El monasterio y el surgimiento de la devoción mariana
Cristián León González:
Estudiar la posición social que la mujer ejerció durante la Edad Media permitirá entender que los procesos humanos son dinámicos y no estáticos, que hay períodos de sombras evidentes, pero también de luces muy resplandecientes. Desde los monasterios se va a irradiar el descubrimiento y renovación del culto mariano para alcanzar a impregnar la siguiente era; una proeza espiritual y un esfuerzo constructivo sin parangón que habría de modelar necesariamente a la sociedad de la época.
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Después de las turbulencias en torno a lo que se ha dado en llamar el Año Mil, se provocó un cuestionamiento en todos los niveles de la sociedad cristiana occidental que ya se estaba consolidando. Entre ellas un nuevo modo de plantear el conflictivo tema de las relaciones entre hombre y mujer, relaciones que estarían estrechamente vinculadas a especulaciones espirituales e intelectuales.
A partir del siglo XI, una Europa nueva e irreconocible despierta de las noches de pesadilla del Año Mil, una Europa que apenas comienza a integrar las distintas aportaciones de su larga gestación en una síntesis que se hará cada vez más armoniosa antes de esterilizarse a finales de la Edad Media, a consecuencia de la usurpación llevada a cabo por la Iglesia romana en los campos de la espiritualidad y del saber. Del siglo XI a finales del XIII, se produce una fantástica revolución, una revolución en el auténtico sentido del término, es decir, que concluye con el regreso al punto de partida, y no la acepción moderna de la palabra que supone un cambio de orientación[1].
Una fuente clave de renovación será el desplazamiento de los centros de la cultura intelectual, como de la vida cultural y la espiritualidad, desde las sedes episcopales (…) a la realidad más local del monasterio y su limitado radio de influencia.
Una fuente clave de renovación será el desplazamiento de los centros de la cultura intelectual, como de la vida cultural y la espiritualidad, desde las sedes episcopales ligadas a la sede palatina de Aquisgrán y al sueño de la universalidad cristiana del imperio de un Carlomagno y de sus sucesores y de la Sede pontificia en la Roma de un Silvestre II, a la realidad más local del monasterio y su limitado radio de influencia, pero que por la enorme vitalidad de algunos de sus más connotados miembros y su consecuente irradiación por toda la geografía europea, supuso una influencia decisiva.
Hasta el año Mil, la cultura intelectual se hallaba confinada en torno a las sedes episcopales. Las famosas “Escuelas de Palacio”, que se han atribuido con cierta imprudencia a Carlomagno, son los más adecuados modelos de la vida intelectual de su tiempo. La cultura es episcopal, aristocrática y principesca. Su personaje típico es Gerberto de Aurillac, el futuro Papa Silvestre II. Creció, fue educado y alimentado a la sombra de las catedrales, sirvió lleno de celo a los príncipes de la Iglesia y a los príncipes de este mundo; el escólatra es, en suma, el conservador oficial de una cultura obtenida, a la vez, en los textos bíblicos y en la gran tradición latina. Es preciso escribir y hablar como Cicerón o como Tito Livio. Pero pasado el Año Mil, los artesanos de la cultura no forjarán ya sus armas a la sombra de las catedrales, sino a la de los monasterios. El cambio de rumbo es importante. Y también ahí se produce un fenómeno de parcelación, un proceso de disgregación[2].
De este modo, por su parte, el alto clero del canon secular se preocupó más de regentar los diversos aspectos de la vida de los laicos, dando una especial prioridad y preocupación a los asuntos ligados a la mujer y los temas sexuales. Así vemos al obispo de Rennes, Étienne de Fougères, que en su Livre des Manierès (compuesto hacia 1174 y 1178),[3] dirigido a las gentes de la corte, a los caballeros y a las damas, insiste en que la mujer es portadora del mal, ya que su naturaleza se inclina hacia tres vicios mayores, como son el uso y abuso de encantamientos y sortilegios para con ellas mismas y para con los hombres; en segundo lugar son naturalmente hostiles, indóciles y agresivas para con el varón: “las damas son rebeldes, las damas son pérfidas, vindicativas, y su primera venganza es tener un amante”[4] ; y en tercer lugar, la mujer es dominada por la lujuria: “Débiles como son, un deseo las consume, les cuesta dominarlo y las conduce directamente al adulterio”[5]. Este texto muestra una idea irrefutable, que es la baja estima que la alta dirección de la Iglesia oficial, el canon secular, tiene de las mujeres en el s. XII: “Los sacerdotes, en todo caso, que también sufren conteniendo sus apetitos, consideraban que la raíz del mal, la fuente de todos los desbordes de las damas era la impetuosa sensualidad de que, según ellos, las damas estaban dotadas naturalmente”[6]. Peor es en ese sentido el Livre des dix chapitres de Marbode de Rennes[7], también obispo de Rennes, pero medio siglo antes, que califica a la mujer de pendenciera, avara, ligera, celosa, comparándola con la fantástica quimera, que siembra la muerte y la condenación eterna. Una tercera fuente, aún más antigua, salida también del clero secular, es la obra Decretum del obispo Burchard de Worms (escrita hacia 1007 y 1012),[8] que es más bien un tratado o manual práctico que clasifica, juzga y define las prescripciones e infracciones a cada falta, basándose en la “jurisprudencia” de las autoridades eclesiásticas que le precedieron en esas materias: “Todos los obispos la utilizaron en esta parte de la cristiandad en el siglo XI y hasta fines del XII para desalojar el pecado y dosificar equitativamente los castigos redentores. El Decretum se presenta como el instrumento indispensable de una purificación general”[9]. La Iglesia establecida busca hacerse con el poder, ejercer mecanismos de control y de dominación, intentando dominar la conducta de los laicos, pudiendo interrogar, vigilar y castigar, en definitiva, pudiendo tutelar hasta las esferas más íntimas de la existencia. “Se aprecia con claridad que la mujer inquieta en primer término a los hombres porque es portadora de muerte”[10].
