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Card Porras en la Homilía de hoy: «¿Por qué preferir el orden sin amor, a los riesgos del amor?»

En el Evangelio que acabamos de escuchar hay algo que nos sorprende, un inesperado cambio de situaciones, la reacción brutal de aquellos hombres y mujeres, reunidos en la sinagoga de Nazaret, que quieren eliminar al hombre que, apenas hacía un instante, habían escuchado maravillados.

Jesús solamente había leído un párrafo del profeta Isaías y explica que aquella palabra se estaba realizando en el preciso momento en que hablaba. Todos quedan estupefactos al ver que aquel que era un muchacho del pueblo, el hijo de José y María, hablaba con tanta sabiduría: “todos daban testimonio y se maravillaban del mensaje de gracia que salía de su boca”. Pero, entonces, ¿por qué toda esta buena gente improvisadamente se vuelve tan furiosa, que está a punto de atacar a Jesús?

Porque ningún profeta es bien aceptado en su patria. Los profetas son incómodos y a nosotros nos encanta nuestra dulce tranquilidad. El profeta hace demasiadas preguntas y nosotros no queremos que se nos pregunte. El profeta deja al descubierto nuestros secretos más íntimos, y nosotros queremos salvar las apariencias. Cuando Dios anuncia a Jeremías que lo va a constituir como profeta, le preanuncia al mismo tiempo que nadie podrá nada contra él: “hoy te hago ciudad fortificada, columna de hierro y muralla de bronce”. El profeta necesita esto, para resistir a los ataques de aquellos que lo quieren hacer callar.

Pero hay algo más en las palabras de Jesús. Les había recordado lo que Dios, un día, había realizado en favor de un Sirio, que se llamaba Naamán. La historia de N nos ayuda a descifrar el secreto del Evangelio de hoy.

Naamán era un leproso al que una jovencita de Israel había conducido ante el profeta Eliseo. Había sido curado de su enfermedad, bañándose siete veces en el río Jordán, como el profeta le había aconsejado. Cuando N fue a darle las gracias a Eliseo, este le pidió que se las diera a Dios, es decir, al Dios de Israel. Naamán aceptó y se convirtió.

Ahora bien, Naamán era un general, un hombre de guerra, que tenía la costumbre de usar las armas para callar a los enemigos. Era un hombre de sangre, todo lo contrario a los no violentos y a los pacifistas.

Este hombre de la guerra, por si fuera poco, era un poderoso, el confidente del rey. Naamán sabía sacar provecho del prestigio de esta amistad.

Este hombre de la guerra, este poderoso, era de Siria: por lo mismo, no sólo era un extranjero, sino también un enemigo de Israel al que su país había invadido varias veces.

Pero fue precisamente a él, a un soldado, a un poderoso, a un enemigo, al que Dios ha manifestado su amor curándolo de la lepra. Sin duda, el recuerdo de la misericordia de Dios hacia uno que no lo merecía ha dispuesto contra Jesús el corazón de las personas reunidas en la sinagoga de Nazaret.

Lo que más impresiona es este amor imprevisto de Dios hacia aquellos que, a nuestro modo de ver, no merecen ser amados. A nuestro modo de ver las cosas, es decir, de acuerdo con los valores a los que estamos apegados: la honorabilidad, la consideración, la virtud, que constituyen las columnas de nuestra sabiduría.

Pero, ¿por qué preferir el orden sin amor, a los riesgos del amor? Si Cristo ha regañado al fariseo, no ha sido por el placer de humillarlo, sino para despertarlo. Es propio del amor suscitar, llamar, convocar, empujar hacia adelante. Solamente el amor justifica y fundamenta todos los riesgos.

El maravilloso pasaje de la Carta a los Corintios que hemos escuchado en la segunda lectura nos enseña que el amor de Dios no es un tema metafísico o teológico. El amor no es una cualidad abstracta de Dios. Toda la Biblia nos enseña con insistencia que Dios ama con ternura. En el amor que Dios tiene por nosotros, vibra una extraordinaria emoción. El amor de Dios no pone entre paréntesis nuestras dificultades, pero sí se hace cercano para darnos renovada valentía.

Esta es la buena noticia anunciada a los pobres que el profeta Isaías había plasmado en su libro y que Jesús, en la sinagoga de Nazaret, proclama que se realiza hoy. Pero los hombres y mujeres que lo escuchaban no estaban prontos ni dispuestos para acoger este mensaje de amor, no estaban dispuestos a amar como Dios nos ama.

Dejémonos amar por Dios, dejémonos amar a su manera. No olvidemos nunca que, para el corazón de cada hombre, por perverso que sea, existe siempre un refugio de inocencia.–
+ Cardenal  Baltazar  E. Porras Cardozo
Arzobispo Metropolitano de Mérida
Administrador Apostólico de Caracas

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