Ecclesiam suam y Veritatis splendor, dos Encíclicas sobre el diálogo y la verdad
Ambas llevan la fecha del 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración: son las Encíclicas de Pablo VI (1964) y de Juan Pablo II (1993). Veintinueve años después abordan, entre otras cuestiones, el tema de la relación de la Iglesia con la cultura contemporánea.
Sergio Centofanti
Fue la primera Encíclica de Pablo VI (6 de agosto de 1964), escrita durante el Concilio Vaticano II: Ecclesiam suam es el texto programático del pontificado del Papa Montini, que quería una Iglesia abierta al diálogo con el mundo a partir de su identidad cristiana. Es una Encíclica de diálogo basada en la verdad.
La Veritatis splendor (6 de agosto de 1993) es la décima Encíclica de Juan Pablo II y pretende reafirmar las piedras angulares de la doctrina católica en una época de creciente relativismo moral. Es una Encíclica sobre la verdad basada en el diálogo entre Jesús y el joven rico. El texto parte precisamente de este pasaje del Evangelio (Mt 19, 16-21).
Dos Encíclicas sobre la fiesta de la Transfiguración: la verdadera luz es Jesús, la verdad encarnada que dialoga con Moisés y Elías. Es Jesús quien lleva a cumplimiento la Ley y los Profetas.
Pablo VI: el mundo no se puede salvar desde fuera
Pablo VI subraya la urgencia de llevar el Evangelio al mundo. He aquí el diálogo: «No se puede salvar al mundo desde fuera; es necesario, como el Verbo de Dios que se hizo hombre, identificarse, hasta cierto punto, con las formas de vida de aquellos a los que se quiere llevar el mensaje de Cristo», e incluso antes de hablar hay que «escuchar la voz, o más bien el corazón del hombre; comprenderlo, y en la medida de lo posible respetarlo y donde lo merezca complacerlo». Debemos convertirnos en hermanos de la humanidad en el mismo acto en que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima de diálogo es la amistad. O más bien, el servicio» (ES 90).
El diálogo está hecho de mansedumbre, no es punzante ni ofensivo
El diálogo no atenúa la verdad, sino que está hecho de «equidad, estima, simpatía, bondad por parte de quienes lo entablan; excluye la condena apriorística, la polémica ofensiva y habitual» (ES 81). Otro carácter del diálogo es la mansedumbre: «El diálogo no es orgulloso, no es punzante, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, la caridad que difunde, el ejemplo que propone; no es un mandato, no es una imposición. Es pacífico; evita las formas violentas; es paciente; es generoso. La confianza, tanto en la virtud de su propia palabra como en la actitud de aceptarla por parte del interlocutor: promueve la confianza y la amistad; entrelaza los espíritus en una adhesión mutua a un Bien, que excluye toda finalidad egoísta» (ES 83). «En el diálogo, así conducido, se realiza la unión de la verdad con la caridad, de la inteligencia con el amor» (ES 85).
El diálogo como ejercicio de paciencia y profundización
«En el diálogo – escribe Pablo VI – se descubre cuán diferentes son los caminos que conducen a la luz de la fe, y cómo es posible hacerlos converger hacia un mismo fin. Aunque sean divergentes, pueden llegar a ser complementarias, sacando a nuestra razón del camino común y obligándola a profundizar en su investigación, a renovar sus expresiones. La dialéctica de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad incluso en las opiniones de los demás, nos obligará a expresar nuestra enseñanza con gran lealtad y nos acreditará el esfuerzo de haberla expuesto a las objeciones de los demás, a la lenta asimilación de los otros. Nos hará sabios, nos hará maestros» (ES 86).
Nadie es ajeno al corazón de la Iglesia
El Papa Montini lo llama el «diálogo de la salvación». Obedece a exigencias experimentales, elige medios propicios, no se ata a vanos apriorismos, no se fija en expresiones inamovibles, cuando éstas han perdido su virtud de hablar y mover a los hombres» (ES 88). Es un diálogo que la Iglesia quiere establecer con todos: «Nadie es ajeno a su corazón. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie es un enemigo para ella que no quiera serlo él mismo». (ES 98).