La Iglesia establecida busca hacerse con el poder, ejercer mecanismos de control y de dominación, intentando dominar la conducta de los laicos, pudiendo interrogar, vigilar y castigar, en definitiva, pudiendo tutelar hasta las esferas más íntimas de la existencia.
“Santa Clara de Asís” (1194-1253) por Simone Martini, h. 1322-1326 (Fresco en la Basílica inferior de San Francisco de Asís)
Así se estableció una creciente separación entre el clero secular y el canon regular. El primero, en su forma de alto clero, se politiza, se vincula al poder regio o al de la nobleza local; y en su condición de bajo clero, atomizado en las aldeas de la campiña no desempeña ningún rol relevante en la transmisión de la cultura, salvo el de acatar y promover la voluntad del alto clero. Es ese espacio que se abría el que oportunamente fue ocupado por los monjes, quienes se dedicaron a la generación de la espiritualidad y la cultura que habría de inaugurar la Baja Edad Media, y gracias a ellos la mentalidad medieval comenzó a operar un cambio significativo. “Como depositarios del saber, englobando este tanto las ciencias y las artes como la tradición propiamente religiosa, los monjes del siglo XI no solo conservaron el patrimonio cultural de Occidente; sino que lo hicieron vivir también, lo prolongaron y maduraron: lo que se suele denominar Edad Media es obra suya. Es una realidad histórica indiscutible”[11]. No hay que olvidar que para entender la mentalidad de esta época debemos tener muy claro que para ellos era clave integrar la vida cultural con la vida espiritual; no puede existir una sin una fusión armónica con la otra. Y en este ámbito resurgía una nueva elaboración con respecto a la mujer.
Lo que ahora ocurría era una toma de conciencia de la mujer dentro del plan de salvación y tomaba la imagen de María como el paradigma de esa cualidad ontológica que recién se redescubría y que era el “eterno femenino”.
Sin embargo, en el siglo XI de nuestra era, aparece una realidad cegadora, tan cegadora que nadie la había visto aún, a saber, la existencia de la mujer junto a un ser masculino. Se dirá que eso no es nuevo y que la humanidad ha tenido conciencia de ello desde el alba de los tiempos. Sin duda. Pero lo inédito es que eso ocurre en una sociedad cristiana, esencialmente edificada para los varones, por los varones, una sociedad que solo admite a las mujeres por lo que son, es decir, seres inferiores. El mensaje de Pablo, deformado por los Padres de la Iglesia, ha sido recibido y ha sido aplicado. A comienzos del siglo XI, más que nunca, la mujer es la sierva del hombre en el sentido de que ayuda al hombre a obtener la plenitud[12].
Lo que ahora ocurría era una toma de conciencia de la mujer dentro del plan de salvación y tomaba la imagen de María como el paradigma de esa cualidad ontológica que recién se redescubría y que era el eterno femenino, el arquetipo de mujer que trascendía los tiempos y se vinculaba a toda una larga tradición ancestral viva e ininterrumpida que conocía su más remoto eslabón en las diosas madres del Paleolítico. “Los teólogos y místicos que rechazaban cualquier influencia de la misteriosa María de Magdala sobre Jesucristo, comienzan a percibir que ese mismo Jesucristo tomó cuerpo en el vientre de una mujer, a la que debe su humanidad y, por lo tanto, su encarnación como hijo de Dios entre los hombres”[13]. María surgía en el núcleo mismo de la reconciliación ideal entre el Dios ofendido y el siervo culpable. Esta renovación de la reflexión sobre el estatuto de María como Theotokos –Madre de Dios– y como Virgen y todo lo que de ahí se desprende, será un caudal de riquísimos sermones y epístolas que correrá desde los monasterios de la campiña hacia los sencillos hombres y mujeres de los nacientes burgos, que los conectará con sus recuerdos ancestrales y su memoria racial de cuando rendía culto a la Magna Mater.
Ilustración de un manuscrito del siglo XIII en el cual se representa el papel de la mujer como cuidadora en un hospital.
Se iniciaba la idea fundamental de que una restauración en el inconsciente colectivo, de la función simbólica, fuente vital de la renovación y del equilibrio físico de la comunidad, pasaba necesariamente por la conciliación y participación de lo femenino.
