¿Qué te ha pasado Venezuela?
¿Qué nos ha pasado? ¿Qué fue de aquella Venezuela “toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad”?
Rafael Tomás Caldera:
En medio de la larga noche que atraviesa Venezuela muchos se preguntan, con desazón: ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué fue de aquella Venezuela “toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad”?
El pueblo –aquel pueblo bueno que amaba, sufría y esperaba– está hoy en completa postración.
En semejante estado, algunos quieren engañarse con espejismos de vitalidad. Olvidan el vigor que exhiben las células cancerosas o con el que se multiplican los microorganismos en un cuerpo descompuesto.
Es necesario, más que nunca, meditar en el sentido del proceso vivido, si queremos encontrar curación para nuestros males.
A lo largo de estos años han aparecido, y aún aparecen cada día, documentados estudios sobre los avatares de nuestra historia reciente. No se trata entonces de reproducir esa información ni de repetir tales análisis, de mucho provecho por lo demás. Se trata, de manera sencilla y como previa a todo lo otro, de descifrar el sentido del proceso y, con ello, determinar la raíz de nuestros males.
Solo así podremos nutrir la esperanza de recobrar el país perdido.
Desarticulación
Quizá lo más aparente, al observar de manera desprejuiciada nuestra realidad actual, sea lo que puede compendiarse bajo el término ‘desarticulación’. Venezuela es hoy un país desarticulado.
Ello se pone de manifiesto, en forma muy patente, en la desintegración del territorio nacional, la ruina de las empresas del Estado y el colapso de los servicios públicos.
No hay que poner énfasis alguno para hablar de colapso de los servicios públicos. Lo experimentamos a diario: no hay agua, no hay luz, no se recoge la basura, las calles y carreteras están intransitables. Al expresarlo de este modo reducido, como en esquema, parecerá que exageramos. No es nuestra intención. Cada quien sabe a qué atenerse al respecto y no necesita que le digan nada acerca de lo que padece a diario. Importa, en cambio, recordar que se ha tratado de un colapso de unos servicios imprescindibles que, a pesar de sus limitaciones, funcionaban, acaso de manera desigual, pero en todo el país.
Decir que las empresas públicas se hallan en ruina no requiere tampoco mucha argumentación. Quien conoció en su momento las empresas de Guayana –el hierro, el aluminio–; quien pudo ver cómo operaba la Electrificación del Caroní C.A. (Edelca) en lo que tenía como cometido propio; quien –¡todos nosotros!– vio el esplendor de Petróleos de Venezuela, S.A. (Pdvsa), de sus empresas filiales y de su centro de investigación, de donde salió entre tantas cosas de provecho la Orimulsión, que hoy sirve en otras tierras; quien experimentó el país unido por la red de telefonía nacional, no puede menos de sentir que acaso vive una pesadilla. Lo hemos perdido todo.
La desintegración del territorio amerita, sin embargo, que nos detengamos un poco más porque –por sorprendente que sea– no parece ser objeto de mayor atención ni, por consiguiente, se advierte la gravedad que reviste.
La unidad del territorio de un país, aquello por lo cual se lo toma como un sujeto y no tan solo una porción de tierra, dejada en manos de quien quisiera colonizarla, depende del gobierno que lo rige. Un gobierno en un territorio.
Si se retrocede en el tiempo, puede verse cómo la unión o no de ciertos países deriva de su origen y su experiencia histórica. Evangelizada desde Constantinopla, la Madre Rusia no fue nunca parte del sistema europeo occidental. Por eso, cuando a la caída de la Unión Soviética algunos pensaron que Rusia entraría en la Unión Europea, olvidaron esa verdad elemental: que aquel territorio, aquel país era sencillamente otro, irreductible, aunque sus élites hablaran francés en tiempo de los zares.
Asimismo, Venezuela quizá podría entrar en una confederación de naciones bolivarianas; pero no podía ser gobernada desde Bogotá. La historia lo hacía inviable.