Juan Pablo II: el amor más allá de la interpretación legalista
El diálogo evangélico impregna toda la Veritatis splendor de Juan Pablo II. El joven rico hace esta pregunta a Jesús: «Maestro, ¿qué debo hacer de bueno para obtener la vida eterna?» (Mt 19:16). No se trata de una pregunta «trampa», como las que hacían los fariseos, sino de «una pregunta de plenitud y de sentido para la vida» (VS 7). Ese hombre respeta la Ley, pero se aleja triste tras el encuentro con Cristo, la «Ley viva» que indica el camino radical del amor, totalmente más allá de «la interpretación legalista de los mandamientos» (VS 16). El joven busca a Jesús y dialoga con él, pero le parece que lo que se le pide es demasiado grande: la perfección en el amar. «Ningún esfuerzo humano, ni siquiera la más estricta observancia de los mandamientos, puede ‘cumplir’ la Ley» – explica el Papa Wojtyla – porque su cumplimiento «sólo puede venir de un don de Dios» (VS 11). Pero – precisa – «sólo se puede ‘permanecer’ en el amor a condición de cumplir los mandamientos» (VS 24).
Ningún pecado humano anula la misericordia de Dios
En este sentido, Juan Pablo II, frente al relativismo, subraya la necesidad de defender las verdades cristianas en el ámbito moral y habla de «normas morales universales e inmutables», que a veces requieren grandes esfuerzos y sacrificios. En este contexto – observa – se abre un doble espacio: el de la esperanza, con la ayuda de la gracia divina, y el de la misericordia de Dios ante la debilidad humana. Jesús «no vino a condenar, sino a perdonar, a usar la misericordia» y «ningún pecado humano puede anular la misericordia de Dios, puede impedir que libere todo su poder victorioso, si tan sólo lo invocamos». (VS 118). La moral cristiana – afirma – consiste, en términos de sencillez evangélica, en seguir a Jesucristo, en abandonarse a él, en dejarse transformar por su gracia y renovar por su misericordia» (VS 119).
La inteligencia de la fe crece
Hay normas inmutables, pero la verdad es dinámica. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (108), la fe cristiana no es una «religión del Libro», sino que es la religión de la «Palabra» de Dios: de una Palabra que no es «una palabra escrita y muda, sino la Palabra encarnada y viva». Y al ser una Palabra viva, sigue hablándonos. Así, Juan Pablo II recuerda que lo que hay que defender es la «Tradición viva», la que «procede de los Apóstoles» y «progresa en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo»: y es precisamente gracias a la acción del Espíritu que se desarrolla «la interpretación auténtica de la ley del Señor», confiada al «Magisterio vivo de la Iglesia». «El mismo Espíritu, que está en el origen de la revelación de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, se encarga de que sean santamente guardados, fielmente expuestos y correctamente aplicados en los tiempos y circunstancias cambiantes. Esta «actualización» de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una comprensión a la luz de la fe de las nuevas situaciones históricas y culturales» (VS 27). De hecho, la inteligencia de la fe crece con el tiempo.
La fe es diálogo y comunión de amor con Jesús
El diálogo entre Jesús y el joven rico nos recuerda que sólo Cristo, la verdad hecha carne, es la fuente de la verdadera alegría, «la única respuesta que satisface plenamente el deseo del corazón humano» (VS 7). Juan Pablo II invita a la Iglesia a mostrar, en primer lugar, la belleza de la fe, «el fascinante esplendor de esa verdad que es Jesucristo mismo» (VS 83). Es urgente recuperar y volver a proponer el verdadero rostro de la fe cristiana», dice, «que no es simplemente un conjunto de proposiciones que hay que aceptar y ratificar con la mente. Es, en cambio, un conocimiento vivido de Cristo, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que hay que vivir. Además, una palabra sólo es verdaderamente aceptada cuando se traduce en acción, cuando se pone en práctica. La fe es una decisión que implica toda la existencia. Es un encuentro, un diálogo, una comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6). Supone un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos permite vivir como él vivió (cf. Ga 2,20), es decir, en el mayor amor a Dios y a los hermanos» (VS 88).
Vatican News