La reactivación de la devoción mariana operaría como un catalizador que integraría al hombre con su dimensión más femenina y humana. Se iniciaba la idea fundamental de que una restauración en el inconsciente colectivo, de la función simbólica, fuente vital de la renovación y del equilibrio físico de la comunidad, pasaba necesariamente por la conciliación y participación de lo femenino: “la imagen de la mujerobjeto se esfuma ante la de la mujer-dueña actuante, que conduce hacia una más alta conciencia, abre el acceso al Otro Mundo y lleva a la realización del Sí”[14].
La Madre lo era porque operaba en sí misma tres conceptos que la afirmaban en plenitud con su ser mujer: en primer lugar, la vitalidad, la madre poseía vida, y vida en abundancia. En segundo lugar, la fecundidad, la madre tenía la capacidad de gestar vida, tanto dentro suyo como en su derredor. Y, en tercer lugar, la responsabilidad, la madre cuidaba la vida que le había sido regalada, asegurando la existencia aún mucho tiempo después de salir de su vientre. Todo esto quedaba amarrado armónicamente por la concepción del auténtico amor, núcleo central de la predicación cristiana.
No es fortuito que precisamente en esta época creciera considerablemente el número de mujeres santas. La piedad que desarrollaron estas mujeres, ya sean laicas o religiosas, adquiriría ciertas particularidades que las volverían sospechosas a la vista de los ojos siempre recelosos, y a veces temerosos, de los clérigos del canon secular.
Theotokos (la Virgen como «madre de Dios», entronizada y ella misma trono de Cristo) con ángeles y los santos Jorge y Teodoro. Icono bizantino a la encáustica, ca. 600. Procedente del Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí.
Esta naciente conciencia del papel decisivo de María en el plan de Salvación –que iría incrementándose en número y posibilidades en el curso de los años siguientes– estará acompañada de una toma de conciencia del lugar de la mujer dentro de la espiritualidad de la época. Por tanto, operaría un cambio fundamental de carácter doble: en la visión del rol espiritual y maternal que se tendrá de María y en su causa segunda o expresión sensible que será la mujer. La participación e influencia de esta en la vida espiritual y eclesial de la época de los siglos X y XI será completamente distinta a la que se desarrollaría durante los siglos XII y XIII, durante el cual conocería su apogeo, para durante los siglos XIV y XV, producirse el declive.
Efectivamente, el período que iba desde finales del s. XII hasta principios del XIV permitiría que las mujeres tuvieran mayores oportunidades de ejercer tareas religiosas y también pondría a disposición mayor cantidad de roles. No es fortuito que precisamente en esta época creciera considerablemente el número de mujeres santas. La piedad que desarrollaron estas mujeres, ya sean laicas o religiosas, adquiriría ciertas particularidades que las volverían sospechosas a la vista de los ojos siempre recelosos, y a veces temerosos, de los clérigos del canon secular. Por primera vez en la historia podremos hablar de una influencia específicamente femenina en el desarrollo de la espiritualidad –como es el caso de las beguinas–. “De hecho, esa espiritualidad afectiva contra la cual reaccionaron los reformadores protestantes y católicos romanos –una espiritualidad basada en una confianza ardiente en la capacidad del ser humano para imitar a Cristo– se debe, en parte, a las mujeres religiosas de fines de la Edad Media en Europa”[15].
Si bien antes de este período en cuestión, en el mundo medieval prácticamente el único rol religioso posible era el de ser monja –aparte de las canonesas que surgirían en el período carolingio[16]–, y además de lo poderosas que algunas mujeres podían haber sido como abadesas o reinas santas, los roles femeninos que salen de lo ordinario estaban reservados habitualmente para la alta aristocracia. Durante los siglos X y comienzos del XI, Europa pasó una sombría época de guerra y penurias y se fundaron pocos monasterios femeninos. Por ejemplo, Cluny fundó cientos de monasterios antes del 1100, pero solo uno para mujeres en ese mismo período –y que era precisamente para acoger a las mujeres cuyos maridos querían ser monjes de Cluny–. No obstante, en los siglos XII y XIII la situación comenzó a cambiar.
En el continente, dos de las más prestigiosas órdenes nuevas del siglo XII, los premonstratenses y los cistercienses, fundaron casas de mujeres que crecieron con alarmante rapidez. La historia del entusiasmo femenino, institucionalizado como monaquismo estricto, se repitió a principios del siglo XIII cuando Clara de Asís (M. 1253) trató de seguir a Francisco en la vida mendicante, pero fue forzada a aceptar una vida de estricta clausura. Las mujeres no eran solamente discípulas limitadas en sus ideales religiosos por clérigos poderosos; eran también líderes y reformadoras. En el siglo XIII, cuando el monaquismo benedictino de hombres se vio eclipsado por los frailes, una mujer italiana, Santuccia Carabotti, fundó un convento cerca de Gubbio, poniendo en práctica una estricta interpretación de la regla benedictina, y más adelante reformó y supervisó otros veinticuatro monasterios, tomándolos bajo su dirección[17].
Y aunque había renuencia y oposición masculina de parte de algunos monjes, canónigos y frailes a ocuparse del cuidado pastoral de las monjas, no se logró amainar el rápido crecimiento de mujeres que abrazaban la vida religiosa. Por otro lado, a veces se contó con el apoyo de autoridades religiosas como papas, clérigos locales e incluso de algunos laicos prominentes que apoyaban y dotaban materialmente a los conventos de mujeres.