Todo esto subraya cómo la unión del territorio está vinculada, incluso deriva, del gobierno que lo rige, con la pertenencia que trae consigo. En un sentido primario, por desgracia no infrecuente, esa movilización que se puede dar para la defensa del territorio, el suelo patrio amenazado.
Pero hoy Venezuela está fragmentada como no lo estuvo ni siquiera tras la Guerra Federal, cuando las regiones en gran medida incomunicadas seguían, o padecían, a los caudillos regionales. Juan Vicente Gómez derrotó a esos caudillos, trazó carreteras, unificó el país bajo su férreo mando. Habrá entonces una hacienda pública unificada, se darán los primeros pasos en el desarrollo institucional que Eleazar López Contreras llevó a cabo.
En nuestros días, el mando –sí, el mando– está fragmentado. Lo ejercen personas y bandas diversas que tienen firme control de sus territorios. Como suele ocurrir, a la vez protegen y explotan a la gente. ¿Será necesario enumerar algunas de esas bandas, con sus cabecillas? Son demasiado conocidos. Retengamos en cambio su alcance, con un ejemplo de hace un tiempo: Maracay ha sido el epicentro del poder militar del país… y esa ciudad se detuvo dos días enteros por orden de un pran desde la cárcel.
¿Volverá el país a recuperar su unidad?
Sin duda, la desarticulación de Venezuela –en su territorio, sus empresas básicas, sus servicios– ha sido terreno abonado para los depredadores. Cuando falta lo más necesario, cuando no hay orden que nos proteja, hay campo abierto para la corrupción, las actividades ilícitas, la explotación de la necesidad ajena. Todo ello ha sido denunciado, en parte censurado. No faltan voces que claman por la aplicación de una justicia, que tarda demasiado en llegar. Lo inmoral y dañino de esas conductas, responsabilidad innegable de quienes las practican, no debe ocultarnos su dependencia directa de la desarticulación de nuestra vida nacional.
Hemos de preguntarnos entonces: ¿por qué este proceso –patológico y patógeno–ha roto la unidad del organismo vivo que fuimos? Entramos a considerar la raíz del mal.
Discordia
Una ciudad está en concordia, explica Aristóteles (Ética, IX, 6) “[…] cuando los ciudadanos piensan lo mismo sobre lo que les conviene, eligen las mismas cosas y realizan lo que es de común interés”. Es así una suerte de amistad civil, que no exige unanimidad de pareceres (lo que sería imposible y hasta inconveniente), pero garantiza un consenso de base que permite la vida en comunidad, una vida que favorezca la realización de las personas. En suma, el bien común.
Esa concordia da lugar a las leyes y permite erigir la autoridad, lo que articula la comunidad para actuar en la historia. Un sujeto uno y viviente.
La ruptura de la concordia, por lo contrario, impide la vida en común, esto es, esa acción compartida para realizar el bien de las personas y de los grupos sociales. Dirá Aristóteles: si en los beneficios algunos aspiran a alcanzar más de lo que les corresponde, quedándose en cambio rezagados en los trabajos y servicios públicos; si para ello se critica y pone trabas al vecino, la comunidad se destruye. “Así, al forzarse unos a otros y no querer hacer gustosamente lo que es justo, acaban por pelearse” (Ética, loc. cit.).
Hemos vivido esta historia.
Allí ha estado la raíz del mal. Se ha cultivado, deliberadamente, la confrontación.
Entre nosotros, Hugo Chávez sembró la confrontación, y con ella la discordia, desde su primer discurso como presidente electo, cuando se podía esperar de él una actitud más conciliadora que la exhibida en los mítines de la campaña electoral.
