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Jesús, la parábola del amor de Dios

Esta entereza humana de Jesús, que revela hasta el extremo el amor del Señor por la humanidad, es ya un signo de resurrección

Alfredo Infante, S.J.:

La persona de Jesús es una parábola del amor de Dios a la humanidad, que nos arroja claves para interpretar las dinámicas del mundo y las dinámicas del reino de Dios. Dinámicas que están en conflicto y que ameritan de nuestra parte un discernimiento y elección, aquí y ahora.

 

La pasión y muerte de Jesús es el resultado de un proceso penal lleno de gran arbitrariedad y abuso de poder. Un juicio que, de acuerdo al Evangelio de Marcos, es el resultado del acoso y persecución de las autoridades judías, ya desde el inicio de la misión publica de Jesús (Mc 2,1-12).

 

Los grupos de poder más emblemáticos, encargados de preservar el orden establecido (“querido por Dios”) y de resguardar la “recta interpretación” de la ley de Moisés y el templo, encuentran en lo que el Nazareno hacía y decía, una amenaza al status quo y a los fundamentos del sistema religioso; en consecuencia, por el “bien de la nación”, desde el poder deciden montar un juicio arbitrario, sin el debido proceso, pues para un sector importante del Sanedrín -liderado por Caifás, sumo sacerdote aquel año- “conviene que un hombre muera a que perezca una nación“ (Jn 11,50). Sin embargo, hay que subrayar que el Sanedrín, máxima instancia político-religiosa judía en tiempos de Jesús, estaba dividido: un sector nada despreciable reconocía a Jesús como hombre de Dios, con autoridad. El Evangelio de Juan identifica a Nicodemo como la figura emblemática de los fariseos simpatizantes de Jesús de Nazareth (Jn 3,1-15). El Nazareno era un maestro judío que suscitaba seguimiento y despertaba esperanza en el pueblo, especialmente entre los pobres y los que sufren, y esto era incómodo para el poder.

 

Una vez decidida la muerte injusta de Jesús de Nazareth, por las autoridades judías del momento, y montado arbitrariamente el proceso, los grupos de poder hacen incidencia política ante las autoridades romanas y, al mismo tiempo, montan una estrategia propagandística para manipular al pueblo y que éste vote a favor de la liberación de Barrabás y en contra del Nazareno, concluyendo históricamente el proceso con la “Vía de la Cruz”, muerte destinada en esos tiempos para los criminales y rebeldes, enemigos de los intereses de Roma. A Jesús, históricamente, no sólo lo procesan injustamente, lo torturan y asesinan en la cruz, sino que lo difaman y lo despojan de su reputación de hombre de Dios.

 

Así pues, Jesús -quien  “pasó por la vida haciendo el bien” (Hch 10,10)- muere injustamente como blasfemo, como rebelde que atenta contra los intereses de Roma, en el juicio religioso conducido por las autoridades judías, donde Pilatos se lava las manos y lo condena.

 

Y es que los poderes del momento, temerosos de la buena nueva del reino proclamada por Jesús con su modo de ser, hacer, relacionarse, y su palabra viva, terminan conspirando contra él y torturándolo hasta la muerte.

 

En la cruz, pues, se revelan dos dinámicas: por un lado, la del pecado de los poderes del mundo que tortura hasta la muerte al justo inocente, para truncar el proyecto del reino de justicia y fraternidad; por otro lado, y esto es lo más definitivo, se revela la plenitud humana de Jesús, que trascendiendo los miedos -cuya máxima expresión es la oración del huerto de los Olivos- no claudica ante los intereses de sus torturadores y, con la conciencia de Hijo de Dios y Hermano de la humanidad, se entrega por amor, venciendo el pecado del mundo, haciendo de la cruz un símbolo glorioso, de entrega total. Por eso, el centurión romano, ante tanta dignidad, exclama “verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (Mt 27, 54-56).

 

Esta entereza humana de Jesús, que revela hasta el extremo el amor del Señor por la humanidad, es ya un signo de resurrección porque,  “si el grano de trigo no muere, queda infecundo” (Jn 12,23-24).

 

Al contemplar, en nuestro país, la pasión, muerte y resurrección de Jesús, podemos concluir, como él lo solía hacer al término de cada parábola, “quien tenga oídos para oír que oiga y quien tenga ojos para ver que vea”.
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*Alfredo Infante, S.J., es el provincial de la Compañía de Jesús en Venezuela y director del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco.

 

Imagen: El Estímulo

Signos de los Tiempos/Edición N° 221 (15 al 21 de marzo de 2024)

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