En el siglo XIII y a principios del XIV, estos monasterios de mujeres constituían verdaderas redes de influencia espiritual, donde se escribían colecciones de vidas de monjas y de visiones, que a menudo eran leídas en conventos de varones y de mujeres como parte de la instrucción espiritual. En algunas partes de Europa, donde las casas de varones declinaron muy rápidamente después del siglo XIII, tanto en fervor religioso como económico, la mayoría de los religiosos enclaustrados eran mujeres[18].
La gran y positiva novedad es que este movimiento monástico no tuvo que ver con la acción de un poder central –como de hecho ocurrió en la época de Carlomagno–, sino que tiene que ver con un movimiento de retorno de los primitivos ideales y de un fervor original de reforma religiosa (…)
Grabado de una beguina de “Des dodes dantz”, impreso en Lübeck, en 1489.
Pero es necesario insistir que es la época que va del s. X al s. XII, la que está principalmente caracterizada por “la influencia creciente que la espiritualidad monástica ejerce en el conjunto del pueblo cristiano”[19]. Por lo que se produce un fuerte cambio en la percepción que se tenía de la Iglesia, pues la Iglesia de la Corte Imperial era una Iglesia secular, dirigida por el Emperador y los obispos, pero producto de los grandes cambios sucedidos entre fines del s. IX y el s. X, el orden sacerdotal entró en franca decadencia, tanto en el plano espiritual como en el de la autoridad moral. “Sin embargo, el monacato fue la institución que mejor resistió esta grave crisis que puso en peligro la existencia misma de la Iglesia, amenazada de disolución tanto por la secularización del clero como por la difusión del sistema de iglesias privadas”[20]. La gran y positiva novedad es que este movimiento monástico no tuvo que ver con la acción de un poder central –como de hecho ocurrió en la época de Carlomagno–, sino que tiene que ver con un movimiento de retorno de los primitivos ideales y de un fervor original de reforma religiosa que llega a ser la manifestación más profunda y pura de las aspiraciones de renovación espiritual de la sociedad monástica. Esto llegó a estar tan asimilado en el resto de la población que la excepcional superioridad de ese régimen de vida sobre cualquier otro estado estaba muy interiorizada por todos los cristianos y se veía como un ideal o una vocación a seguir.
Así, desde los monasterios se iba a irradiar este descubrimiento y renovación del culto mariano para alcanzar a impregnar la siguiente era de las grandes catedrales, que cubrió como un blanco manto las ciudades europeas y sus campiñas, que concentraron un sinnúmero de abadías y monasterios, dieron su impronta a una época, consagrando sus espacios sagrados bajo la protección y advocación a Nuestra Señora. Una proeza espiritual y un esfuerzo constructivo sin parangón que habría de modelar necesariamente a la sociedad de la época. Por ello, sería muy limitado y pobre restringirlo a un mero furor constructivo reservado al ámbito de la sola fe. Un movimiento cultural auténtico se prueba no solo en sus dimensiones materiales, sino también en sus alcances civilizatorios. Pero eso es materia para otro artículo.
NOTAS
[1] Markale, Jean; El Amor Cortés o la pareja infernal. José J, de Olañeta, Palma de Mallorca, 2006, p. 8.
[2] Op. cit. pp. 13-14. Como sabemos, el monaquismo no era algo nuevo, pero lo que sí es novedoso fue la síntesis entre el monaquismo benedictino de inspiración italiana con el monaquismo columbano de origen céltico, pues este último, a raíz de los problemas que tuvo con los reyes merovingios, se organizó de modo de obtener bastante autonomía de las autoridades temporales. Así, cuando se fusionaron con los benedictinos, infundieron a estos la pretensión de una independencia cada vez mayor frente a los poderes establecidos.
[3] Ver De Fougères, Étienne; Livre des Manierès (ed. por R. Anthony Lodge). Librairie Droz, Genéve (Suiza), 1979.
[4] Duby, Georges; Mujeres del siglo XII. vol. III. Andrés Bello, Santiago, 1998, p. 17.
[5] Op. cit. p. 17.
[6] Op. cit. p. 18.
[7] Ver en Prudence, Saint Augustin, Fortunat, Hrotsvitha, Marbode; Les écrivains célèbres, Le latin chrétien. Editions d’art Lucien Mazenod, París, 1965.
[8] Ver Von Worms, Burchard; Decretum, en MIGNE, Patrología Latina, Vol. CXL.
[9] Op. cit. Duby. p. 22.
[10] Op. cit. p. 32.
[11] Op. cit. Markale p. 15.
[12] Op. cit. p. 16.
[13] Idem.
[14] Aubailly, Jean-Claude; La Fée et le chevalier. Champion, 1986, París, p. 143, en Op. Cit., Markale, Jean, p. 18.
[15] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres religiosas de fines de la Edad Media” (pp. 127-144) en RAITT, Jill; McGinn, Bernard y Meyendorf f, John. Espiritualidad Cristiana: Alta Edad Media y Reforma (vol. II). Lumen, Buenos Aires, 2008, p. 127.
[16] Que en la realidad eran muy similares a las monjas, pero que formulaban votos de pobreza menos estrictos.
