Las caraotas negras de San Juan Bosco. Remembranzas de salesianidad
Sergio Foghin-Pillin:
El niño migrante había sido trasplantado, en veinticuatro horas, del Friuli rural de finales de la década de 1950, al gris Chacao, y un par de años más tarde a aquella Los Teques que por entonces despedía las recuas de burros y el ferrocarril –lo que es decir el pasado y el futuro a un tiempo-. Por ello, quizá, era pedirle demasiado que no confrontara problemas de adaptación. Y los problemas se presentaron, pero también se resolvieron, todo en el ámbito pedagógico salesiano: Colegio Santo Domingo Savio, en tiempos de los directores Juan Pablo González y Justo Simoncelli.
El padre González, sencillo y bonachón, tenía varias guacamayas –aves un tanto exóticas por aquellos años en esas comarcas mirandinas-, y gustaba jugar, por las tardes, algunos sets de tennis con el señor Estévez, progenitor de un condiscípulo de aquel infante que, pocos años antes, frente a la iglesia de su pueblecito de origen, arriesgando un anatema, había proclamado -¡a viva voz!- su alegría por la suspensión de clases con motivo del fallecimiento del papa Pacelli y la consiguiente elección del papa Roncalli.
El padre Simoncelli, alegre e inquieto, era profesor de Geografía e Historia, egresado del Instituto Pedagógico Nacional –luego Instituto Pedagógico de Caracas-, a la cabeza de la promoción de la que también formó parte don Guillermo Morón. El maestro Godofredo Palacios, alto y flaco –el Bejuco-, impartía muchas de las asignaturas: “¡cuerno de la luna!”, era la imprecación que precedía a una bronca de su parte. Miguel Paredes, el Padre Consejero, valenciano, huesudo y bromista, jugueteaba proyectando hacia afuera su gran dentadura postiza, para figurar una calavera, lo cual no le costaba mucho. Su grito de advertencia era un amenazante “¡guaaay!”, apócope de Guayana, que era como designaba el cura Paredes al rincón de confinamiento disciplinario. ¿Velada referencia a Guasina, o quizá a El Dorado? Nunca se supo.
Durante el período de internado, el tema de la alimentación también formó parte del áspero proceso de ajuste sociocultural. Había, sin embargo, dos elementos destacables y dignos de mención en aquel sombrío comedor, habilitado en la parte vieja del Santo Domingo Savio. Uno de ellos eran las criollísimas caraotas negras refritas, las que, con queso duro rayado, arepa y café con leche, constituían desayunos muy apetecidos por aquel alumno de quinto grado, además de resultarle una absoluta novedad gastronómica, ya que en Friuli dicho condumio era completamente desconocido.
Y había, también, ciertos vasos acampanados, de grueso vidrio transparente –verdes, rojos, azules-, virtualmente indestructibles y entonces presencia común en todos los refectorios salesianos, aunque jamás encontrados a la venta en ninguna casa comercial. Quizá los fabricaban en Turín, capital mundial de la salesianidad, en la región de Piamonte, punto focal de la extraordinaria obra educativa y social de San Juan Bosco.
Toda la situación se complicaba algo, por el hecho de que el padre del pequeño desadaptado trabajaba a tiempo completo en la construcción de las nuevas edificaciones de la Congregación, lo que suponía un compromiso adicional para ambos. Estas circunstancias también determinaron que, aun antes de ingresar al Domingo Savio, el primer salesiano que conociese el jovencito fuera el padre José Vicente Henríquez Andueza, entonces maestro de novicios en el Aspirantado Salesiano de Santa María (La Macarena, Los Teques), a quien una mañana saludara, de la manera más natural, con una de las primeras expresiones aprendidas en Venezuela: “-¿Cómo está la vaina, padre?” Para recibir, también con la mayor naturalidad, la primera lección salesiana. Corría el año 1960.
