con la fecha de nuestro aniversario de bodas. Ese santo se ha convertido en un importante intercesor en nuestra vida matrimonial, gracias al Papa Francisco.
En un vuelo papal más corto a Malta, le conté al Papa sobre mi primo Bobby, quien tiene parálisis cerebral y, debido a su discapacidad, nunca ha podido caminar ni hablar. Sin dudarlo, Francisco se detuvo a orar. Allí mismo, en el pasillo del avión, se inclinó, puso la mano sobre la foto que sostenía de mi primo y oró por él conmigo. Fue un momento breve. Pero para mi familia, significó todo.
Y luego vinieron las sorpresas inesperadas. En ese mismo vuelo a Malta, intenté discretamente tomarme una selfie con la espalda del Papa de fondo, un pequeño recuerdo para enviarle a mi familia. Justo cuando estaba a punto de tomar la foto, Francisco se giró, vio mi teléfono y, sin dudarlo, le dedicó una gran sonrisa a la cámara.
Algunos de mis primeros recuerdos del Papa Francisco transcurren en multitudes masivas. En 2014, cubrí su visita a Corea del Sur, donde los católicos son minoría, pero su presencia electrizó al país.

Me encontraba entre la multitud de más de 800.000 personas que abarrotaron las calles de la plaza Gwanghwamun de Seúl para la beatificación de 124 mártires coreanos. Recuerdo cómo el Papa Francisco cautivó a muchos coreanos con su ejemplo de sencillez y humildad, incluyendo su decisión de viajar en un pequeño Fiat blanco en lugar de los coches de lujo propios de un jefe de Estado.
Un año después, me encontraba en Washington D.C., acompañando a un grupo de estudiantes universitarios católicos en la primera y única visita del Papa Francisco a Estados Unidos. La noche anterior a la canonización de San Junípero Serra, pasamos por la nunciatura apostólica donde se alojaba el Papa. Un grupo de jóvenes estudiantes latinoamericanos le cantaba himnos desde la calle, frente a la nunciatura, así que decidimos unirnos a lo que se convirtió en uno de mis recuerdos favoritos del viaje. Al día siguiente, presenciamos un momento histórico cuando el Papa presidió la primera canonización en suelo estadounidense.

No todos los recuerdos están ligados a eventos multitudinarios. En 2020, mientras el COVID-19 se extendía por Italia, me quedé confinada en mi apartamento como todos los demás. Una noche, vi en directo cómo el Papa Francisco, de pie y solo en una vacía Plaza de San Pedro, impartía la bendición eucarística al mundo. La imagen del Papa en la inmensa plaza, bañada por la lluvia y en silencio, fue una imagen de solidaridad y fe que me conmovió profundamente.
No pude viajar con el Papa Francisco a Irak en 2021, pero seguí de cerca esa histórica visita, consciente de lo que significaba para un país donde los cristianos habían sufrido una persecución inimaginable bajo el ISIS. Las imágenes de ese viaje —Francisco caminando entre las ruinas, abrazando a quienes lo habían perdido todo— fueron un testimonio conmovedor.
Si no fuera por el amor del Papa Francisco por las periferias y los lugares remotos, nunca me habría encontrado entrevistando a un jefe tribal en Papúa Nueva Guinea ni conociendo a cientos de miles de católicos en Timor Oriental, uno de los países menos visitados del mundo. Dondequiera que viajábamos, era evidente: la presencia del Papa despertaba un gran entusiasmo.

Uno de los encuentros más conmovedores que presencié no tuvo lugar en una gran catedral, sino en una prisión de Roma. El día después de Navidad, fui una de los dos periodistas presentes en una Misa que el Papa Francisco presidió con los reclusos. Allí, en la capilla de la prisión, vi a guardias y presos cantar juntos Noche de Paz e intercambiar el saludo de paz. Después de la Misa, Francisco se tomó el tiempo de hablar con cada preso individualmente, escuchándolos y mirándolos a los ojos.
En los años que lo seguí, lo vi cambiar. El Papa Francisco que conocí al principio —caminando con soltura, enérgico en sus viajes— no era el mismo hombre que vi a los 88 años, moviéndose con dificultad y hablando en voz baja. Pero incluso en sus últimos años, se esforzaba por saludar a la gente en la parte trasera de la Basílica de San Pedro, por muy cansado o frágil que estuviera.
Ahora, mientras el mundo reflexiona sobre su legado, me encuentro regresando a esos momentos. Pienso en su humor, su humildad y su profunda e inquebrantable atención a quienes tenía delante. Más que nada, hacía que la gente se sintiera vista, amada y que estaban en sus oraciones.
Traducido y adaptado por el equipo de ACI Prensa. Publicado originalmente en el National Catholic Register.