[17] Op. cit. p. 128.
[18] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres religiosas de fines de la Edad Media”, p. 129.
[19] Vauchez, André; La espiritualidad del Occidente Medieval. Cátedra, Madrid, 2001, p. 32.
[20] Op. cit. p. 33.
Después de las turbulencias en torno a lo que se ha dado en llamar el Año Mil, se provocó un cuestionamiento en todos los niveles de la sociedad cristiana occidental que ya se estaba consolidando. Entre ellas un nuevo modo de plantear el conflictivo tema de las relaciones entre hombre y mujer, relaciones que estarían estrechamente vinculadas a especulaciones espirituales e intelectuales.
A partir del siglo XI, una Europa nueva e irreconocible despierta de las noches de pesadilla del Año Mil, una Europa que apenas comienza a integrar las distintas aportaciones de su larga gestación en una síntesis que se hará cada vez más armoniosa antes de esterilizarse a finales de la Edad Media, a consecuencia de la usurpación llevada a cabo por la Iglesia romana en los campos de la espiritualidad y del saber. Del siglo XI a finales del XIII, se produce una fantástica revolución, una revolución en el auténtico sentido del término, es decir, que concluye con el regreso al punto de partida, y no la acepción moderna de la palabra que supone un cambio de orientación[1].
Una fuente clave de renovación será el desplazamiento de los centros de la cultura intelectual, como de la vida cultural y la espiritualidad, desde las sedes episcopales (…) a la realidad más local del monasterio y su limitado radio de influencia.
Una fuente clave de renovación será el desplazamiento de los centros de la cultura intelectual, como de la vida cultural y la espiritualidad, desde las sedes episcopales ligadas a la sede palatina de Aquisgrán y al sueño de la universalidad cristiana del imperio de un Carlomagno y de sus sucesores y de la Sede pontificia en la Roma de un Silvestre II, a la realidad más local del monasterio y su limitado radio de influencia, pero que por la enorme vitalidad de algunos de sus más connotados miembros y su consecuente irradiación por toda la geografía europea, supuso una influencia decisiva.
Hasta el año Mil, la cultura intelectual se hallaba confinada en torno a las sedes episcopales. Las famosas “Escuelas de Palacio”, que se han atribuido con cierta imprudencia a Carlomagno, son los más adecuados modelos de la vida intelectual de su tiempo. La cultura es episcopal, aristocrática y principesca. Su personaje típico es Gerberto de Aurillac, el futuro Papa Silvestre II. Creció, fue educado y alimentado a la sombra de las catedrales, sirvió lleno de celo a los príncipes de la Iglesia y a los príncipes de este mundo; el escólatra es, en suma, el conservador oficial de una cultura obtenida, a la vez, en los textos bíblicos y en la gran tradición latina. Es preciso escribir y hablar como Cicerón o como Tito Livio. Pero pasado el Año Mil, los artesanos de la cultura no forjarán ya sus armas a la sombra de las catedrales, sino a la de los monasterios. El cambio de rumbo es importante. Y también ahí se produce un fenómeno de parcelación, un proceso de disgregación[2].
De este modo, por su parte, el alto clero del canon secular se preocupó más de regentar los diversos aspectos de la vida de los laicos, dando una especial prioridad y preocupación a los asuntos ligados a la mujer y los temas sexuales. Así vemos al obispo de Rennes, Étienne de Fougères, que en su Livre des Manierès (compuesto hacia 1174 y 1178),[3] dirigido a las gentes de la corte, a los caballeros y a las damas, insiste en que la mujer es portadora del mal, ya que su naturaleza se inclina hacia tres vicios mayores, como son el uso y abuso de encantamientos y sortilegios para con ellas mismas y para con los hombres; en segundo lugar son naturalmente hostiles, indóciles y agresivas para con el varón: “las damas son rebeldes, las damas son pérfidas, vindicativas, y su primera venganza es tener un amante”[4] ; y en tercer lugar, la mujer es dominada por la lujuria: “Débiles como son, un deseo las consume, les cuesta dominarlo y las conduce directamente al adulterio”[5]. Este texto muestra una idea irrefutable, que es la baja estima que la alta dirección de la Iglesia oficial, el canon secular, tiene de las mujeres en el s. XII: “Los sacerdotes, en todo caso, que también sufren conteniendo sus apetitos, consideraban que la raíz del mal, la fuente de todos los desbordes de las damas era la impetuosa sensualidad de que, según ellos, las damas estaban dotadas naturalmente”[6]. Peor es en ese sentido el Livre des dix chapitres de Marbode de Rennes[7], también obispo de Rennes, pero medio siglo antes, que califica a la mujer de pendenciera, avara, ligera, celosa, comparándola con la fantástica quimera, que siembra la muerte y la condenación eterna. Una tercera fuente, aún más antigua, salida también del clero secular, es la obra Decretum del obispo Burchard de Worms (escrita hacia 1007 y 1012),[8] que es más bien un tratado o manual práctico que clasifica, juzga y define las prescripciones e infracciones a cada falta, basándose en la “jurisprudencia” de las autoridades eclesiásticas que le precedieron en esas materias: “Todos los obispos la utilizaron en esta parte de la cristiandad en el siglo XI y hasta fines del XII para desalojar el pecado y dosificar equitativamente los castigos redentores. El Decretum se presenta como el instrumento indispensable de una purificación general”[9]. La Iglesia establecida busca hacerse con el poder, ejercer mecanismos de control y de dominación, intentando dominar la conducta de los laicos, pudiendo interrogar, vigilar y castigar, en definitiva, pudiendo tutelar hasta las esferas más íntimas de la existencia. “Se aprecia con claridad que la mujer inquieta en primer término a los hombres porque es portadora de muerte”[10].