Estableció una clara división en el presente: patriotas y corruptos. Al contrario de lo que corresponde a un gobernante, que lo es de todos, declaraba de manera enfática que no gobernaría para los que llamó entonces ‘corruptos’ y luego calificaría de ‘escuálidos’, es decir, todos aquellos que no formaran parte de sus seguidores. Pero la tarea de un gobernante es la justicia y el bien común. Gobierna a todos y para todos, no ha de tomar partido por un grupo. Le toca más bien, podría decirse, impedir el daño que los malos ciudadanos puedan causar, es decir, preservar la unidad y la concordia, la paz civil.
La división establecida iba cargada de desprecio: aquellos, los otros, no merecían sino rechazo. No tendrían derechos, como no los tuvieron los expulsados de la industria petrolera o aquellos cuyos bienes fueron incautados. No merecían respeto ni en el lenguaje ni en la conducta.
Con ese desprecio salió a la luz el resentimiento, ahora con curso libre en la vida social. La discordia y el enfrentamiento se hicieron permanentes.
¿Resentimiento? Sí, ese oscuro impulso que puede habitar el corazón humano y lleva a la negación destructora. El anhelo de plenitud, de ser feliz, que late en toda persona puede verse negado por algún obstáculo insalvable: una diferencia física o intelectual con los otros; una carencia, una deformidad; la desigualdad en el trato que se recibe en la familia cercana o en la sociedad, cuando se nos hace sentir que somos menos. El impulso originario al bien, frustrado en su deseo, se vuelve sobre sí y contra lo que ha impedido su logro. Se hace resentimiento. Porque la insatisfacción no se cura y queda como una espina en el alma de quien la padece. Tomará entonces diversas formas. Acaso una resignación, que de modo aparente atribuye ahora poco valor a lo deseado. O la envidia, entristecida por el bien ajeno. El rencor, porque lo que tiene el otro me priva a mí de tenerlo. El odio que quiere dañar, destruir y se ejerce al desvalorizar, descalificar al otro, injuriarlo. La persona se llena de amargura. En rebeldía contra la realidad, niega lo que pueda haber en ella misma de positivo, degrada lo que toca.
Cuando puede, estalla: da rienda suelta a su envidia, a su rencor hacia aquello real o supuesto que le impide (como piensa) realizarse. Profiere palabras injuriosas, emprende acciones destructivas. Revestido acaso de afán de lucha por la justicia y por la necesaria reforma de la sociedad, su verdadera índole se pone de manifiesto en la negatividad, tal como ocurre en aquellos casos paradigmáticos en los cuales, visto que no puede obtener lo que desea, el sujeto prefiere que se destruya y no lo tenga nadie. Negado en su deseo de hacerse valer con traje militar, Chávez exclamó: “Ahora se van a joder todos”.
Así, toda jerarquía, todo recordatorio de alguna cualidad superior –en nuestro caso: en la industria petrolera, en las fuerzas armadas– ha de ser degradado. Se colocará en el primer puesto de la organización a quien de modo evidente ni está capacitado para ejercerlo ni lo merece. Los sargentos son elevados al rango de generales.
Esta oscura posibilidad del corazón humano puede ser alentada. Se puede soplar en las brasas y desatar el incendio. Entonces, como leímos en Aristóteles, “al forzarse unos a otros y no querer hacer lo que es justo, acaban por pelearse”. Más aún cuando se alimenta el fuego desde el más alto sitial en la sociedad y mediante un abuso intensivo de los medios de comunicación.
Ahora bien, no tan solo se introdujo discordia en el presente, se introdujo la división respecto al pasado inmediato y hasta el tiempo de Páez. Es decir, se negaba con ello toda la historia republicana de Venezuela, quedando apenas en pie alguna figura aislada, cercana al gran actor: Maisanta, Zamora. Desde luego, se mantuvo la figura de Bolívar, interpretada –con el fantasioso verso de Neruda– como alguien que cabalga cada cien años. Que, por tanto, era entonces el propio Chávez.
La negación de la historia real del país no podía sino traer consigo un envilecimiento de nuestra conciencia ciudadana. Aquí nada había servido nunca. El resentimiento, instalado en el presente, triunfaba ahora sobre el pasado.