En esos tiempos, entre otros Sacerdotes de Don Bosco (SDB) frecuentaban la mesa de la pequeña familia de inmigrantes los padres Menazza, Pinaffo y, alguna vez, Castillo. El primero pereció en un terrible accidente, ocurrido en medio de la densa niebla de la carretera Panamericana –la niebla en las sierras, en palabras de Horacio Biord Castillo- mientras iba, a pie, en busca de frutas para sus pájaros. El padre Pinaffo, uno de cuyos admirados nacimientos navideños acabó en humo y ceniza en la casa de Sarría, había sido un destacado misionero en el sureste asiático, según lo refiriera don Gaetano Bafile, con quien el salesiano había colaborado en la fundación del periódico La Voce D’Italia, a comienzos de la década de 1950. Y el padre Castillo, coetáneo del maestro de obras friulano, cinco lustros más tarde se convirtió en S.E.R. Cardenal Rosalio Castillo Lara, mano derecha del papa Wojtyla.
Al trienio del Santo Domingo Savio siguió un bienio en el renombrado Liceo San José, en tiempos de la administración de los padres Enzo Ceccarelli, designado posteriormente Vicario Apostólico de Puerto Ayacucho y José María Rivolta, luego fundador de los Hogares Crea. También estaban los reverendos padres Alejandro Moreno, psicólogo, intelectual brillante, quien luego desarrollara una destacada labor social e investigativa en los barrios de Petare, y Jorge Lösch, el inolvidable Pujula, bávaro, físico y ajedrecista. También algo santo. Felix Moretto –Piolín-, Ángel Bertapelle y Luis Azzalini, hacían su tirocinio. Aquellos muchachos realmente eran ya buenos docentes. Y muy panas.
Poco después vino el trascendental quinquenio muñoztebariano, en realidad un camino hacia el Instituto Pedagógico de Caracas y la Escuela Geográfica de don Pablo Vila, de la mano de doña Gravia Petit de Trejo, la muy querida Maestra Paraguanera. A este punto, es difícil no pensar en un posible anatema, pronunciado en 1958 por el viejo párroco friulano, algo como: “¡Entre maestros te veas!”. En todo caso, dicha formación –desde entonces una razón de vida- permitió al exalumno salesiano valorar como una auténtica joyita bibliográfica la obra Falcón: apuntes geográficos (Cuadernos Lagovén, 1979), escrita por ese portento de ser humano que fue Monseñor Francisco José Iturriza Guillén SDB, con base en su larga e intensa experiencia pastoral en tierras corianas.
Transcurren años, lustros, décadas. A los nombres anteriores se agregarán con admiración y afecto –seguramente faltará más de uno-, los de Juan Bautista Premarini, –Padre Angustia entre amigos cercanos-, antropólogo y misionero, fallecido trágicamente en el Alto Orinoco, en 1983, a los 45 años de edad. León D’Agostini –Pre León-, paisano y laborioso horticultor en el Filosofado Salesiano de San Antonio de Los Altos, cuando era director y maestro de novicios – pero también mecánico o lo que hiciese falta- el R. P. Luciano Stefani, luego Superior Provincial de los Salesianos en Venezuela. Su apoyo y compañía significaron alivio y consuelo en la dolorosa despedida del maestro de obras, en 1978. Y el padre Isaías Ojeda, siempre presente, también en sus últimos años en Altos Mirandinos, cuando se iba desprendiendo de los recuerdos terrenales, pero seguía siendo ¡el padre Ojeda!
En lo tocante a las caraotas negras refritas, tan desconocidas en Friuli como en Piamonte, tras aprender su preparación en aquella sencilla cocina salesiana, fueron incorporadas al menú doméstico por la madre migrante, sólo para complacer el gusto criollizado de su primogénito. Hoy, la vieja receta, con algunos personales ajustes de sazón –algo más de ajo, una pizca adicional de comino y bastante ají dulce sanantoñero-, goza de un modesto prestigio en la esfera familiar. No parece desatinado pues, dada su historia, llamarlas afectuosamente: las caraotas negras de Don Bosco.
Sergio Foghin-Pillin
San Antonio de los Altos, enero de 2022