La Iglesia establecida busca hacerse con el poder, ejercer mecanismos de control y de dominación, intentando dominar la conducta de los laicos, pudiendo interrogar, vigilar y castigar, en definitiva, pudiendo tutelar hasta las esferas más íntimas de la existencia.
“Santa Clara de Asís” (1194-1253) por Simone Martini, h. 1322-1326 (Fresco en la Basílica inferior de San Francisco de Asís)
Así se estableció una creciente separación entre el clero secular y el canon regular. El primero, en su forma de alto clero, se politiza, se vincula al poder regio o al de la nobleza local; y en su condición de bajo clero, atomizado en las aldeas de la campiña no desempeña ningún rol relevante en la transmisión de la cultura, salvo el de acatar y promover la voluntad del alto clero. Es ese espacio que se abría el que oportunamente fue ocupado por los monjes, quienes se dedicaron a la generación de la espiritualidad y la cultura que habría de inaugurar la Baja Edad Media, y gracias a ellos la mentalidad medieval comenzó a operar un cambio significativo. “Como depositarios del saber, englobando este tanto las ciencias y las artes como la tradición propiamente religiosa, los monjes del siglo XI no solo conservaron el patrimonio cultural de Occidente; sino que lo hicieron vivir también, lo prolongaron y maduraron: lo que se suele denominar Edad Media es obra suya. Es una realidad histórica indiscutible”[11]. No hay que olvidar que para entender la mentalidad de esta época debemos tener muy claro que para ellos era clave integrar la vida cultural con la vida espiritual; no puede existir una sin una fusión armónica con la otra. Y en este ámbito resurgía una nueva elaboración con respecto a la mujer.
Lo que ahora ocurría era una toma de conciencia de la mujer dentro del plan de salvación y tomaba la imagen de María como el paradigma de esa cualidad ontológica que recién se redescubría y que era el “eterno femenino”.
Sin embargo, en el siglo XI de nuestra era, aparece una realidad cegadora, tan cegadora que nadie la había visto aún, a saber, la existencia de la mujer junto a un ser masculino. Se dirá que eso no es nuevo y que la humanidad ha tenido conciencia de ello desde el alba de los tiempos. Sin duda. Pero lo inédito es que eso ocurre en una sociedad cristiana, esencialmente edificada para los varones, por los varones, una sociedad que solo admite a las mujeres por lo que son, es decir, seres inferiores. El mensaje de Pablo, deformado por los Padres de la Iglesia, ha sido recibido y ha sido aplicado. A comienzos del siglo XI, más que nunca, la mujer es la sierva del hombre en el sentido de que ayuda al hombre a obtener la plenitud[12].
Lo que ahora ocurría era una toma de conciencia de la mujer dentro del plan de salvación y tomaba la imagen de María como el paradigma de esa cualidad ontológica que recién se redescubría y que era el eterno femenino, el arquetipo de mujer que trascendía los tiempos y se vinculaba a toda una larga tradición ancestral viva e ininterrumpida que conocía su más remoto eslabón en las diosas madres del Paleolítico. “Los teólogos y místicos que rechazaban cualquier influencia de la misteriosa María de Magdala sobre Jesucristo, comienzan a percibir que ese mismo Jesucristo tomó cuerpo en el vientre de una mujer, a la que debe su humanidad y, por lo tanto, su encarnación como hijo de Dios entre los hombres”[13]. María surgía en el núcleo mismo de la reconciliación ideal entre el Dios ofendido y el siervo culpable. Esta renovación de la reflexión sobre el estatuto de María como Theotokos –Madre de Dios– y como Virgen y todo lo que de ahí se desprende, será un caudal de riquísimos sermones y epístolas que correrá desde los monasterios de la campiña hacia los sencillos hombres y mujeres de los nacientes burgos, que los conectará con sus recuerdos ancestrales y su memoria racial de cuando rendía culto a la Magna Mater.
Ilustración de un manuscrito del siglo XIII en el cual se representa el papel de la mujer como cuidadora en un hospital.
Se iniciaba la idea fundamental de que una restauración en el inconsciente colectivo, de la función simbólica, fuente vital de la renovación y del equilibrio físico de la comunidad, pasaba necesariamente por la conciliación y participación de lo femenino.
La reactivación de la devoción mariana operaría como un catalizador que integraría al hombre con su dimensión más femenina y humana. Se iniciaba la idea fundamental de que una restauración en el inconsciente colectivo, de la función simbólica, fuente vital de la renovación y del equilibrio físico de la comunidad, pasaba necesariamente por la conciliación y participación de lo femenino: “la imagen de la mujerobjeto se esfuma ante la de la mujer-dueña actuante, que conduce hacia una más alta conciencia, abre el acceso al Otro Mundo y lleva a la realización del Sí”[14].