Además, ello se montó sobre nuestro tradicional afán de cambio –tan bien señalado por Briceño Iragorry–. Se cambió la Constitución, el nombre del país, la bandera, el escudo, el Panteón nacional y… hasta la imagen del propio Libertador.
El país entró en esa estrategia de la confrontación, sembrada en nuestros corazones con la fuerza del resentimiento y, por otra parte, con la inconsciencia de los que no entendieron lo que estaba en juego.
Con severa miopía, no se percibió, por ejemplo, que con el referendo de 1999 y la reforma constitucional regresábamos a la autocracia. El imperio de la ley, siempre imperfecto, que tuvimos por cuarenta años, era sustituido otra vez por la voluntad del caudillo.
La dirigencia de los nuevos movimientos políticos, descuidada de la experiencia histórica, adoptó el vocabulario, las consignas, los enfoques de ruptura con el pasado inmediato, al tiempo que se pretendía estar aún en democracia. Todo sería, a la hora de hacer oposición al régimen, un problema de políticas públicas, de mayor eficacia en la gestión, como es lo propio de jóvenes urbanitas con posgrados técnicos.
Sometimiento
Los hermanos Castro codiciaban Venezuela: sus riquezas naturales, su posición estratégica en el Continente. Dominado su país, intentaron entonces la conquista del nuestro por diversos medios. Fallaron. La integridad de nuestra dirigencia y de la conciencia ciudadana resultó difícil de penetrar.
Llegó el día en que, por afán de mantenerse en el poder, ante un país que rechazaba en sus inicios el gobierno de la confrontación, les abrieron la puerta. ¡Malhaya!
Un pueblo dividido es sometido sin mayor dificultad.
Se inició entonces la labor erosionante de un grupo de poder con años de experiencia en la dominación y carente de escrúpulos. Ajeno a todo sentimiento de fraternidad hacia nuestro pueblo.
Comenzó la réplica del modelo aplicado en su propio país, devastado. Acaso pueda resumirse en los siguientes puntos.
Ante todo, una oposición estratégica a los Estados Unidos como recurso retórico para la dominación. Se trataría de una nueva independencia que debíamos conquistar, ahora no de la corona española sino del imperio de la república de la colina.
La retórica libertaria había de permitir la consolidación de la cúpula del poder, que no dejó de echar mano de los servicios de espionaje y una calculada reestructuración de la fuerza armada para hacerla incapaz de sublevación.
Los recursos del país habían de ponerse al servicio del nuevo poder dominante. No solo se debía apoyar la maltrecha, siempre maltrecha, economía de la isla con un generoso subsidio petrolero, sino que debía asimilarse una cuota de mano esclava –los famosos médicos– cuyos salarios eran recaudados por el gobierno insular.
Se favoreció, con la ruina de los servicios, de la economía, de las instituciones universitarias, el éxodo. Si la clase profesional cubana hubo de emigrar, lo que representó –¡oh paradoja!– un gran aporte económico para los odiados Estados Unidos, ahora les tocaba el turno a los venezolanos. Una sociedad que se desangra y pierde la mayor parte de su fuerza joven es más fácil de someter.
Todo llevó, como en la nueva metrópoli, al envilecimiento de la población: oprimidos, opresores, enchufados. La vida en dependencia de remesas del extranjero y reducida a un resuelve permanente.
¿En nombre del pueblo, de la revolución, de la independencia fingida?
¿Cómo podría celebrar Venezuela los doscientos años de la gesta de Carabobo, que selló nuestra Independencia de España, sometida como ahora se halla a la dominación cubana?
La presencia dominante de Cuba en Venezuela está documentada. Hay material publicado al respecto. Pero quien tenga ojos para ver, como decía el propio Chávez, no dejará de percibir la naturaleza proconsular de nuestro gobierno actual.
