La resaca del conflicto armado
Alfredo Infante s.j., del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco:
En el primer semestre de 2021, las comunidades populares del suroeste de Caracas se convirtieron en escudos humanos y quedaron en la línea de fuego del enfrentamiento entre bandas delictivas organizadas y la Fuerza Pública. Desde 2013, varios sectores comenzaron a vivir una especie de secuestro colectivo por parte de grupos irregulares que -ante la ausencia, connivencia o bajo la mirada complaciente del Estado- mantenían el control territorial de las zonas e imponían su ley con el poder de las armas. Hemos venido insistiendo que esto que ha pasado en el municipio Libertador es reflejo de un asunto estructural que se repite en diversas regiones del país. Nuestro territorio nacional se encuentra bajo la égida de grupos armados -bien sea delincuenciales o colectivos afectos a la revolución- que controlan población, territorio y economía local.
Lo que se ha vivido este año en el cordón suburbano del suroeste de Caracas pareciera obedecer a la ruptura o a un reajuste de las llamadas “zonas de paz”, acordadas en 2013 en el marco de la “Misión A Toda Vida Venezuela”, la cual fue oficializada mediante Decreto N° 9.086 -publicado en la Gaceta Oficial N° 39.961 del 10 de julio de 2012- y modificada el 20 de junio de 2014 en el Decreto N° 1.063. [1]
Hablo de ruptura o reajuste porque pareciera que cuando se fracturan estos acuerdos que vienen desde 2013 -bien sea por una tendencia del poder de las bandas organizadas a expandir sus radio de acción e ir más allá de los límites acordados con el Estado o, también, por un supuesto interés del Gobierno ante una coyuntura política determinada- se activan los planes represivos, como lo fueron en su momento (de 2015 a 2017) los Operativos de Liberación del Pueblo (OLP) y, ahora, estos operativos letales que, en 2021, han dejado como saldo la “Masacre de la Vega” en enero -aún sin investigar por parte de la Fiscalía- y este nuevo escenario de conflicto armado de la segunda semana de julio en la Cota 905, con muertes, desplazamientos forzados y saqueos a las viviendas, cuyos daños están aún sin cuantificar.
Estas políticas de seguridad, que combinan laxitud y represión, generan zozobra, incertidumbre y un clima de terror en las comunidades populares, porque se pasa, de un momento a otro, de una situación de secuestro -por parte de las bandas organizadas- a la represión y ocupación por parte de la Fuerza Pública; y en el trance de una situación a la otra, la población se convierte en escudo humano de una guerra injusta entre dos poderes que irrespetan el derecho a la vida. Además, como corolario, la gente de las zonas queda estigmatizada y criminalizada por parte de los organismos de seguridad del Estado y de algunos sectores de la sociedad que enjuician a los habitantes de los barrios.
Lo cierto es que muchas familias de las comunidades más afectadas por este conflicto se han visto forzadas a desplazarse buscando un lugar seguro, quedando en la desprotección total y, peor aún, estigmatizadas por su lugar de procedencia, pues, lamentablemente, se ha afianzado desde la hegemonía comunicacional la matriz de opinión de que “quien vive en los sectores populares es cómplice de las bandas”. Nada más distante de la realidad, porque como hemos venido insistiendo, las comunidades populares son una mina de humanidad y quienes participan en las dinámicas delincuenciales son una minoría con poder de fuego y chantaje que somete y controla a la mayoría.
Es muy preocupante que, al darse este hecho en un escenario preelectoral y en un contexto de negociación oficialismo-oposición, las teorías conspirativas de los voceros del Gobierno hayan relacionado la violencia delincuencial con una causal política, porque esa mezcla pone en riesgo la vida y seguridad de los trabajadores comunitarios, líderes sociales, y, peor aún, de los líderes políticos de base, no alineados al régimen.
Esta criminalización de los dirigentes comunitarios y sociales más autónomos, que no gravitan en la ideología del poder, se ha evidenciado esta semana por la vía del amedrentamiento, persecución y detención arbitraria de varios de ellos. Tal es el caso de Jairo Pérez, líder social, comunitario y voluntario parroquial de Cáritas, arrestado por el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), el miércoles 14 de Julio a las 5 de la tarde, en su lugar de residencia, en el sector Los Mangos, en la parte media de La Vega. Según testigos, la detención se llevó a cabo por funcionarios de este cuerpo de seguridad, quienes se movilizaban en dos camionetas oficiales, sin placas, y una Toyota 4Runner negra, también sin placa. Dos entraron a la sala donde el señor Pérez, todos los miércoles, brinda un espacio de cine para niños y hace pequeños foros de educación en valores. Entraron, lo encañonaron delante de los infantes y lo introdujeron a la camioneta. A partir de ahí, estuvo alrededor de 24 horas desaparecido hasta que, finalmente, se supo oficialmente su ubicación: la sede del FAES de La Quebradita, en San Martín, lo que indica que su detención fue una acción conjunta entre FAES y Sebin.
Este y otros hechos parece dejar claro que se busca criminalizar el trabajo social y comunitario, para desmovilizar cualquier esfuerzo organizativo, no alineado al poder de facto. Recordemos que el señor Pérez también fue detenido arbitrariamente y llevado a la sede de Policaracas, en la Cota 905, el día 24 de marzo, después de una jornada de protestas pacíficas por el derecho al agua potable.
A propósito de esta situación, personalidades, líderes sociales, religiosos y comunitarios, junto a organizaciones de la sociedad civil, emitieron un comunicado, titulado “La Prioridad es la vida de la gente”, en el que resaltan cinco puntos, en este orden: 1) la prioridad es la vida de la gente; 2) el Estado debe cumplir con sus obligaciones nacionales e internacionales en materia de protección y garantía de los derechos humanos; 3) en el corto y mediano plazo, el Estado debe diseñar e implementar políticas integrales y sustentables de seguridad, no solo represivas; 4) es imprescindible el fortalecimiento de una institucionalidad que garantice la sustentabilidad y coherencia de las políticas integrales de seguridad, el respeto a las comunidades populares y atención a las familias desplazadas por la violencia; y 5) cualquier operativo debe garantizar el derecho a la vida.
De igual modo, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) dejó clara su preocupación: “nuestro llamado como pastores es primero a respetar la vida de todo ser humano. Todos somos seres dignos, todos somos hermanos, todos somos hijos de Dios y todos estamos llamados al amor”.
Seguiremos llamando a la paz, a la convivencia, al encuentro, y por eso también continuaremos alertando sobre las situaciones que atentan contra la dignidad humana. Nuestra misión es acompañar a los que sufren y alzar la voz ante la injusticia porque, como dijo monseñor Rafael Arias Blanco en una de sus cartas pastorales de 1957, “la Iglesia no sólo tiene el derecho, sino que tiene la gravísima obligación de hacer oír su voz para que todos, patronos y obreros, Gobierno y pueblo, sean orientados para que todos los principios eternos del Evangelio -en esta descomunal tarea de crear las condiciones- puedan disfrutar del bienestar que la Divina Providencia está regalando a la nación venezolana”. Alfredo Infante s.j.
[1] https://pandectasdigital.blogspot.com/2016/08/decreto-en-el-cual-se-crea-la-gran.html
*Foto: AFP
Boletín del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco
09 al 15 de julio de 2021/ N° 111