Lecturas recomendadas

La encarnación camino a la ascensión

Sin encarnación no hay ascensión

P. Alfredo Infante, sj:

Queridos hermanos y hermanas hoy estamos celebrando el día de la “Ascensión del Señor”.

En nuestro Credo católico profesamos que nuestro Señor: “subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre”.

El Emmanuel, Jesús, quién pasó por la vida haciendo el bien y, por iniciativa amorosa, nos lleva en el corazón, asciende al cielo con toda la creación y la humanidad en su corazón. El Cristo que asciende al cielo va habitado de humanidad, es el misterio de la Encarnación dándole densidad a la ascensión. Es consolador afianzar la esperanza de que en su corazón ascendemos y contemplamos la gloria del Padre. Su ascensión nos exalta, nos eleva; el que se despojó de su divinidad para humanizarse, ahora asciende y nos diviniza.

Es esa la gracia que Cristo nos alcanza, ser en su corazón hijos de Dios y hermanos de la humanidad; de nuestra parte, de nuestra libertad, depende si aceptamos este proyecto de hijo y hermano que nos regala Jesucristo y que, sacramentalmente, hemos recibido en el bautismo.

Jesús sube al cielo y, antes de partir, nos promete la fuerza del Espíritu Santo. No nos abandona, no nos deja solos, nos garantiza el Espíritu Santo que –como hemos venido reflexionando a lo largo de estas semanas– tiene la misión de darnos sabiduría para conocer a Jesús y poder discernir el paso de Dios en este tiempo y hallar su voluntad, para ser así, signos visibles de la presencia de Jesucristo en este mundo.

Por ello, para seguirlo, nos toca preguntarnos, como San Alberto Hurtado: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”. Es decir, hacer lo equivalente de Jesús, aquí y ahora, sin recetas, con discernimiento, porque somos continuadores de la misión de Cristo en el mundo y hemos de actuar en sintonía según: “personas, tiempo y lugar”, situadamente.

El Cristo crucificado y resucitado al ascender a la derecha del Padre, no nos deja solos. Él se va, pero se queda entre nosotros. No lo vamos a ver, como lo hicieron los primeros discípulos, que lo conocieron directamente e interactuaron con Él. Pero nosotros, en cambio, accedemos a su presencia por la fe, como San Pablo y, el Espíritu Santo, nos ayuda, libera, sana e ilumina el entendimiento para conocer el misterio de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, y, así, en medio de este mundo, ser testigos de su presencia.

Repito, Él se va, pero se queda. Ahora bien, ¿cómo se queda? Recordemos que en Mateo (25,31-46) Él nos dice: “lo que hiciste con uno de estos mis hermanos más pequeños lo hiciste conmigo”, es decir, que Jesús se queda entre nosotros, visiblemente, en el más necesitado, en el pobre y, también, en las relaciones de solidaridad con el más necesitado. Él también está presente en la comunidad que lo invoca porque nos dice: “donde dos o tres se reúnen en mi nombre ahí estoy yo” (Mt 18,20).

De igual modo, en Jn 13, insiste que estará especialmente presente en el servicio mutuo, cuando nos lavemos los pies unos a otros, cuando seamos testigo del amor, como Él nos amó. Y, muy especialmente, se hace presente, en el encuentro eucarístico: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,14-20).

En definitiva, hermanas y hermanos, Jesús, asciende al cielo, nos lleva en su corazón, no nos deja solos, nos promete su Espíritu, el cual derrama en nuestros corazones, nos hace hermanos y gime en nosotros “Abba”, “Papá” (Rm 8,15) y, al mismo tiempo, está presente en el pobre, en la comunidad, en la solidaridad, en el servicio y en la Eucaristía, banquete fraterno, sacramento del Reino que nos lanza en misión para que seamos como dice San Pablo “Eucaristía viva”, testigos del amor de Dios, entregado en Cristo, en medio del mundo.

Y entre tanta dificultad, tanta adversidad, tantos problemas, acosos, persecuciones, hambre, enfermedades, tempestades, conflictos, guerras e injusticias que padecemos en la vida, recordemos las palabras de nuestro Señor: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Hermanas y hermanos, les invito a que nos tomemos un momento de silencio y seamos partícipes de esa gracia especial, de ir a la casa del Padre en el corazón de Cristo y del don de la sabiduría para encontrarnos con Jesús en el día a día, siendo testigos suyos.

Finalmente, recordemos, la voz de aquellos hombres que, en nombre de Dios, aterrizan a los discípulos y los focalizan en el horizonte de la misión encarnada: “Galileos, no se queden ahí mirando al cielo” (Hch 1,11). La misión está en las entrañas del mundo, solo así seremos exaltados, porque sin encarnación no hay ascensión.-

Homilía VII domingo de Pascua. Ciclo C

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