Sanar los corazones
La raíz de nuestro mal está en los corazones. Allí hemos de aplicar el remedio. En esa tarea, hemos de considerar al menos dos aspectos fundamentales: la apelación a la conciencia; el amor a Venezuela.
Una de las consecuencias negativas del mal que nos aqueja es la despersonalización. Actuar de manera reactiva, no libremente, como corresponde al ser humano. Conductas prefabricadas por la situación de la vida social. La responsabilidad de cada uno disuelta en el “esto es lo que hay”, “otro tiene la culpa”, “qué se le va a hacer”.
No habrá cura –no podrán sanar los corazones de los venezolanos– sin apelar a la conciencia. Cada uno ha de entrar en sí mismo y sopesar sus actos a la luz de la verdad. Sin justificaciones fáciles, sin ese endurecimiento de la persona imbuida de ideología, que responde con un ataque personal para descalificar a quien la interpela.
En ese retorno de cada uno a la confrontación con lo mejor de sí mismo, es importante considerar al menos tres situaciones, cuyo factor común está en lo estereotipado de unas acciones defectuosas que se toman como humanamente válidas. Hablamos de la extorsión, del ir a lo suyo, de ese culpar a los otros.
Demasiado frecuentes son las situaciones en las que, por parte de los detentadores de las armas, se extorsiona a la población. Digo ‘detentadores de las armas’ por ser lo más visible, pero bien podría incluirse a cualquiera que tenga una cuota de poder: extender un certificado, otorgar una autorización, registrar un documento, expedir un pasaporte. Sin hablar de la distribución de cajas de comida, de la gasolina y de la circulación por el territorio nacional. Un mundo de sanguijuelas que, con frecuencia, extorsionan más a quien padece mayor necesidad.
¿Se darán cuenta –alguna voz autorizada se los hará oír– que no hay justificación para el atropello que cometen y los daños que causan?
Las dificultades generalizadas para encontrar lo más básico para subsistir –comida, medicina, abrigo– ha acrecentado la población en pobreza. Con ello, acaso abrumados por sus propios problemas o simplemente ciegos ante la necesidad del otro, o temerosos de las consecuencias que puedan sufrir, son muchos los que practican un literal “sálvese el que pueda”. Se abandona toda solidaridad, sin la cual la persona se envilece. Experta en pobreza, la Madre Teresa de Calcuta narraba en una ocasión cómo, habiendo recibido un aporte de arroz para su distribución a los necesitados, ella dio enseguida una ración suficiente a una mujer del vecindario. Y se llenó de admiración cuando la vio compartir esa limitada ración con una vecina en mayor necesidad.
¿Recordaremos la fraternidad que nos une y que nos interpela en la carencia del otro?
La negación de nuestra historia, en particular del pasado reciente, se ha traducido en un reiterado culpar a otros de las dificultades que padecemos. Ello lleva, como hemos visto, a permanecer presos de la estrategia de la confrontación y del desprecio al prójimo. Un rencor que puede llegar al odio.
¿Acaso –debemos preguntarnos– no hemos tenido culpa alguna, primero en el deterioro de las instituciones de la vida republicana, luego en la aceptación de los modos, sigilosos pero efectivos, de la autocracia implantada? ¿No tenemos responsabilidad alguna al dejar en el olvido el legado de los constructores de nuestra democracia? ¿No nos exige ello una verdadera conversión para aceptar nuestra experiencia histórica?
En todos estos casos de apelación a la conciencia han de tener un papel fundamental los líderes del proceso social. Por eso son líderes (o acaso por eso no lo han sido). Es tiempo de desterrar los ataques personales; poner el interés común por sobre el afán de protagonismo, retomar lo positivo que puede unir el país. El único protagonismo ha de ser el afán de servir, cada uno desde el lugar que le corresponde.
Sin embargo, esa apelación a la conciencia, que despierta la responsabilidad individual, no será suficiente si no nos vemos de nuevo animados por el amor a Venezuela.