La Madre lo era porque operaba en sí misma tres conceptos que la afirmaban en plenitud con su ser mujer: en primer lugar, la vitalidad, la madre poseía vida, y vida en abundancia. En segundo lugar, la fecundidad, la madre tenía la capacidad de gestar vida, tanto dentro suyo como en su derredor. Y, en tercer lugar, la responsabilidad, la madre cuidaba la vida que le había sido regalada, asegurando la existencia aún mucho tiempo después de salir de su vientre. Todo esto quedaba amarrado armónicamente por la concepción del auténtico amor, núcleo central de la predicación cristiana.
No es fortuito que precisamente en esta época creciera considerablemente el número de mujeres santas. La piedad que desarrollaron estas mujeres, ya sean laicas o religiosas, adquiriría ciertas particularidades que las volverían sospechosas a la vista de los ojos siempre recelosos, y a veces temerosos, de los clérigos del canon secular.
Theotokos (la Virgen como «madre de Dios», entronizada y ella misma trono de Cristo) con ángeles y los santos Jorge y Teodoro. Icono bizantino a la encáustica, ca. 600. Procedente del Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí.
Esta naciente conciencia del papel decisivo de María en el plan de Salvación –que iría incrementándose en número y posibilidades en el curso de los años siguientes– estará acompañada de una toma de conciencia del lugar de la mujer dentro de la espiritualidad de la época. Por tanto, operaría un cambio fundamental de carácter doble: en la visión del rol espiritual y maternal que se tendrá de María y en su causa segunda o expresión sensible que será la mujer. La participación e influencia de esta en la vida espiritual y eclesial de la época de los siglos X y XI será completamente distinta a la que se desarrollaría durante los siglos XII y XIII, durante el cual conocería su apogeo, para durante los siglos XIV y XV, producirse el declive.
Efectivamente, el período que iba desde finales del s. XII hasta principios del XIV permitiría que las mujeres tuvieran mayores oportunidades de ejercer tareas religiosas y también pondría a disposición mayor cantidad de roles. No es fortuito que precisamente en esta época creciera considerablemente el número de mujeres santas. La piedad que desarrollaron estas mujeres, ya sean laicas o religiosas, adquiriría ciertas particularidades que las volverían sospechosas a la vista de los ojos siempre recelosos, y a veces temerosos, de los clérigos del canon secular. Por primera vez en la historia podremos hablar de una influencia específicamente femenina en el desarrollo de la espiritualidad –como es el caso de las beguinas–. “De hecho, esa espiritualidad afectiva contra la cual reaccionaron los reformadores protestantes y católicos romanos –una espiritualidad basada en una confianza ardiente en la capacidad del ser humano para imitar a Cristo– se debe, en parte, a las mujeres religiosas de fines de la Edad Media en Europa”[15].
Si bien antes de este período en cuestión, en el mundo medieval prácticamente el único rol religioso posible era el de ser monja –aparte de las canonesas que surgirían en el período carolingio[16]–, y además de lo poderosas que algunas mujeres podían haber sido como abadesas o reinas santas, los roles femeninos que salen de lo ordinario estaban reservados habitualmente para la alta aristocracia. Durante los siglos X y comienzos del XI, Europa pasó una sombría época de guerra y penurias y se fundaron pocos monasterios femeninos. Por ejemplo, Cluny fundó cientos de monasterios antes del 1100, pero solo uno para mujeres en ese mismo período –y que era precisamente para acoger a las mujeres cuyos maridos querían ser monjes de Cluny–. No obstante, en los siglos XII y XIII la situación comenzó a cambiar.
En el continente, dos de las más prestigiosas órdenes nuevas del siglo XII, los premonstratenses y los cistercienses, fundaron casas de mujeres que crecieron con alarmante rapidez. La historia del entusiasmo femenino, institucionalizado como monaquismo estricto, se repitió a principios del siglo XIII cuando Clara de Asís (M. 1253) trató de seguir a Francisco en la vida mendicante, pero fue forzada a aceptar una vida de estricta clausura. Las mujeres no eran solamente discípulas limitadas en sus ideales religiosos por clérigos poderosos; eran también líderes y reformadoras. En el siglo XIII, cuando el monaquismo benedictino de hombres se vio eclipsado por los frailes, una mujer italiana, Santuccia Carabotti, fundó un convento cerca de Gubbio, poniendo en práctica una estricta interpretación de la regla benedictina, y más adelante reformó y supervisó otros veinticuatro monasterios, tomándolos bajo su dirección[17].
Y aunque había renuencia y oposición masculina de parte de algunos monjes, canónigos y frailes a ocuparse del cuidado pastoral de las monjas, no se logró amainar el rápido crecimiento de mujeres que abrazaban la vida religiosa. Por otro lado, a veces se contó con el apoyo de autoridades religiosas como papas, clérigos locales e incluso de algunos laicos prominentes que apoyaban y dotaban materialmente a los conventos de mujeres.
En el siglo XIII y a principios del XIV, estos monasterios de mujeres constituían verdaderas redes de influencia espiritual, donde se escribían colecciones de vidas de monjas y de visiones, que a menudo eran leídas en conventos de varones y de mujeres como parte de la instrucción espiritual. En algunas partes de Europa, donde las casas de varones declinaron muy rápidamente después del siglo XIII, tanto en fervor religioso como económico, la mayoría de los religiosos enclaustrados eran mujeres[18].