Ante la desvalorización por el resentimiento y la amargura de la desesperanza, hemos de retomar lo valioso de nuestro país, de nuestra historia. ¿Barinas? Por la voz de Arvelo Torrealba allí cantó Florentino y venció al diablo. Allí José León Tapia rescató en su escritura, con la fuerza del recuerdo, una experiencia que pertenece a la sustancia de la vida venezolana.
Suele repetirse que la gran hazaña de Rómulo Betancourt en la formación de Acción Democrática fue lograr que hubiera “una casa del partido en cada pueblo”. No quitemos su importancia al asunto, pero no podemos limitarnos a ello. El gran logro de Acción Democrática fue la incorporación del pueblo a la política. Sí, sin duda, la lucha por el sufragio universal y directo.
Ello se nutrió de la fecunda obra de Rómulo Gallegos y de Andrés Eloy Blanco, que modelaron el imaginario colectivo. Le dieron forma en el sentido de la integración de lo popular, de un modo legítimo y verdadero, sin resentimiento. Así, José Santos Urriola pudo hablar del “esquema de conciliación” en Gallegos, en cuyas novelas los asuntos se resuelven de modo positivo. El Andrés Eloy de los palabreos en Poda, el de los poemas del castillo de Puerto Cabello (entre los cuales hay una hermosa dedicación de la mañana a Jesús de Galilea), sobre todo, el del Canto a los Hijos, no solo nutrió nuestro imaginario con figuras inmortales sino sembró, digamos sin recato, amor a la bondad en el corazón del hombre venezolano.
Dentro del mismo sentimiento de venezolanidad, el Copei aportaría luego su lucha por la justicia social, así como por la instauración del Estado de derecho. Sin el contrapunto del movimiento socialcristiano no puede entenderse la República Civil.
Al inicio nos referimos a la desarticulación de Venezuela. Habría que recordar entonces lo que fuimos, lo que hemos sido.
Habitado por tribus dispersas, Venezuela se constituye como nación en el tiempo de la colonia. Predestinada al mestizaje, fomentó luego el igualitarismo y esa llaneza en el trato tan propia de nuestro modo de ser. A finales del 18, tenemos ya la generación que hará la Independencia, así como lo que ha sido llamado el milagro musical de Caracas. Tras la larga guerra, superado el tiempo de los caudillos, constituidos los partidos modernos, Venezuela emprenderá su camino hacia la democracia y el desarrollo.
Se logra la integración del territorio por una extensa red vial, desde autopistas hasta caminos de penetración agrícola. La electrificación del país fue tarea proseguida con continuidad admirable a partir de 1947 y hasta 1999. El desarrollo de la educación popular, desde las escuelas primarias y de bachillerato –ese asombroso crecimiento de Fe y Alegría– hasta las instituciones universitarias. La salud, la vivienda, la protección del trabajo. En todo ello, el crecimiento homogéneo y sostenido de la industria petrolera, con lo que aportó a la vida del país el proyecto nacional de dominar el petróleo.
Es tiempo de retomar el rumbo. Queden aisladas las voces de la discordia para empeñarnos con sinceridad en lograr de nuevo la unidad del país.
En definitiva, solo el amor sana. Fuerza unificadora, solo un amor eficaz puede restablecer la concordia perdida. No esa palabrería hueca que a veces se oye sino un principio operativo en el corazón que lleva a querer el bien y a procurarlo para todos. Un verdadero principio de acción que, preocupado por el estado del país, se traduce en trabajo cotidiano.
Con las limitaciones y los defectos de cada uno, debe prevalecer en nosotros el amor a Venezuela. Esa realidad humana eficaz, esa decisión en lo íntimo de la persona de querer el bien y de procurar llevarlo a cabo, será lo que pueda levantarnos de la postración.
*Doctor en Filosofía por la Universidad de Friburgo (1974). Profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar. Individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Miembro de la Sociedad Venezolana de Filosofía y la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino.
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