La gran y positiva novedad es que este movimiento monástico no tuvo que ver con la acción de un poder central –como de hecho ocurrió en la época de Carlomagno–, sino que tiene que ver con un movimiento de retorno de los primitivos ideales y de un fervor original de reforma religiosa (…)
Grabado de una beguina de “Des dodes dantz”, impreso en Lübeck, en 1489.
Pero es necesario insistir que es la época que va del s. X al s. XII, la que está principalmente caracterizada por “la influencia creciente que la espiritualidad monástica ejerce en el conjunto del pueblo cristiano”[19]. Por lo que se produce un fuerte cambio en la percepción que se tenía de la Iglesia, pues la Iglesia de la Corte Imperial era una Iglesia secular, dirigida por el Emperador y los obispos, pero producto de los grandes cambios sucedidos entre fines del s. IX y el s. X, el orden sacerdotal entró en franca decadencia, tanto en el plano espiritual como en el de la autoridad moral. “Sin embargo, el monacato fue la institución que mejor resistió esta grave crisis que puso en peligro la existencia misma de la Iglesia, amenazada de disolución tanto por la secularización del clero como por la difusión del sistema de iglesias privadas”[20]. La gran y positiva novedad es que este movimiento monástico no tuvo que ver con la acción de un poder central –como de hecho ocurrió en la época de Carlomagno–, sino que tiene que ver con un movimiento de retorno de los primitivos ideales y de un fervor original de reforma religiosa que llega a ser la manifestación más profunda y pura de las aspiraciones de renovación espiritual de la sociedad monástica. Esto llegó a estar tan asimilado en el resto de la población que la excepcional superioridad de ese régimen de vida sobre cualquier otro estado estaba muy interiorizada por todos los cristianos y se veía como un ideal o una vocación a seguir.
Así, desde los monasterios se iba a irradiar este descubrimiento y renovación del culto mariano para alcanzar a impregnar la siguiente era de las grandes catedrales, que cubrió como un blanco manto las ciudades europeas y sus campiñas, que concentraron un sinnúmero de abadías y monasterios, dieron su impronta a una época, consagrando sus espacios sagrados bajo la protección y advocación a Nuestra Señora. Una proeza espiritual y un esfuerzo constructivo sin parangón que habría de modelar necesariamente a la sociedad de la época. Por ello, sería muy limitado y pobre restringirlo a un mero furor constructivo reservado al ámbito de la sola fe. Un movimiento cultural auténtico se prueba no solo en sus dimensiones materiales, sino también en sus alcances civilizatorios. Pero eso es materia para otro artículo.
NOTAS
[1] Markale, Jean; El Amor Cortés o la pareja infernal. José J, de Olañeta, Palma de Mallorca, 2006, p. 8.
[2] Op. cit. pp. 13-14. Como sabemos, el monaquismo no era algo nuevo, pero lo que sí es novedoso fue la síntesis entre el monaquismo benedictino de inspiración italiana con el monaquismo columbano de origen céltico, pues este último, a raíz de los problemas que tuvo con los reyes merovingios, se organizó de modo de obtener bastante autonomía de las autoridades temporales. Así, cuando se fusionaron con los benedictinos, infundieron a estos la pretensión de una independencia cada vez mayor frente a los poderes establecidos.
[3] Ver De Fougères, Étienne; Livre des Manierès (ed. por R. Anthony Lodge). Librairie Droz, Genéve (Suiza), 1979.
[4] Duby, Georges; Mujeres del siglo XII. vol. III. Andrés Bello, Santiago, 1998, p. 17.
[5] Op. cit. p. 17.
[6] Op. cit. p. 18.
[7] Ver en Prudence, Saint Augustin, Fortunat, Hrotsvitha, Marbode; Les écrivains célèbres, Le latin chrétien. Editions d’art Lucien Mazenod, París, 1965.
[8] Ver Von Worms, Burchard; Decretum, en MIGNE, Patrología Latina, Vol. CXL.
[9] Op. cit. Duby. p. 22.
[10] Op. cit. p. 32.
[11] Op. cit. Markale p. 15.
[12] Op. cit. p. 16.
[13] Idem.
[14] Aubailly, Jean-Claude; La Fée et le chevalier. Champion, 1986, París, p. 143, en Op. Cit., Markale, Jean, p. 18.
[15] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres religiosas de fines de la Edad Media” (pp. 127-144) en RAITT, Jill; McGinn, Bernard y Meyendorf f, John. Espiritualidad Cristiana: Alta Edad Media y Reforma (vol. II). Lumen, Buenos Aires, 2008, p. 127.
[16] Que en la realidad eran muy similares a las monjas, pero que formulaban votos de pobreza menos estrictos.
[17] Op. cit. p. 128.
[18] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres religiosas de fines de la Edad Media”, p. 129.
[19] Vauchez, André; La espiritualidad del Occidente Medieval. Cátedra, Madrid, 2001, p. 32.
[20] Op. cit. p. 33.
Publicado en: Revista Humanitas